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jueves, 5 de marzo de 2009

II Domingo de Cuaresma - Ciclo B: Una verdadera gozada (Mc 9,2-10)

Génesis 22,1-2.9-13.15-18; Romanos 8, 31-34; Marcos 9, 2-10
Por A. Pronzato

El Dios tentador

Me ha impresionado inmediatamente la primera frase: «Dios puso a prueba a Abrahán». Con otras palabras: lo tentó. Se nos ha explicado oportunamente que esta tentación-prueba no constituye una incitación al mal, como pasa con la diabólica, sino que tiene tres finalidades bien precisas.

Primera: se trata de probar la fuerza, la solidez de la fe, la fidelidad del creyente. Para ayudar a entender esto, pueden ayudarnos dos imágenes: la de una tela que se intenta comprobar su consistencia, su resistencia; y después la de un puente, que hay que probarlo mediante grandes pesos, para cerciorarse de que aguanta el paso incluso de cargas pesadas, y de que es seguro para todos.

Segunda: otra finalidad es la de manifestar, hacer salir lo que uno lleva dentro. El libro del Deuteronomio (en casa lo he controlado con la ayuda de la hija teóloga) sintetiza así la experiencia del desierto: «Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años a través del desierto, con el fin de humillarte y probarte, para ver si observas de corazón sus mandatos o no» (8, 2).

Tercera: finalmente hay que subrayar el aspecto «purificación» inserto en la prueba. Y he ahí un pasaje significativo a este respecto en el libro de la Sabiduría (una vez más preciosa la aportación al respecto de la teóloga de la familia): «Porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de él. Los probó como oro en el crisol» (3, 5-6).

La tentación-prueba puede asumir formas diversas: sufrimientos, contrariedades, lutos, persecuciones, ausencia o retrasos de Dios, aparente triunfo de las fuerzas del mal, el dolor inocente, los escándalos también dentro del pueblo de Dios (comprendidos niveles muy elevados y marcados por el color rojo púrpura).

Para ilustrar todo esto ahí está el ejemplo de Abrahán (para muchos indigesto, pero me hubiera gustado que todos hubieran podido escuchar las aclaraciones de nuestro cura «preparado»), quien aceptó la gran prueba, humanamente absurda y cruel: el sacrificio del hijo único, Isaac, querido más que ninguna otra cosa en el mundo, y concedido por el Señor como don, en la vejez.

Con tal de que...

Pensaba que muchos de nosotros resultamos decididamente alérgicos al hecho de que Dios nos ponga a prueba.

Fieles, con tal de que no se trate de demostrar, en circunstancias críticas, nuestra fidelidad. También le pasó a Pedro. Sin miedo, con tal de que no se nos exija demasiado en momentos difíciles, cuando soplan malos vientos.

Siempre dispuestos a perdonar, con tal de que nadie se atreva a ofendernos, y con tal de que no se pretenda que olvidemos las injurias sufridas.

Tolerantes con todos, con tal de que los otros compartan nuestras ideas.

Generosos, con el corazón en la mano, con tal de que no se le ocurra a un desgraciado contar con nuestra ayuda. Dispuestos a comprometernos, incluso en el ámbito de la comunidad parroquial, con tal de que no tengamos otra cosa que hacer.

Desprendidos del dinero, con tal de que no haya necesidad de demostrarlo concretamente.

Artífices de paz, con tal de que nos dejen en paz. Colocados indefectiblemente de parte de las víctimas de la injusticia, con tal de que no haya nada que arriesgar y no sea necesario comprometerse.

Nos fiamos de Dios y de su providencia, con tal de que no nos encontremos con el agua al cuello y privados de cualquier otro agarradero.

Pacientes, con tal de que no nos vengan a provocar. Pertrechados de esperanza, con tal de que a un desesperado no se le ocurra venir a pedirnos razón de la esperanza que hay en nosotros.

Sensibles a las necesidades del prójimo, con tal de que los buenos sentimientos no nos obliguen a abrir la cartera.

Creyentes, con tal de que no sea indispensable manifestar nuestra fe con hechos concretos.

Obedientes, con tal de que no haya que doblar la espalda.

Capaces de sacrificios y renuncias (como Abrahán), con tal de que podamos retener todo.

Preparados para las grandes empresas, con tal de que no haya que dedicarse modestamente a las pequeñas cosas de cada día.

Familiares con el servicio (una palabra muy de moda, casi como solidaridad), con tal de que sean los otros quienes carguen con los servicios más desagradables.

En una palabra, aceptamos la prueba. Con tal de que sea una eventualidad absolutamente remota, una especie de «realidad virtual» como dice mi hijo a un paso del doctorado y del paro.

Por un cristianismo serio

Y, sin embargo, sin pruebas no hay cristianismo serio. Si faltasen las tentaciones, no habría el necesario control de las raíces y la verificación de la solidez de nuestra construcción. Sin pruebas no existe maduración ni humana ni cristiana.

El peligro más insidioso que nos amenaza es la ilusión. Cuando llega la tentación, se barren sin piedad las falsas seguridades, los entusiasmos triviales, los fervores emotivos. La prueba desilusiona al creyente iluso. Lo lleva al terreno áspero de la concreción y del realismo.

Me viene a la cabeza otra imagen: esa de una pasarela sutil, oscilante de una manera temible, suspendida precariamente sobre ciertos torrentes de montaña, con las aguas impetuosas, con las ráfagas de viento helado que la envisten provocando una danza no precisamente divertida... He ahí la función que ejerce la prueba en referencia a nuestra fe.

Sueño con una predicación que no acabe nunca...

Se me ha concedido poco papel para entregaros las reflexiones relativas a las otras lecturas. Me limito a apuntar alguna cosa.

Primero. Pablo plantea un pregunta precisa: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». Personalmente he respondido con otra pregunta: cuando todo parece que se pone en contra mía (dentro y fuera), ¿me basta saber que Dios está «conmigo», o busco otras formas de seguridad?

Segundo. El cura, bien preparado en exégesis, respecto de la transfiguración ha explicado que el centro del relato no hay que buscarlo en la visión de la gloria, sino más bien en la voz: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». Como diciendo que lo que cuenta es la escucha, no el ver. Por lo que nuestro monte de la transfiguración es el lugar y el momento de la escucha de la palabra.

Pero aquí surgen algunas preguntas fastidiosas. Por ejemplo, el anuncio de la palabra, como se hace en nuestras asambleas dominicales, además de ser una cosa buena, ¿representa también algo hermoso? ¿o tiene razón el título de aquel libruco que he visto circular por la casa: La predicación, tormento de los fieles?

¿Sucede alguna vez que un oyente sea tocado por la misma idea de Pedro, que proyecta la construcción de tres chozas? O sea: ¿sucede alguna vez que un fiel cualquiera piense en su intimidad: «Me gustaría que la predicación no terminase nunca ...?». En una palabra: «una verdadera gozada», como le gustaba decir a la señorita Margarita.

Finalmente, Jesús ha ordenado a los tres «no contéis a nadie lo que habéis visto». Una prohibición inútil para nosotros. La mayor parte, cuando sale de la iglesia, se cuida bien de no abrir la boca acerca de lo que ha escuchado.

Pero a mí me viene la duda de que Jesús intentaba decir que, en vez de contar, bastaba «mostrar».

...Todavía más difícil.

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