Notre Dame / Sociedad – Tres historias sobre obispos tienen su escenario en lo que podría llamarse nuestra "era de construcción de la paz" en la Iglesia y en el mundo. El trabajo del Arzobispo John Baptist Odama de Uganda, del Obispo Juan Gerardi de Guatemala y del Obispo Carlos Belo de Timor Oriental ha sido parte de una ola global de esfuerzos por lidiar con las injusticias del pasado para poder construir paz y estabilidad. Estos esfuerzos ocurren en medio de una tercera ola de democratización que ha puesto fin a dictaduras en Europa del Este, América Latina, África y Asia Oriental, después del término de las guerras civiles en lugares tan distintos como Yugoslavia y Mozambique, El Salvador y Cambodia y tras las intervenciones de los Estados Unidos y la OTAN en Irak, Afganistán y Kosovo.
El 14 de julio de 2002, el Arzobispo John Baptist Odama, vestido con toda su indumentaria episcopal, llevó a cabo una difícil caminata a través de los montes de Uganda del norte acompañado por una delegación de líderes religiosos, a fin de visitar el escondite de Joseph Kony, líder del grupo guerrillero Ejército de Resistencia del Señor, cuya guerra de dos décadas contra el gobierno de Uganda ha tenido como resultado la muerte de más de 200.000 personas y el secuestro de miles de niños que son luego obligados a combatir. El safari diplomático de Odama ayudó a establecer negociaciones de paz con la guerrilla. El Arzobispo defiende la reconciliación, oponiéndose a las acusaciones de criminales de guerra de la Corte Penal Internacional, y en vez de ello, apelando a los ugandeses a que perdonen a los criminales –incluyendo a Kony– y que pongan en práctica los tradicionales rituales mato oput de reconciliación que pueden ayudar a reintegrar a los soldados a las comunidades civiles.
Otro Obispo que trabaja por la reconciliación, Juan Gerardi de Guatemala, fue muerto a golpes por oficiales del ejército en el garaje de su casa en Ciudad de Guatemala el 26 de abril de 1998. Su asesinato ocurrió dos días después que hizo entrega del informe del Proyecto por la Recuperación de la Memoria Histórica, que había iniciado en 1995 para poner al descubierto y lograr la sanación tras las atrocidades cometidas durante la guerra civil de Guatemala, que duró una generación entera. El proyecto de recuperación de la memoria histórica era único en el mundo entre los esfuerzos para conocer la verdad por su manera tan personalista de recabar los testimonios, que se hizo mediante varios cientos de animadores, o voluntarios, que se repartieron por los campos para escuchar los relatos de campesinos comunes y corrientes y darles apoyo espiritual y sicológico.
Un tercer Obispo, Carlos Belo de Timor Oriental, ganador del Premio Nobel de la Paz, impulsó la persecución de la responsabilidad penal de los violadores de derechos humanos, especialmente los generales del Ejército de Indonesia que cometieron atrocidades contra los civiles de Timor durante su largo período de ocupación, entre 1975 y 1999. Pero Belo también ha hablado de reconciliación, lo que se ha buscado en Timor Oriental a través de paneles de justicia comunitarios que combinan los relatos de las víctimas y las disculpas y servicios comunitarios que procuran reintegrar a los perpetradores de las atrocidades a sus comunidades.
Tal como atestigua la historia de cada uno de estos obispos, la era de construcción de la paz está cargada de polémicos cuestionamientos acerca de la justicia. ¿Debieran garantizarse amnistía a los principales criminales de guerra en aras de asegurar un acuerdo de paz o la transición a la democracia? ¿Se puede justificar otorgarles amnistía? ¿Debieran las víctimas perdonarlos? ¿Pueden los líderes pedir perdón a nombre de las naciones? ¿Ameritan reparación los representantes de generaciones pasadas? ¿Quién está en deuda con ellos? La pregunta subyacente es la siguiente: ¿En qué consiste la justicia después que ha sido masivamente saqueada?
