Ron Rolheiser (Trad. Cermelo Astiz)
Hace unos años, en parte como respuesta a la popularidad y controversia suscitadas por la famosa película de Mel Gibson, “La Pasión de Cristo”, la revista TIME publicó un tema de portada sobre la cuestión de por qué murió Jesús. El artículo estaba bien informado e incluía la opinión de diferentes expertos; pero también hurgaba en los sentimientos de gente ordinaria en torno a esta cuestión.
Una de las personas que expresaban sus sentimientos era una muchacha joven quien, cuando niña, había presenciado el asesinato de su propia madre a manos de un pretendiente celoso. Mirando atrás y recordando la muerte de su madre, ella sentía -incapaz de expresarlo en palabras- que de alguna manera la sangre de su madre estaba conectada con la sangre que Jesús derramó el Viernes Santo y que la muerte del mismo Jesús, también injusta, de alguna manera daba dignidad a la muerte de su madre.
Su intuición es buena. Hay una conexión, aunque nos falten palabras para expresarlo, entre lo que Jesús probó el Viernes Santo y lo que cualquier persona siente cuando es injustamente victimizada. Todos nosotros tenemos nuestros propios Viernes Santos y no están desconectados de lo que sucedió en el Calvario hace dos mil años. Ciertamente, lo que Jesús experimentó el Viernes Santo es, como dijo esa joven, lo que nos da dignidad cuando probamos la sangre de la humillación, de la soledad, de la impotencia, del desamparo y de la muerte. ¿Qué es lo que Jesús experimentó el Viernes Santo?
Curiosamente y por raro que parezca, los evangelios no centran su atención en el sufrimiento físico de Jesús (que debió ser horroroso). Lo que ellos resaltan, en cambio, es su sufrimiento emocional y su humillación. Presentan a Jesús como solo, traicionado, incapaz de expresarse, desvalido, víctima de celos y de envidia, moralmente aislado, mofado, incomprendido, despojado y desnudo para hacerle sentir turbación y vergüenza; y, sin embargo, en medio de todo eso, lo presentan como un hombre que se aferra a la cordialidad, a la bondad y al perdón. Con palabras de Lucas, es el Viernes Santo cuando “la tiniebla tiene su hora”. ¿A qué sabe eso?
“Siempre que nos encontramos enfermos, fuera del círculo de salud y vitalidad, solos y en cama, con la seguridad de que, a pesar del amor y del apoyo de la familia y de los amigos, al fin y al cabo somos únicamente nosotros, por nosotros mismos, quienes afrontamos la discapacidad y desfiguración, quienes tenemos que perder una mama u otro órgano en operación quirúrgica, quienes nos enfrentamos con quimioterapia y quizás con la muerte; cuando nos encontramos así solos en medio de todo eso, solos dentro del miedo, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos encontramos solos dentro del deber, forzados por cadenas morales que no podemos explicar, sujetados en nuestra libertad, de forma que se nos ve como demasiado tímidos, demasiado frígidos, con demasiado miedo para asumir nuestras propias vidas; cuando la inocencia y la obligación se ven como una debilidad, cuando una determinada circunstancia nos roba nuestros sueños e ilusiones y cuando lo que querríamos para nosotros mismos tenemos que darlo a otros, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que somos incomprendidos y por eso nos hacen aparecer como débiles, malos, equivocados; cuando tenemos que soportar una incomprensión que nos hace tener mala cara a los ojos de los demás, estamos experimentando lo que Jesús experimentó el Viernes Santo.
Siempre que experimentamos el dolor de no podernos expresar adecuadamente, cuando hay sinfonías en nuestro interior que nunca verán la luz del día porque no podemos expresarnos, cuando sentimos el dolor que surge de saber que la mayor parte de lo mejor de nuestro interior morirá con nosotros, no expresado, aparentemente desaprovechado o echado a perder, estamos experimentando lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Cuando nos percatamos de que somos objeto de envidia, animosidad y amenaza a causa de nuestra fe, de lo que creemos; cuando se interpreta como egoísmo lo que es virtud en nosotros, cuando nos avergüenzan por lo que creemos, cuando lo que es precioso para nosotros se considera ofensivo para otros, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos encontramos solos y perdidos ante el envejecer, ante la pérdida de la salud, ante la pérdida de atractivo sexual y de nuestro lugar y papel anterior en la vida, y ante la pérdida de la vida misma, estamos experimentando la soledad del morir y estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos victimizan injustamente, cuando tenemos que cargar la enfermedad de algún otro, estamos sintiendo lo que Jesús sintió en el Calvario, estamos probando la oscuridad del Viernes Santo.
Cuando probamos toda esa amargura, no tenemos que decir más que lo que dijo Jesús cuando le arrestaron en el Huerto de Getsemaní y le condujeron a la humillación y a la muerte: “¡Pero esta es vuestra hora – el dominio de las tinieblas!” (Lc 22,53)
Todos sabemos lo que eso significa. Todos nosotros tenemos momentos en los que sentimos que nuestro mundo se desploma y en los que, como dice el Libro de las Lamentaciones, todo lo que podemos hacer es morder el polvo y esperar. Esperar… ¿qué? Esperar que las tinieblas y la muerte tengan su hora, esperar (como dice Mateo en su relato de la Pasión) que la cortina del templo se rasgue de arriba abajo, que la tierra tiemble, que las rocas se agrieten y se partan, y que las tumbas se abran… para mostrarnos que están vacías.
