Por A. Pronzato
2 Reyes 4, 42-44 / Efesios 4, 1-16
Juan 6, 1-15
Bajo la sombrilla
Había mucha arena caliente, debajo de nuestras espaldas, si bien cada uno de nosotros, dada la concurrencia, podía disponer sólo de un minúsculo trozo de terreno. Qué contraste con la observación del evangelio: «había mucha hierba en aquel sitio...». Aquí había solamente latas, cacharros, colillas y papeles sueltos.
Me gusta el mar, aunque prefiero caminar por los senderos de la montaña, pero no soporto la vida en la playa, bajo la sombrilla.
Sería la ocasión propicia para leer algún buen libro, si no fuera por el ruido, reforzado por los aparatos de radio vomitando música y canciones descaradas, por no hablar de los permanentes móviles petulantes («¡ah!, aquí hace un tiempo hermosísimo, un sol que abrasa, un mar que no te digo... ¿Y ahí?...»), que impide la mínima concentración.
Solamente vengo por no dejar sola a mi mujer, que anda con problemas de huesos, y para eso los rayos ultravioleta —dice—son beneficiosos. Yo, además, figúrate, no soy capaz de nadar, ni siquiera logro flotar.
En la playa se consume palabrería en cantidad desproporcionada, además de vagones de cremas y pomadas, y barriles de aceites bronceadores.
El domingo, a la hora de misa, hemos recogido nuestras toallas y dejado la compañía, no excesivamente agradable, moreneándose al sol. También algunos otros se han levantado abandonando la tumbona, pero para acercarse al quiosco y tomar un bocadillo y mojar los labios en la espuma de un gran vaso lleno de cerveza helada.
En el hall del hotel estaba el horario de las misas, pero los clientes parecían más interesados por los programas de las excursiones y de las diversiones.
Desproporción entre oferta y demanda
La iglesia estaba discretamente llena, pero la gente, casi toda, era del lugar, al menos los no empleados en el sector turístico y hotelero.
El cura, que se enjugaba continuamente el sudor de la frente y de los labios, se ha limitado a comentar, un poco rápidamente (en lugares de mar, evidentemente, los doce minutos canónicos se reducen a ocho), la primera lectura (donde la lectora se trabucaba en la remota localidad de Bal-Salisá, convirtiéndola en Baal-Saliva, sin que nadie pusiese objeciones), y el texto del evangelio. Hablaba de pan y de gentes a quienes quitar el hambre.
«¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?».
Yo pensaba en todos aquellos individuos amontonados en la playa, en aquellos cuerpos tirados sobre las tumbonas. Me preguntaba: ¿y si la gente no quiere saber nada de comida?... ¿dónde es posible comprar el hambre que cada día escasea más?... ¿qué hacemos, no de las sobras, sino del excesivo pan que ha quedado intacto?...
En la primera lectura se subrayaba una cierta desproporción entre las cien personas y los veinte panes de cebada y grano reciente que se habían puesto a disposición. Todavía más marcada la desproporción del evangelio: cinco panes de cebada y un par de peces y cinco mil personas que no tenían nada que llevarse a la boca.
Hoy, en el campo religioso, hay una desproporción abismal entre oferta, abundante y normalmente de buena calidad, y la demanda encogida, desganada.
Los cinco panes del muchacho, no digo los veinte que aparecen en la historia de Eliseo, en muchos casos resultan más que suficientes.
En las puertas de algunas iglesias de ciudad veo listas kilométricas de misas dominicales y vespertinas, casi sin solución de continuidad. Se hacen la ilusión de excitar el apetito multiplicando los panes. Pero sigue la inapetencia de la mayor parte de la gente. La anorexia espiritual se está convirtiendo en un fenómeno cada vez más preocupante, con quiebras vertiginosas en el mundo juvenil.
Se elaboran planes pastorales grandiosos, con enormes despliegues de medios. Para el jubileo del año dos mil se pusieron en el calendario celebraciones tan apretadas como para dar vértigo.
Pero el problema se examina en sus causas: ¿cómo suscitar el hambre, cómo avivar las ganas de otro pan?
Sí, ¿dónde comprar o, mejor, producir el hambre? ¿cómo suscitar la nostalgia de Dios en gente que se preocupa de los tintes y otras tonterías?