ENSEÑANDO RECONCILIACIÓN
En las últimas décadas se han creado más de 30 Comisiones de Verdad. Se han establecido dos tribunales internacionales y se ha creado una Corte Penal Internacional permanente. Ha habido una combinación sin precedentes de iniciativas de reparación social tanto oficiales como de parte de la sociedad civil, para lograr la reconciliación y la sanación de los traumas, manifestadas en juicios en tribunales nacionales, leyes para impedir que los culpables lleguen a ocupar cargos públicos, reparaciones, disculpas, museos, monumentos, actos de perdón, rituales tribales tradicionales.
¡Nunca mas! es la principal respuesta a la cuestión de justicia en la comunidad de activistas pro derechos humanos y abogados internacionales. El enjuiciamiento de violadores de derechos humanos y criminales de guerra es su mayor demanda; la Corte Penal Internacional es su mayor logro; el manto de amnistía, común en América Latina durante los ’80, su mayor pesadilla. Sus socios naturales son los gobiernos occidentales y Naciones Unidas, para quienes la construcción de la paz ha significado construir regímenes basados en los derechos humanos, la democracia, el libre mercado y el Estado de Derecho.
No obstante, otras voces han articulado un enfoque alternativo: la reconciliación. Provienen en su gran mayoría de comunidades religiosas e incluyen personajes como los Obispos Odama, Gerardi y Belo. A pesar que habitualmente promueven los derechos humanos y en ocasiones también el castigo, estas voces abogan por relaciones más integrales de reparación de derechos, que involucren una gama más amplia de heridas que las que inflingen la violación de derechos humanos y los crímenes de guerra y que involucra una conjunto más amplio de acciones para curar dichas heridas.
Es perfectamente natural que la Iglesia Católica se interese en la reconciliación. La Eucaristía, que es el sacramento de reconstrucción del acontecimiento a través del cual el pecado, la maldad y la muerte son vencidas y la amistad con Dios y la justicia son restablecidas, está en el origen y la cúspide la vida cristiana. ¿No es acaso la construcción de la paz exactamente una imitación de esta transformación? ¿A acaso una oleada general de sociedades tratando de restablecer la justicia hacen que el momento presente sea propicio para que la Iglesia ofrezca una enseñanza de reconciliación social, de la misma manera que ha ofrecido enseñanzas sobre la guerra, el desarrollo económico y la democracia, en encíclicas pasadas?
Los fundamentos de estas enseñanzas pueden encontrarse en la vida y los escritos del Papa Juan Pablo II. El haber vivido bajo el nazismo y el comunismo en Polonia le enseñó lo necesario de la reconciliación y lo llevó a una devoción personal hacia la misericordia. Ese fue el tema de su segunda encíclica, Rico en misericordia (Dives in Misericordia, 1980), que terminaba con la sorprendente declaración que el perdón y la misericordia puede practicarse en la política, no sólo en las relaciones personales o en el confesionario. Profundizó esta enseñanza en posteriores declaraciones para el Día Mundial de la Paz, culminando en 2002, cuando justo después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, agregó al famoso dictamen del Papa Pablo VI "no hay paz sin justicia", la frase "no hay justicia sin perdón". Benedicto XVI afirmó su propio compromiso con estas enseñanzas en parte al tomar el nombre papal que recuerda al Papa Benedicto XV, que dio profundas muestras de reconciliación durante y después de la Primera Guerra Mundial.
EDIFICAR SOBRE NUEVAS FUNDACIONES
La tarea ahora es la de edificar una nueva ética que pueda hacerse cargo de los dilemas, que plantea esta era de la construcción de la paz en relación a cómo manejar el pasado. Dicha ética podría sostener que la reconciliación es en sí un concepto de justicia. Dicho planteamiento podrá sonar extraño a oídos occidentales, acostumbrados a pensar en la justicia estrictamente en términos de derechos, castigo y distribución de la riqueza. Pero en los textos bíblicos, justicia significa una relación correcta comprensiva entre los miembros de una comunidad y Dios. La reconciliación, que a menudo aparece como concepto en las cartas de Pablo, significa restauración de un estado de relaciones correctas y por lo tanto a un estado de justicia. Fuertes resonancias de este significado pueden encontrarse en Deutero-Isaías, que usa la justicia para describir la restauración integral de Israel por Dios, en última instancia a través de un sufriente siervo mesiánico.