Una de las personas que expresaban sus sentimientos era una muchacha joven quien, cuando niña, había presenciado el asesinato de su propia madre a manos de un pretendiente celoso. Mirando atrás y recordando la muerte de su madre, ella sentía -incapaz de expresarlo en palabras- que de alguna manera la sangre de su madre estaba conectada con la sangre que Jesús derramó el Viernes Santo y que la muerte del mismo Jesús, también injusta, de alguna manera daba dignidad a la muerte de su madre.
Su intuición es buena. Hay una conexión, aunque nos falten palabras para expresarlo, entre lo que Jesús probó el Viernes Santo y lo que cualquier persona siente cuando es injustamente victimizada. Todos nosotros tenemos nuestros propios Viernes Santos y no están desconectados de lo que sucedió en el Calvario hace dos mil años. Ciertamente, lo que Jesús experimentó el Viernes Santo es, como dijo esa joven, lo que nos da dignidad cuando probamos la sangre de la humillación, de la soledad, de la impotencia, del desamparo y de la muerte. ¿Qué es lo que Jesús experimentó el Viernes Santo?
Curiosamente y por raro que parezca, los evangelios no centran su atención en el sufrimiento físico de Jesús (que debió ser horroroso). Lo que ellos resaltan, en cambio, es su sufrimiento emocional y su humillación. Presentan a Jesús como solo, traicionado, incapaz de expresarse, desvalido, víctima de celos y de envidia, moralmente aislado, mofado, incomprendido, despojado y desnudo para hacerle sentir turbación y vergüenza; y, sin embargo, en medio de todo eso, lo presentan como un hombre que se aferra a la cordialidad, a la bondad y al perdón. Con palabras de Lucas, es el Viernes Santo cuando “la tiniebla tiene su hora”. ¿A qué sabe eso?
“Siempre que nos encontramos enfermos, fuera del círculo de salud y vitalidad, solos y en cama, con la seguridad de que, a pesar del amor y del apoyo de la familia y de los amigos, al fin y al cabo somos únicamente nosotros, por nosotros mismos, quienes afrontamos la discapacidad y desfiguración, quienes tenemos que perder una mama u otro órgano en operación quirúrgica, quienes nos enfrentamos con quimioterapia y quizás con la muerte; cuando nos encontramos así solos en medio de todo eso, solos dentro del miedo, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos encontramos solos dentro del deber, forzados por cadenas morales que no podemos explicar, sujetados en nuestra libertad, de forma que se nos ve como demasiado tímidos, demasiado frígidos, con demasiado miedo para asumir nuestras propias vidas; cuando la inocencia y la obligación se ven como una debilidad, cuando una determinada circunstancia nos roba nuestros sueños e ilusiones y cuando lo que querríamos para nosotros mismos tenemos que darlo a otros, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que somos incomprendidos y por eso nos hacen aparecer como débiles, malos, equivocados; cuando tenemos que soportar una incomprensión que nos hace tener mala cara a los ojos de los demás, estamos experimentando lo que Jesús experimentó el Viernes Santo.
Siempre que experimentamos el dolor de no podernos expresar adecuadamente, cuando hay sinfonías en nuestro interior que nunca verán la luz del día porque no podemos expresarnos, cuando sentimos el dolor que surge de saber que la mayor parte de lo mejor de nuestro interior morirá con nosotros, no expresado, aparentemente desaprovechado o echado a perder, estamos experimentando lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Cuando nos percatamos de que somos objeto de envidia, animosidad y amenaza a causa de nuestra fe, de lo que creemos; cuando se interpreta como egoísmo lo que es virtud en nosotros, cuando nos avergüenzan por lo que creemos, cuando lo que es precioso para nosotros se considera ofensivo para otros, estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos encontramos solos y perdidos ante el envejecer, ante la pérdida de la salud, ante la pérdida de atractivo sexual y de nuestro lugar y papel anterior en la vida, y ante la pérdida de la vida misma, estamos experimentando la soledad del morir y estamos sintiendo lo que Jesús sintió el Viernes Santo.
Siempre que nos victimizan injustamente, cuando tenemos que cargar la enfermedad de algún otro, estamos sintiendo lo que Jesús sintió en el Calvario, estamos probando la oscuridad del Viernes Santo.
Cuando probamos toda esa amargura, no tenemos que decir más que lo que dijo Jesús cuando le arrestaron en el Huerto de Getsemaní y le condujeron a la humillación y a la muerte: “¡Pero esta es vuestra hora – el dominio de las tinieblas!” (Lc 22,53)
Todos sabemos lo que eso significa. Todos nosotros tenemos momentos en los que sentimos que nuestro mundo se desploma y en los que, como dice el Libro de las Lamentaciones, todo lo que podemos hacer es morder el polvo y esperar. Esperar… ¿qué? Esperar que las tinieblas y la muerte tengan su hora, esperar (como dice Mateo en su relato de la Pasión) que la cortina del templo se rasgue de arriba abajo, que la tierra tiemble, que las rocas se agrieten y se partan, y que las tumbas se abran… para mostrarnos que están vacías.
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