Por Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
En un número reciente de la revista TIME apareció un trabajo de James Poniewozik sobre por qué hoy los artistas, al menos en su materia, tienden a fijarse más en la infelicidad y desgracia que en la felicidad. Los artistas exploran emociones, y recientemente, como él lo explica, están optando generalmente por explorar las emociones que nos hacen sentir fatales. La alegría ya no es de ninguna manera su modelo. Ha pasado ya mucho tiempo desde que alguien (Bach) produjo una pieza musical maestra y la llamó: “Una Oda a la Alegría”. Quizás León Tolstoy habló como portavoz del arte moderno cuando dijo: “Todas las familias felices son iguales”, implicando que son familias aburridas, mientras que las infelices no lo son.
¿Por qué? ¿Qué hay detrás de esto? ¿Acaso hay una profundidad especial en la desgracia o infelicidad? ¿Es acaso más interesante lo quebrado que lo entero? ¿ Es acaso la infelicidad más bella que la felicidad? ¿Por qué hay tantos artistas escépticos acerca de la alegría?
Poniewozik sospecha que el problema no consiste en que los artistas sean escépticos acerca de la alegría, sino que reaccionan estéticamente, como se debe, a todo lo que es demasiado dulzarrón, a los millones y millones de sonrisas superficiales y no solicitadas que nos saludan desde cada pasquín o valla publicitaria, de cada página de revista ilustrada y de cada anuncio televisivo. Todas y cada una de las personas que vemos ahí están sonriendo, en perfecta salud, con dentadura perfecta, cabello perfecto, familia perfecta, sugiriendo una vida perfecta debajo de todas esas apariencias.
La felicidad se muestra tan fácil, al menos así lo parecería, realmente sin esfuerzo; todas las luchas profundas de nuestro espíritu se pueden dejar a un lado y esquivar simplemente usando el correcto jabón de lavar, comiendo hamburguesas bajas en carbohidratos, eligiendo el shampoo y el maquillaje correctos, portando el celular (móvil) correcto, haciendo la selección de vino correcta y conduciendo el coche (carro) correcto. El aire mismo que inhalamos sugiere que, ya que todos los demás seres humanos están sonriendo y son felices, realmente no hay excusa para sentir la pesadez que interiormente experimentamos.
Pero cuando se promete la felicidad de esta forma tan fácil -afirma Poniewozik-, alguien tiene que decir que es correcto sentirse infeliz y desgraciado y no estar sonriendo sin parar todo el tiempo.
Anteriormente, la Iglesia hizo eso precisamente. Tenía símbolos religiosos (Cuaresma, ceniza, ayuno, limosna, penitencia) que nos recordaban cada día que vivíamos en un mundo destrozado, en medio de sueños fracturados, que la vida era una lucha, que era difícil conseguir la felicidad, que éramos siempre vulnerables, que la muerte representaba una constante amenaza. La religión nos hizo conscientes de que la humanidad había caído en desgracia, que éramos desdichados, necesitados de la ayuda de Dios, que estábamos aquí en la tierra como peregrinos sin casa auténtica, que teníamos que esperar para conseguir la verdadera alegría, que lo sublime llegaba solamente después de una penosa sublimación y que vivíamos en “un valle de lágrimas” en el que no deberíamos tener demasiadas expectaciones.
Sin embargo, mucho de esto suena hoy como bastante morboso, en una cultura en la que precisamente predomina la promesa de una felicidad fácil de lograr, de sonrisas fáciles y de conseguir la sinfonía completa aquí y ahora, sin sublimación alguna. Cuando la felicidad parece tan fácil ¿cómo, podemos entonar una canción que proclame que la divina dulzura se asienta en el sentimiento de que Dios puede salvar a “desgraciados” como nosotros? Así no es de extrañar que ofrezcamos resistencia a palabras como pecado, sentirse indigno, purgatorio, muerte.
Si la belleza, la felicidad y el amor fueran tan sencillos y fáciles como sugiere engañosamente el último anuncio comercial de la televisión, ¿por qué, como el profeta Isaías, habría de sentirme tan indigno de ellos que hubiera de desear purificarme a mí mismo con un carbón ardiendo?