Íntimamente relacionado, está la noción bíblica de paz (shalom o eirene), que conlleva una condición integral de relación correcta y de justicia. Hay otro concepto bíblico que es esencial y al que se puede considerar como una virtud que anima la reconciliación: la misericordia. Tal como la describe Juan Pablo II en Rico en misericordia, "la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre", una virtud amplia y transformadora que se parece a la reconciliación.
Reconciliación como justicia, paz y misericordia, ¿cómo se manifiestan estos conceptos en la política de sociedades en proceso de sanación? A través de la una cartera de seis prácticas que en conjunto tratan una amplia gama de heridas causadas por las injusticias políticas y que, si no se tratan, generan odios, venganzas y más injusticias.
SEIS CAMINOS HACIA LA RECONCILIACIÓN Y LA JUSTICIA
En la primera de estas prácticas, las enseñanzas sociales de la Iglesia convergen íntimamente con los postulados de la comunidad pro derechos humanos: la construcción de instituciones socialmente justas basadas en el Estado de Derecho, derechos humanos y el compromiso de la justicia económica. Las relaciones entre los ciudadanos y los estados que estas instituciones encargan son el objetivo mismo de la reconciliación en el ámbito político y no debieran verse comprometidos por otros aspectos de la reconciliación. Tal era el mensaje de los teólogos sudafricanos negros que escribieron el Documento Kairos en 1985 contra sus colegas de la iglesia que hacían llamados en pro de la reconciliación pero no se manifestaban contra el Apartheid con igual fuerza.
Pero derechos humanos y Estado de Derecho no son suficientes, dadas la enormidad de las heridas de la injusticia. Una de estas heridas es la soledad y el aislamiento que experimentan las víctimas cuando su sufrimiento no es reconocido por la comunidad, una doble violación, como ha dicho el filósofo político sudafricano André du Toit.
Reconocimiento, la segunda práctica de la reconciliación, imita al Dios que escucha los lamentos de los pobres y recuerda el sufrimiento de su pueblo. En el ámbito político, las comisiones de verdad son las instancias que más comúnmente la llevan a cabo, pero también están los sepelios públicos, los monumentos, los museos y la re-escritura de textos de estudio. Cuanto más personal es el reconocimiento, mejor se logra, tal como ha sido establecido por los animadores del Remhi de Guatemala.
La tercera práctica, la reparación, también involucra que el estado otorgue a las víctimas, pero en este caso se trata de un pago material. Si bien la reparación sólo puede alivianar la pérdida económica de manera parcial, su fin más profundo es, igual que con el reconocimiento, que la comunidad política haga un reconocimiento simbólico del sufrimiento de la víctima.
Una cuarta práctica, el castigo, puede parecer fuera de lugar en una ética de la reconciliación. Los debates a nivel global enfrentan la reconciliación con la retribución y el castigo con la misericordia, pero no necesariamente debe ser así. Desde una perspectiva católica, el castigo es la práctica que restaura el shalom. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia afirma su propósito, "por un lado promoviendo la reinserción de la persona condenada en la sociedad; por el otro, amparar una justicia que reconcilie, una justicia capaz de restablecer la armonía en las relaciones sociales, armonía que ha sido violentada por el acto criminal cometido". En el caso de los cerebros de los crímenes de guerra sólo la privación de libertad por largos períodos puede comunicar la gravedad de sus ofensas. No obstante, otros combatientes criminales pueden integrarse nuevamente a sus comunidades a través de foros públicos de restauración, como los que el Obispo Belo promovió en Timor Oriental. Las amnistías, que dejan completamente de lado la reparación, son incompatibles con el castigo justo; sólo debieran aplicarse cuando se demuestra que son necesarias para lograr acuerdos de paz.