El cura ni siquiera ha planteado la cuestión que me atormentaba, y ha cogido tranquilamente el camino del tercer mundo. Ha denunciado el escándalo de la muerte por desnutrición de centenares de millones de niños. Un problema por supuesto trágico, una situación inmoral, que ciertamente no podemos eludir. Pero mi problema era otro y se refería al inmenso «tercer mundo del espíritu» que alarga cada vez más sus confines en nuestra sociedad tan progresista.
El hambre material se deja sentir. Un alma exhausta, herida de inanición, debilitada, no lanza señales de alarma; por eso uno puede continuar tirado bajo la sombrilla y dejarse tostar por el sol. El quiosco de los bocadillos y las bebidas refrescantes resuelven todos los problemas.
Conversaciones a alto nivel religioso...
Por la tarde, en el salón del hotel, he captado algunos retazos de conversación entre señoras sepultadas en unos cómodos butacones: esencialmente problemas de línea y de peso. «Mirad, cuando me he puesto en la balanza, me he pegado un susto...». «Deberías probar tú también, al principio es un poco duro, pero después uno se acostumbra y ya ni se entera». «Ahora el único inconveniente que tengo es el de rehacer el guardarropa... Bailo dentro de mis vestidos». «Si quieres te doy la dirección de un médico que ha inventado una dieta milagrosa, y que no obliga siquiera a demasiadas renuncias. También mi cuñada que, pobrecilla, tenía problemas de celulitis...».
Una de la camarilla ha apostillado: «Hasta los curas dicen que el ayuno hace bien». La conversación se estaba desplazando hacia el plano religioso y yo levanté las antenas.
Una bronceadísima setentona confiaba: «Yo, este invierno, he participado en un curso de meditación trascendental, en un convento de frailes, y tengo que deciros que ha sido una experiencia que me ha marcado profundamente... ¡Bah! la cocina era pésima, no tenía nada que ver con la de algunas monjas; menos mal que cerca había una pizzería...».
Otra sentenciaba: «Hay que reconocer que los curas, con tal de que no hablen de asuntos de amor y de sexo, un campo en el que se han quedado parados en la edad media y en el cinturón de castidad, de ciertas cosas entienden y emprenden siempre iniciativas interesantes. En nuestra parroquia, por ejemplo, cuando se organiza una canasta de beneficencia...».
Terciaba una amiga: «Pero mi hijo, que ha estudiado en los salesianos, ahora no quiere saber nada de misas. Dice que se avergüenza ante sus compañeros. Yo, sin embargo, apenas se me presenta la ocasión, entro siempre en la iglesia a rezar una salve ante la imagen de la Virgen. Cuando no logro encontrar una criada decente, enciendo una vela a santa Rita, ¿y lo creeréis? me llegó esa polaca, un poco basta pero fiable...».
Otra contaba: «He estado en Medgiugorje, y os aseguro que en mi vida había sentido una emoción tan fuerte...».
Y la vecina, aprovechando la ocasión: «A propósito de viajes, ¿queréis saber lo que le ha pasado a una amiga mía muy querida que viajó a las Islas Mauricio en año nuevo?...».
Me he desentendido de la conversación.
En aquel ambiente, bastante representativo, si hubiese pasado el muchacho del evangelio ofreciendo el contenido de su cesto con el desayuno, no hubiera logrado colocar ni siquiera uno de los panes de cebada. Esa es gente que se contenta con masticar aire frito, mezclado con un poco de humo de velas.
No es cuestión de tintes
Antes de ir a la cama, hojeando el inevitable libro de Giovannino Guareschi que está sobre la mesilla (a propósito: don Camilo, aparte de alguna que otra intemperancia verbal y suelta de manos, algún bocado de pan genuino lograba hacerlo tragar hasta a alguno de los descreídos reacios), he pensado en la frase de Pablo que había captado en la segunda lectura: «Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor...».
Me he preguntado: ¿pero esos productos —humildad, amabilidad, comprensión, aguante mutuo— se pueden proponer todavía en el panorama cristiano de hoy?
He concluido que sí. Con tal de que no se tenga miedo a parecer desfasados respecto a las modas y con tal de que se trate de comportamientos habituales, y no de un tinte superficial destinado a blanquearse al contacto con la vida real.