Pero, y aquí está la verdadera cuestión, cuando ya no me veo a mí mismo como un peregrino en un mundo caído y venido a menos, como un “des-graciado” necesitado de la gracia, y como viviendo en un “valle de lágrimas”, entonces no se me permite sentirme moralmente infeliz y desgraciado, sentir como si yo me hubiera perdido la oportunidad de mi vida. Tampoco se me permite quedarme solo una noche de viernes, sin un alma gemela al lado, solitario, herido por relaciones rotas, atrapado dentro de una familia que no funciona, frustrado dentro de una iglesia que está lejos de ser perfecta, sin buena salud e intentando encontrar felicidad con un cuerpo imperfecto o con un empleo igualmente imperfecto.
Hoy muchos de nuestros artistas nos ofrecen lo que la Iglesia solía hacer, es decir, nos están diciendo que está bien no sentirnos felices siempre y que, si nos esforzamos por estar sonriendo constantemente, estamos probablemente negándonos a nosotros mismos, porque la vida no es así de fácil y sencilla, la alegría se nos escurre y quizás podamos encontrarla solamente en lugares donde no la hemos estado buscando últimamente.
Hay muchas razones por las que los artistas tienden a centrarse en lo que resulta desgraciado e infeliz.
En parte se debe al temperamento artístico mismo, a su hipersensibilidad, a su atormentada complejidad, a su capacidad de dar nombre a lo que yace debajo de la superficie, a su sensibilidad para percibir cómo la belleza se revela a sí misma (“Así es cómo la luz penetra”) a través de las grietas de nuestro destrozo personal. En parte también -y esto es menos halagüeño-, es pura arrogancia, elitismo, un intelectualismo condescendiente que puede montar fácilmente una ideología partiendo de de la infelicidad, porque cree secretamente que las alegrías ordinarias y los anuncios comerciales de lavandería están por debajo de su dignidad.
Pero en parte también la postura de los artistas es una actitud que ve a la vida con suficiente profundidad como para entender que la felicidad no es cosa fácil, que una sonrisa auténtica habría de brotar motivada por algo más que, justamente, la correcta pasta de dientes, que hay problemas que no pueden resolverse por un “software” de última hora, que en la vida hay también etapas de soledad y que la honestidad nos obliga a admitir que no siempre podemos andar por el mundo sonrientes y felices.
¿Por qué? ¿Qué hay detrás de esto? ¿Acaso hay una profundidad especial en la desgracia o infelicidad? ¿Es acaso más interesante lo quebrado que lo entero? ¿ Es acaso la infelicidad más bella que la felicidad? ¿Por qué hay tantos artistas escépticos acerca de la alegría?
Poniewozik sospecha que el problema no consiste en que los artistas sean escépticos acerca de la alegría, sino que reaccionan estéticamente, como se debe, a todo lo que es demasiado dulzarrón, a los millones y millones de sonrisas superficiales y no solicitadas que nos saludan desde cada pasquín o valla publicitaria, de cada página de revista ilustrada y de cada anuncio televisivo. Todas y cada una de las personas que vemos ahí están sonriendo, en perfecta salud, con dentadura perfecta, cabello perfecto, familia perfecta, sugiriendo una vida perfecta debajo de todas esas apariencias.
La felicidad se muestra tan fácil, al menos así lo parecería, realmente sin esfuerzo; todas las luchas profundas de nuestro espíritu se pueden dejar a un lado y esquivar simplemente usando el correcto jabón de lavar, comiendo hamburguesas bajas en carbohidratos, eligiendo el shampoo y el maquillaje correctos, portando el celular (móvil) correcto, haciendo la selección de vino correcta y conduciendo el coche (carro) correcto. El aire mismo que inhalamos sugiere que, ya que todos los demás seres humanos están sonriendo y son felices, realmente no hay excusa para sentir la pesadez que interiormente experimentamos.
Pero cuando se promete la felicidad de esta forma tan fácil -afirma Poniewozik-, alguien tiene que decir que es correcto sentirse infeliz y desgraciado y no estar sonriendo sin parar todo el tiempo.