El perdón público, la quinta práctica, se está haciendo más y más común en todo el mundo. Ello involucra el arrepentimiento de los perpetradores y también a veces que el Jefe de Estado hable a nombre del Estado. Por ejemplo, después del fin de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, Patricio Aylwin, su Presidente católico, pidió excusas públicas a las miles de víctimas de la tortura de Pinochet, con gran efecto sanador.
El perdón es la sexta y suprema práctica. También es la más dramática, ya que es la víctima quien la inicia, que no sólo renuncia a su propio derecho contra el perpetrador, sino que pone en movimiento una voluntad constructiva para restaurar la relación. Teológicamente, el perdón es la participación en la redención del mundo de parte de Dios –un mundo que incluye a los perpetradores de atrocidades– a través de la cruz. Políticamente, puede ser restauradora, a veces de manera dramática. Eugene de Kock, el más brutal aplicador del Apartheid en Sudáfrica llegó a arrepentirse de su pasado luego de ser perdonado por la esposa de un activista anti-Apartheid a quien él había asesinado. La Iglesia Católica ha alentado a las víctimas a que ejerzan el perdón en numerosos lugares, incluyendo El Salvador, Chile, Irlanda del Norte, Guatemala, Timor Oriental, Uganda y Polonia.
Estas seis prácticas pueden funcionar en conjunto, cada una dirigida a curar una dimensión diferente de las heridas, cada una ejercitando la misericordia hacia la restauración de la paz, y como consecuencia produciendo más grados de justicia. En la política, las prácticas siempre serán incompletas: puestas en peligro por los poderosos, obstaculizadas por las diferencias en lo que se entiende por justicia, sobrecargadas por su delicada complejidad y debilitada por las instituciones políticas que han sido destruidas y sólo parcialmente reconstruidas. También esta parcialidad contiene una dimensión teológica: el pecado original también es un componente de la ética católica de la reconciliación. Pero la fe, en especial cuando está guiada por el Espíritu y se vive como participación en la acción redentora de Dios, también obtiene victorias. En las palabras del poeta irlandés Seamus Heany, incluso en la política, hay momentos en los cuales "la esperanza y la historia riman".
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Daniel Philpott, profesor adjunto del departamento de Ciencia Política y el Kroc Institute for International Peace Studies de University of Notre Dame. Actualmente está escribiendo un libro que se titulará Just and Unjust Peace: An Ethic of Political Reconciliation.
El 14 de julio de 2002, el Arzobispo John Baptist Odama, vestido con toda su indumentaria episcopal, llevó a cabo una difícil caminata a través de los montes de Uganda del norte acompañado por una delegación de líderes religiosos, a fin de visitar el escondite de Joseph Kony, líder del grupo guerrillero Ejército de Resistencia del Señor, cuya guerra de dos décadas contra el gobierno de Uganda ha tenido como resultado la muerte de más de 200.000 personas y el secuestro de miles de niños que son luego obligados a combatir. El safari diplomático de Odama ayudó a establecer negociaciones de paz con la guerrilla. El Arzobispo defiende la reconciliación, oponiéndose a las acusaciones de criminales de guerra de la Corte Penal Internacional, y en vez de ello, apelando a los ugandeses a que perdonen a los criminales –incluyendo a Kony– y que pongan en práctica los tradicionales rituales mato oput de reconciliación que pueden ayudar a reintegrar a los soldados a las comunidades civiles.
Otro Obispo que trabaja por la reconciliación, Juan Gerardi de Guatemala, fue muerto a golpes por oficiales del ejército en el garaje de su casa en Ciudad de Guatemala el 26 de abril de 1998. Su asesinato ocurrió dos días después que hizo entrega del informe del Proyecto por la Recuperación de la Memoria Histórica, que había iniciado en 1995 para poner al descubierto y lograr la sanación tras las atrocidades cometidas durante la guerra civil de Guatemala, que duró una generación entera. El proyecto de recuperación de la memoria histórica era único en el mundo entre los esfuerzos para conocer la verdad por su manera tan personalista de recabar los testimonios, que se hizo mediante varios cientos de animadores, o voluntarios, que se repartieron por los campos para escuchar los relatos de campesinos comunes y corrientes y darles apoyo espiritual y sicológico.
