Hay que bajar a lo profundo,han tenido que suceder la noche más oscura y la angustia más insoportable, sentir el abismo debajo de los pies, para gritar: “Socorro, auxilio”.
Se ha tenido que gustar el poso amargo, encontrarse ante el callejón sin salida, experimentar el límite de las fuerzas, para exclamar: “¡Dios mío, ven en mi auxilio!
Se ha tenido que sentir el hielo del vacío, palpar el desencanto compañero, consumir todas las expectativas, para reconocer de dónde viene la ayuda: “El auxilio me viene del Señor”.
Desde lo más hondo de mí te invoco, Señor. Tengo ronca la garganta de tanto gritar a mi Dios. “Señor, escucha mi voz, estén tus oídos atentos a la voz de mi súplica”.
Mas, Señor, si al gritarte con tanta angustia me respondieras que por mi parte considerara la causa de mi desvalimiento, perecería en desesperanza. “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?
Sólo el recuerdo de tu Palabra me presta confianza. “Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo libra de sus angustias”. El profeta me asegura: “Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos, practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá. ¿Acoso quiero yo la muerte del malvado, y no que se convierta de su conducta y que viva?” (Ez 18, 21.23).
Tu Palabra llega como bálsamo que cura y reconcilia. Esta verdad implica una correspondencia:
“Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofenda” (Mt 5, 23-24).
Señor, que la experiencia del perdón me dé siempre cordura y entrañas de misericordia y nunca violente tu bondad, por medir a los demás con otra vara distinta que la de tu compasión.




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