Anteriormente, la Iglesia hizo eso precisamente. Tenía símbolos religiosos (Cuaresma, ceniza, ayuno, limosna, penitencia) que nos recordaban cada día que vivíamos en un mundo destrozado, en medio de sueños fracturados, que la vida era una lucha, que era difícil conseguir la felicidad, que éramos siempre vulnerables, que la muerte representaba una constante amenaza. La religión nos hizo conscientes de que la humanidad había caído en desgracia, que éramos desdichados, necesitados de la ayuda de Dios, que estábamos aquí en la tierra como peregrinos sin casa auténtica, que teníamos que esperar para conseguir la verdadera alegría, que lo sublime llegaba solamente después de una penosa sublimación y que vivíamos en “un valle de lágrimas” en el que no deberíamos tener demasiadas expectaciones.
Sin embargo, mucho de esto suena hoy como bastante morboso, en una cultura en la que precisamente predomina la promesa de una felicidad fácil de lograr, de sonrisas fáciles y de conseguir la sinfonía completa aquí y ahora, sin sublimación alguna. Cuando la felicidad parece tan fácil ¿cómo, podemos entonar una canción que proclame que la divina dulzura se asienta en el sentimiento de que Dios puede salvar a “desgraciados” como nosotros? Así no es de extrañar que ofrezcamos resistencia a palabras como pecado, sentirse indigno, purgatorio, muerte.
Si la belleza, la felicidad y el amor fueran tan sencillos y fáciles como sugiere engañosamente el último anuncio comercial de la televisión, ¿por qué, como el profeta Isaías, habría de sentirme tan indigno de ellos que hubiera de desear purificarme a mí mismo con un carbón ardiendo?
Pero, y aquí está la verdadera cuestión, cuando ya no me veo a mí mismo como un peregrino en un mundo caído y venido a menos, como un “des-graciado” necesitado de la gracia, y como viviendo en un “valle de lágrimas”, entonces no se me permite sentirme moralmente infeliz y desgraciado, sentir como si yo me hubiera perdido la oportunidad de mi vida. Tampoco se me permite quedarme solo una noche de viernes, sin un alma gemela al lado, solitario, herido por relaciones rotas, atrapado dentro de una familia que no funciona, frustrado dentro de una iglesia que está lejos de ser perfecta, sin buena salud e intentando encontrar felicidad con un cuerpo imperfecto o con un empleo igualmente imperfecto.
Hoy muchos de nuestros artistas nos ofrecen lo que la Iglesia solía hacer, es decir, nos están diciendo que está bien no sentirnos felices siempre y que, si nos esforzamos por estar sonriendo constantemente, estamos probablemente negándonos a nosotros mismos, porque la vida no es así de fácil y sencilla, la alegría se nos escurre y quizás podamos encontrarla solamente en lugares donde no la hemos estado buscando últimamente.
Hay muchas razones por las que los artistas tienden a centrarse en lo que resulta desgraciado e infeliz.
En parte se debe al temperamento artístico mismo, a su hipersensibilidad, a su atormentada complejidad, a su capacidad de dar nombre a lo que yace debajo de la superficie, a su sensibilidad para percibir cómo la belleza se revela a sí misma (“Así es cómo la luz penetra”) a través de las grietas de nuestro destrozo personal. En parte también -y esto es menos halagüeño-, es pura arrogancia, elitismo, un intelectualismo condescendiente que puede montar fácilmente una ideología partiendo de de la infelicidad, porque cree secretamente que las alegrías ordinarias y los anuncios comerciales de lavandería están por debajo de su dignidad.
Pero en parte también la postura de los artistas es una actitud que ve a la vida con suficiente profundidad como para entender que la felicidad no es cosa fácil, que una sonrisa auténtica habría de brotar motivada por algo más que, justamente, la correcta pasta de dientes, que hay problemas que no pueden resolverse por un “software” de última hora, que en la vida hay también etapas de soledad y que la honestidad nos obliga a admitir que no siempre podemos andar por el mundo sonrientes y felices.
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