Un tercer Obispo, Carlos Belo de Timor Oriental, ganador del Premio Nobel de la Paz, impulsó la persecución de la responsabilidad penal de los violadores de derechos humanos, especialmente los generales del Ejército de Indonesia que cometieron atrocidades contra los civiles de Timor durante su largo período de ocupación, entre 1975 y 1999. Pero Belo también ha hablado de reconciliación, lo que se ha buscado en Timor Oriental a través de paneles de justicia comunitarios que combinan los relatos de las víctimas y las disculpas y servicios comunitarios que procuran reintegrar a los perpetradores de las atrocidades a sus comunidades.
Tal como atestigua la historia de cada uno de estos obispos, la era de construcción de la paz está cargada de polémicos cuestionamientos acerca de la justicia. ¿Debieran garantizarse amnistía a los principales criminales de guerra en aras de asegurar un acuerdo de paz o la transición a la democracia? ¿Se puede justificar otorgarles amnistía? ¿Debieran las víctimas perdonarlos? ¿Pueden los líderes pedir perdón a nombre de las naciones? ¿Ameritan reparación los representantes de generaciones pasadas? ¿Quién está en deuda con ellos? La pregunta subyacente es la siguiente: ¿En qué consiste la justicia después que ha sido masivamente saqueada?
ENSEÑANDO RECONCILIACIÓN
En las últimas décadas se han creado más de 30 Comisiones de Verdad. Se han establecido dos tribunales internacionales y se ha creado una Corte Penal Internacional permanente. Ha habido una combinación sin precedentes de iniciativas de reparación social tanto oficiales como de parte de la sociedad civil, para lograr la reconciliación y la sanación de los traumas, manifestadas en juicios en tribunales nacionales, leyes para impedir que los culpables lleguen a ocupar cargos públicos, reparaciones, disculpas, museos, monumentos, actos de perdón, rituales tribales tradicionales.
¡Nunca mas! es la principal respuesta a la cuestión de justicia en la comunidad de activistas pro derechos humanos y abogados internacionales. El enjuiciamiento de violadores de derechos humanos y criminales de guerra es su mayor demanda; la Corte Penal Internacional es su mayor logro; el manto de amnistía, común en América Latina durante los ’80, su mayor pesadilla. Sus socios naturales son los gobiernos occidentales y Naciones Unidas, para quienes la construcción de la paz ha significado construir regímenes basados en los derechos humanos, la democracia, el libre mercado y el Estado de Derecho.
No obstante, otras voces han articulado un enfoque alternativo: la reconciliación. Provienen en su gran mayoría de comunidades religiosas e incluyen personajes como los Obispos Odama, Gerardi y Belo. A pesar que habitualmente promueven los derechos humanos y en ocasiones también el castigo, estas voces abogan por relaciones más integrales de reparación de derechos, que involucren una gama más amplia de heridas que las que inflingen la violación de derechos humanos y los crímenes de guerra y que involucra una conjunto más amplio de acciones para curar dichas heridas.
Es perfectamente natural que la Iglesia Católica se interese en la reconciliación. La Eucaristía, que es el sacramento de reconstrucción del acontecimiento a través del cual el pecado, la maldad y la muerte son vencidas y la amistad con Dios y la justicia son restablecidas, está en el origen y la cúspide la vida cristiana. ¿No es acaso la construcción de la paz exactamente una imitación de esta transformación? ¿A acaso una oleada general de sociedades tratando de restablecer la justicia hacen que el momento presente sea propicio para que la Iglesia ofrezca una enseñanza de reconciliación social, de la misma manera que ha ofrecido enseñanzas sobre la guerra, el desarrollo económico y la democracia, en encíclicas pasadas?
