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lunes, 2 de febrero de 2009

V Domingo del T.O. - Ciclo B: ALIVIAR (Mc 1,29-39)

La enfermedad es una de las experiencias más duras del ser humano. No sólo padece el enfermo que siente su vida amenazada y sufre sin saber por qué, para qué y hasta cuándo. Sufre también su familia, los seres queridos y los que le atienden.

De poco sirven las palabras y explicaciones. ¿Qué hacer cuando ya la ciencia no puede detener lo inevitable? ¿Cómo afrontar de manera humana el deterioro? ¿Cómo estar junto al familiar o el amigo gravemente enfermo?

Lo primero es acercarse. Al que sufre no se le puede ayudar desde lejos. Hay que estar cerca. Sin prisas, con discreción y respeto total. Ayudarle a luchar contra el dolor. Darle fuerza para que colabore con los que tratan de curarlo.

Esto exige acompañarlo en las diversas etapas de la enfermedad y en los diferentes estados de ánimo. Ofrecerle lo que necesita en cada momento. No incomodarnos ante su irritabilidad. Tener paciencia. Permanecer junto a él.

Es importante escuchar. Que el enfermo pueda contar y compartir lo que lleva dentro: las esperanzas frustradas, sus quejas y miedos, su angustia ante el futuro. Es un respiro para el enfermo poder desahogarse con alguien de confianza. No siempre es fácil escuchar. Requiere ponerse en el lugar del que sufre y estar atento a lo que nos dice con sus palabras y, sobre todo, con sus silencios, gestos y miradas.

La verdadera escucha exige acoger y comprender las reacciones del enfermo. La incomprensión hiere profundamente a quien está sufriendo y se queja. «Ánimo», resignación»... son palabras inútiles cuando hay dolor. De nada sirven consejos, razones o explicaciones doctas. Sólo la comprensión de quien acompaña con cariño y respeto alivia.

La persona puede adoptar ante la enfermedad actitudes sanas y positivas o puede dejarse destruir por sentimientos estériles y negativos. Muchas veces necesitará ayuda para mantener una actitud positiva, para confiar y colaborar con los que le atienden, para no encerrarse solo en sus problemas, para tener paciencia consigo mismo o para ser agradecido.

El enfermo puede necesitar también reconciliarse consigo mismo, curar las heridas del pasado, dar un sentido más hondo a su dolor, purificar su relación con Dios. El creyente puede ayudarle a orar, a vivir con paz interior, a creer en el perdón y confiar en su amor salvador.

El evangelista nos dice que las gentes llevaban sus enfermos y poseídos hasta Jesús. El sabía acogerlos con cariño, despertar su confianza en Dios, perdonar su pecado, aliviar su dolor y sanar su enfermedad. Su actuación ante el sufrimiento humano siempre será para los cristianos el ejemplo a seguir en el trato a los enfermos.

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