Juan 6, 1-15
Bajo la sombrilla
Había mucha arena caliente, debajo de nuestras espaldas, si bien cada uno de nosotros, dada la concurrencia, podía disponer sólo de un minúsculo trozo de terreno. Qué contraste con la observación del evangelio: «había mucha hierba en aquel sitio...». Aquí había solamente latas, cacharros, colillas y papeles sueltos.
Me gusta el mar, aunque prefiero caminar por los senderos de la montaña, pero no soporto la vida en la playa, bajo la sombrilla.
Sería la ocasión propicia para leer algún buen libro, si no fuera por el ruido, reforzado por los aparatos de radio vomitando música y canciones descaradas, por no hablar de los permanentes móviles petulantes («¡ah!, aquí hace un tiempo hermosísimo, un sol que abrasa, un mar que no te digo... ¿Y ahí?...»), que impide la mínima concentración.
Solamente vengo por no dejar sola a mi mujer, que anda con problemas de huesos, y para eso los rayos ultravioleta —dice—son beneficiosos. Yo, además, figúrate, no soy capaz de nadar, ni siquiera logro flotar.
En la playa se consume palabrería en cantidad desproporcionada, además de vagones de cremas y pomadas, y barriles de aceites bronceadores.
El domingo, a la hora de misa, hemos recogido nuestras toallas y dejado la compañía, no excesivamente agradable, moreneándose al sol. También algunos otros se han levantado abandonando la tumbona, pero para acercarse al quiosco y tomar un bocadillo y mojar los labios en la espuma de un gran vaso lleno de cerveza helada.
En el hall del hotel estaba el horario de las misas, pero los clientes parecían más interesados por los programas de las excursiones y de las diversiones.
Desproporción entre oferta y demanda
La iglesia estaba discretamente llena, pero la gente, casi toda, era del lugar, al menos los no empleados en el sector turístico y hotelero.
El cura, que se enjugaba continuamente el sudor de la frente y de los labios, se ha limitado a comentar, un poco rápidamente (en lugares de mar, evidentemente, los doce minutos canónicos se reducen a ocho), la primera lectura (donde la lectora se trabucaba en la remota localidad de Bal-Salisá, convirtiéndola en Baal-Saliva, sin que nadie pusiese objeciones), y el texto del evangelio. Hablaba de pan y de gentes a quienes quitar el hambre.
«¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?».
Yo pensaba en todos aquellos individuos amontonados en la playa, en aquellos cuerpos tirados sobre las tumbonas. Me preguntaba: ¿y si la gente no quiere saber nada de comida?... ¿dónde es posible comprar el hambre que cada día escasea más?... ¿qué hacemos, no de las sobras, sino del excesivo pan que ha quedado intacto?...
En la primera lectura se subrayaba una cierta desproporción entre las cien personas y los veinte panes de cebada y grano reciente que se habían puesto a disposición. Todavía más marcada la desproporción del evangelio: cinco panes de cebada y un par de peces y cinco mil personas que no tenían nada que llevarse a la boca.
Hoy, en el campo religioso, hay una desproporción abismal entre oferta, abundante y normalmente de buena calidad, y la demanda encogida, desganada.
Los cinco panes del muchacho, no digo los veinte que aparecen en la historia de Eliseo, en muchos casos resultan más que suficientes.
En las puertas de algunas iglesias de ciudad veo listas kilométricas de misas dominicales y vespertinas, casi sin solución de continuidad. Se hacen la ilusión de excitar el apetito multiplicando los panes. Pero sigue la inapetencia de la mayor parte de la gente. La anorexia espiritual se está convirtiendo en un fenómeno cada vez más preocupante, con quiebras vertiginosas en el mundo juvenil.
Se elaboran planes pastorales grandiosos, con enormes despliegues de medios. Para el jubileo del año dos mil se pusieron en el calendario celebraciones tan apretadas como para dar vértigo.
Pero el problema se examina en sus causas: ¿cómo suscitar el hambre, cómo avivar las ganas de otro pan?
Sí, ¿dónde comprar o, mejor, producir el hambre? ¿cómo suscitar la nostalgia de Dios en gente que se preocupa de los tintes y otras tonterías?