Los fundamentos de estas enseñanzas pueden encontrarse en la vida y los escritos del Papa Juan Pablo II. El haber vivido bajo el nazismo y el comunismo en Polonia le enseñó lo necesario de la reconciliación y lo llevó a una devoción personal hacia la misericordia. Ese fue el tema de su segunda encíclica, Rico en misericordia (Dives in Misericordia, 1980), que terminaba con la sorprendente declaración que el perdón y la misericordia puede practicarse en la política, no sólo en las relaciones personales o en el confesionario. Profundizó esta enseñanza en posteriores declaraciones para el Día Mundial de la Paz, culminando en 2002, cuando justo después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, agregó al famoso dictamen del Papa Pablo VI "no hay paz sin justicia", la frase "no hay justicia sin perdón". Benedicto XVI afirmó su propio compromiso con estas enseñanzas en parte al tomar el nombre papal que recuerda al Papa Benedicto XV, que dio profundas muestras de reconciliación durante y después de la Primera Guerra Mundial.
EDIFICAR SOBRE NUEVAS FUNDACIONES
La tarea ahora es la de edificar una nueva ética que pueda hacerse cargo de los dilemas, que plantea esta era de la construcción de la paz en relación a cómo manejar el pasado. Dicha ética podría sostener que la reconciliación es en sí un concepto de justicia. Dicho planteamiento podrá sonar extraño a oídos occidentales, acostumbrados a pensar en la justicia estrictamente en términos de derechos, castigo y distribución de la riqueza. Pero en los textos bíblicos, justicia significa una relación correcta comprensiva entre los miembros de una comunidad y Dios. La reconciliación, que a menudo aparece como concepto en las cartas de Pablo, significa restauración de un estado de relaciones correctas y por lo tanto a un estado de justicia. Fuertes resonancias de este significado pueden encontrarse en Deutero-Isaías, que usa la justicia para describir la restauración integral de Israel por Dios, en última instancia a través de un sufriente siervo mesiánico.
Íntimamente relacionado, está la noción bíblica de paz (shalom o eirene), que conlleva una condición integral de relación correcta y de justicia. Hay otro concepto bíblico que es esencial y al que se puede considerar como una virtud que anima la reconciliación: la misericordia. Tal como la describe Juan Pablo II en Rico en misericordia, "la misericordia se manifiesta en su aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre", una virtud amplia y transformadora que se parece a la reconciliación.
Reconciliación como justicia, paz y misericordia, ¿cómo se manifiestan estos conceptos en la política de sociedades en proceso de sanación? A través de la una cartera de seis prácticas que en conjunto tratan una amplia gama de heridas causadas por las injusticias políticas y que, si no se tratan, generan odios, venganzas y más injusticias.
SEIS CAMINOS HACIA LA RECONCILIACIÓN Y LA JUSTICIA
En la primera de estas prácticas, las enseñanzas sociales de la Iglesia convergen íntimamente con los postulados de la comunidad pro derechos humanos: la construcción de instituciones socialmente justas basadas en el Estado de Derecho, derechos humanos y el compromiso de la justicia económica. Las relaciones entre los ciudadanos y los estados que estas instituciones encargan son el objetivo mismo de la reconciliación en el ámbito político y no debieran verse comprometidos por otros aspectos de la reconciliación. Tal era el mensaje de los teólogos sudafricanos negros que escribieron el Documento Kairos en 1985 contra sus colegas de la iglesia que hacían llamados en pro de la reconciliación pero no se manifestaban contra el Apartheid con igual fuerza.
Pero derechos humanos y Estado de Derecho no son suficientes, dadas la enormidad de las heridas de la injusticia. Una de estas heridas es la soledad y el aislamiento que experimentan las víctimas cuando su sufrimiento no es reconocido por la comunidad, una doble violación, como ha dicho el filósofo político sudafricano André du Toit.
Reconocimiento, la segunda práctica de la reconciliación, imita al Dios que escucha los lamentos de los pobres y recuerda el sufrimiento de su pueblo. En el ámbito político, las comisiones de verdad son las instancias que más comúnmente la llevan a cabo, pero también están los sepelios públicos, los monumentos, los museos y la re-escritura de textos de estudio. Cuanto más personal es el reconocimiento, mejor se logra, tal como ha sido establecido por los animadores del Remhi de Guatemala.
La tercera práctica, la reparación, también involucra que el estado otorgue a las víctimas, pero en este caso se trata de un pago material. Si bien la reparación sólo puede alivianar la pérdida económica de manera parcial, su fin más profundo es, igual que con el reconocimiento, que la comunidad política haga un reconocimiento simbólico del sufrimiento de la víctima.
Una cuarta práctica, el castigo, puede parecer fuera de lugar en una ética de la reconciliación. Los debates a nivel global enfrentan la reconciliación con la retribución y el castigo con la misericordia, pero no necesariamente debe ser así. Desde una perspectiva católica, el castigo es la práctica que restaura el shalom. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia afirma su propósito, "por un lado promoviendo la reinserción de la persona condenada en la sociedad; por el otro, amparar una justicia que reconcilie, una justicia capaz de restablecer la armonía en las relaciones sociales, armonía que ha sido violentada por el acto criminal cometido". En el caso de los cerebros de los crímenes de guerra sólo la privación de libertad por largos períodos puede comunicar la gravedad de sus ofensas. No obstante, otros combatientes criminales pueden integrarse nuevamente a sus comunidades a través de foros públicos de restauración, como los que el Obispo Belo promovió en Timor Oriental. Las amnistías, que dejan completamente de lado la reparación, son incompatibles con el castigo justo; sólo debieran aplicarse cuando se demuestra que son necesarias para lograr acuerdos de paz.
El perdón público, la quinta práctica, se está haciendo más y más común en todo el mundo. Ello involucra el arrepentimiento de los perpetradores y también a veces que el Jefe de Estado hable a nombre del Estado. Por ejemplo, después del fin de la dictadura de Augusto Pinochet en Chile, Patricio Aylwin, su Presidente católico, pidió excusas públicas a las miles de víctimas de la tortura de Pinochet, con gran efecto sanador.
El perdón es la sexta y suprema práctica. También es la más dramática, ya que es la víctima quien la inicia, que no sólo renuncia a su propio derecho contra el perpetrador, sino que pone en movimiento una voluntad constructiva para restaurar la relación. Teológicamente, el perdón es la participación en la redención del mundo de parte de Dios –un mundo que incluye a los perpetradores de atrocidades– a través de la cruz. Políticamente, puede ser restauradora, a veces de manera dramática. Eugene de Kock, el más brutal aplicador del Apartheid en Sudáfrica llegó a arrepentirse de su pasado luego de ser perdonado por la esposa de un activista anti-Apartheid a quien él había asesinado. La Iglesia Católica ha alentado a las víctimas a que ejerzan el perdón en numerosos lugares, incluyendo El Salvador, Chile, Irlanda del Norte, Guatemala, Timor Oriental, Uganda y Polonia.
Estas seis prácticas pueden funcionar en conjunto, cada una dirigida a curar una dimensión diferente de las heridas, cada una ejercitando la misericordia hacia la restauración de la paz, y como consecuencia produciendo más grados de justicia. En la política, las prácticas siempre serán incompletas: puestas en peligro por los poderosos, obstaculizadas por las diferencias en lo que se entiende por justicia, sobrecargadas por su delicada complejidad y debilitada por las instituciones políticas que han sido destruidas y sólo parcialmente reconstruidas. También esta parcialidad contiene una dimensión teológica: el pecado original también es un componente de la ética católica de la reconciliación. Pero la fe, en especial cuando está guiada por el Espíritu y se vive como participación en la acción redentora de Dios, también obtiene victorias. En las palabras del poeta irlandés Seamus Heany, incluso en la política, hay momentos en los cuales "la esperanza y la historia riman".
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Daniel Philpott, profesor adjunto del departamento de Ciencia Política y el Kroc Institute for International Peace Studies de University of Notre Dame. Actualmente está escribiendo un libro que se titulará Just and Unjust Peace: An Ethic of Political Reconciliation.
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