El cura ni siquiera ha planteado la cuestión que me atormentaba, y ha cogido tranquilamente el camino del tercer mundo. Ha denunciado el escándalo de la muerte por desnutrición de centenares de millones de niños. Un problema por supuesto trágico, una situación inmoral, que ciertamente no podemos eludir. Pero mi problema era otro y se refería al inmenso «tercer mundo del espíritu» que alarga cada vez más sus confines en nuestra sociedad tan progresista.
El hambre material se deja sentir. Un alma exhausta, herida de inanición, debilitada, no lanza señales de alarma; por eso uno puede continuar tirado bajo la sombrilla y dejarse tostar por el sol. El quiosco de los bocadillos y las bebidas refrescantes resuelven todos los problemas.
Conversaciones a alto nivel religioso...
Por la tarde, en el salón del hotel, he captado algunos retazos de conversación entre señoras sepultadas en unos cómodos butacones: esencialmente problemas de línea y de peso. «Mirad, cuando me he puesto en la balanza, me he pegado un susto...». «Deberías probar tú también, al principio es un poco duro, pero después uno se acostumbra y ya ni se entera». «Ahora el único inconveniente que tengo es el de rehacer el guardarropa... Bailo dentro de mis vestidos». «Si quieres te doy la dirección de un médico que ha inventado una dieta milagrosa, y que no obliga siquiera a demasiadas renuncias. También mi cuñada que, pobrecilla, tenía problemas de celulitis...».
Una de la camarilla ha apostillado: «Hasta los curas dicen que el ayuno hace bien». La conversación se estaba desplazando hacia el plano religioso y yo levanté las antenas.
Una bronceadísima setentona confiaba: «Yo, este invierno, he participado en un curso de meditación trascendental, en un convento de frailes, y tengo que deciros que ha sido una experiencia que me ha marcado profundamente... ¡Bah! la cocina era pésima, no tenía nada que ver con la de algunas monjas; menos mal que cerca había una pizzería...».
Otra sentenciaba: «Hay que reconocer que los curas, con tal de que no hablen de asuntos de amor y de sexo, un campo en el que se han quedado parados en la edad media y en el cinturón de castidad, de ciertas cosas entienden y emprenden siempre iniciativas interesantes. En nuestra parroquia, por ejemplo, cuando se organiza una canasta de beneficencia...».
Terciaba una amiga: «Pero mi hijo, que ha estudiado en los salesianos, ahora no quiere saber nada de misas. Dice que se avergüenza ante sus compañeros. Yo, sin embargo, apenas se me presenta la ocasión, entro siempre en la iglesia a rezar una salve ante la imagen de la Virgen. Cuando no logro encontrar una criada decente, enciendo una vela a santa Rita, ¿y lo creeréis? me llegó esa polaca, un poco basta pero fiable...».
Otra contaba: «He estado en Medgiugorje, y os aseguro que en mi vida había sentido una emoción tan fuerte...».
Y la vecina, aprovechando la ocasión: «A propósito de viajes, ¿queréis saber lo que le ha pasado a una amiga mía muy querida que viajó a las Islas Mauricio en año nuevo?...».
Me he desentendido de la conversación.
En aquel ambiente, bastante representativo, si hubiese pasado el muchacho del evangelio ofreciendo el contenido de su cesto con el desayuno, no hubiera logrado colocar ni siquiera uno de los panes de cebada. Esa es gente que se contenta con masticar aire frito, mezclado con un poco de humo de velas.
No es cuestión de tintes
Antes de ir a la cama, hojeando el inevitable libro de Giovannino Guareschi que está sobre la mesilla (a propósito: don Camilo, aparte de alguna que otra intemperancia verbal y suelta de manos, algún bocado de pan genuino lograba hacerlo tragar hasta a alguno de los descreídos reacios), he pensado en la frase de Pablo que había captado en la segunda lectura: «Os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos; sobrellevaos mutuamente con amor...».
Me he preguntado: ¿pero esos productos —humildad, amabilidad, comprensión, aguante mutuo— se pueden proponer todavía en el panorama cristiano de hoy?
He concluido que sí. Con tal de que no se tenga miedo a parecer desfasados respecto a las modas y con tal de que se trate de comportamientos habituales, y no de un tinte superficial destinado a blanquearse al contacto con la vida real.
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