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viernes, 14 de agosto de 2009

EL SÍMBOLO: XX Domingo del T.O. (Juan 6, 51-59) - Ciclo B

Por Enrique Martínez Lozano
Publicado por Fe Adulta

Éste es propiamente el “discurso eucarístico” del cuarto evangelio. El “pan” del que se venía hablando se transforma, de pronto, en “carne” que se invita a “masticar”. Es el único evangelio, además, que no usa el término “soma” (cuerpo) para hablar de la eucaristía, sino “sarx” (carne), probablemente para subrayar la conexión entre la eucaristía y la encarnación.

Comer la carne, beber la sangre… no tiene nada que ver con un acto de canibalismo. Lo que esas expresiones significan e implican es la comunión total con la persona de Jesús, en toda su realidad (carne), incluyendo su misma entrega en la muerte (sangre).

Se trata de una unidad tal que es comparable a la que existe entre Jesús y el Padre. De hecho, la fórmula “habitar en mí” es típica del cuarto evangelio y constituye una de sus expresiones más queridas. Habitar, permanecer, morar…, todos estos términos castellanos, que traducen el griego ménein, hablan de “unidad continuada y descansada”, de intimidad y vida compartida, de Misterio unitario y Presencia intensa.

En un breve recorrido por este evangelio, podemos encontrar frases como éstas:
• “El Padre está en mí y yo en el Padre” (10,38);
• “yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (14,10-11);
• “permaneced unidos a mí, como yo lo estoy a vosotros” (15,4-10);
• “Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros…, yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a la unión perfecta” (17,21-23).

Es fácil de comprender el enfrentamiento de los judíos con la comunidad de los discípulos que, participando de la Eucaristía, decían alimentarse del propio Jesús. Ése es, sin duda, el contexto donde tiene lugar toda la polémica que el autor del evangelio ha reflejado en este capítulo 6.

Es también cierto que una determinada interpretación de la Eucaristía por parte de algunos sectores cristianos ha acentuado, a veces de un modo cuasi mágico, la “materialidad” de la misma. Una determinada lectura de lo que se definió como “transubstanciación” ha oscurecido, más que clarificado, lo que la Eucaristía significa.

En una perspectiva mística, se afirma radicalmente la presencia de Cristo en la Eucaristía, pero sin ninguna necesidad de proposiciones que repugnan a la razón… y a la propia experiencia mística. Por ejemplo: ¿en qué sentido Jesús está más presente en el pan eucarístico que en el ser humano? ¿Tiene incluso sentido hablar de un “plus” de presencia? Más aún, ¿en qué sentido puede decirse –si no es sólo “devocional”- que Jesús se halla más presente en la eucaristía que en el conjunto de la realidad? Afirmaciones de ese tipo son válidas en un marco devocional, pero resultan contradictorias cuando pretenden absolutizarse.

Me parece necesario recuperar la categoría del “símbolo”. Soy consciente de que es una palabra puesta bajo sospecha, apenas se pronuncia. Se teme que ese término se use para devaluar la realidad de lo que se habla. Pero, una vez quitado ese prejuicio, vemos que nada se pierde, y que todo queda más adecuadamente recolocado.

Empecemos por la etimología. Etimológicamente, sym-ballein significa lanzar conjuntamente y reunir; lo contrario de dia-ballein, de donde viene el término “diablo”, el que separa o divide.

En su origen, el símbolo era un objeto cortado en dos: podía ser de madera, cerámica o metal. Dos personas se quedaban cada una con una parte. Cuando más tarde acerquen esas dos partes, reconocerán su compromiso o su deuda. Entre los griegos, los símbolos eran signos de reconocimiento que permitían a los padres encontrar a sus hijos abandonados. Por analogía, su significado se extendió a cualquier signo de reunión.

El símbolo, por tanto, habla de separación y unidad, a la vez. Por aquí debe verse el sentido del término aplicado al lenguaje religioso, por lo que, como se ve, no es lo opuesto a lo “verdadero”, sino más bien su reafirmación.

Decir de algo que es simbólico significa reconocer que estamos en presencia de una realidad de la que únicamente percibimos una parte, mientras que la otra mitad queda invisible.

En ese sentido, es correcto afirmar que un ser humano es símbolo de Dios o que un amanecer es símbolo de la belleza divina. En ambos casos, aunque sean diferentes, vemos una parte mientras la otra, más honda y razón de ser de la primera, se nos escapa.

Afirmar que la presencia de Jesús en la Eucaristía es simbólica no significa negar la realidad de la misma. En la Eucaristía vemos algo (la teología escolástica y el catecismo de Astete y Ripalda lo llamarían “los accidentes”), que es sólo la mitad de lo que hay: el pan que vemos contiene la Presencia que no podemos ver.

Así planteado, salimos definitivamente del terreno de la magia y entramos en la vivencia espiritual.

La Eucaristía aparece entonces como la celebración de la Unidad de todo lo que es, que se halla representado en la misma comida y en los signos cotidianos del pan y del vino.

El pan y el vino representan toda la realidad: la vida de quienes participan en la celebración, sus inquietudes, alegrías, tristezas y preocupaciones; pero también la vida de toda la Iglesia y toda la humanidad; el cosmos entero. Nadie ni nada queda fuera; todo está abrazado en esa Unidad de Dios con todo, que los cristianos reconocemos y celebramos en Jesús, la “Alianza nueva y eterna”.

En la celebración de la Eucaristía, con el pan y el vino –con toda la realidad-, hacemos tres cosas: presentarlo (ofrecerlo), consagrarlo y comulgarlo.

Presentar el pan y el vino significa reconocer, celebrar y agradecer que todo es regalo, todo nos viene de Dios y todo es en Él. Es una invitación a abrir los ojos para poder descubrir toda la realidad en-Dios, porque no hay absolutamente nada que no esté habitado de su Presencia: “Dios es la plenitud a la que aspira cada partícula de ser y a la que tiende cada movimiento” (R. Panikkar).

Consagrar el pan y el vino significa reconocer, celebrar y agradecer toda la realidad como ya consagrada. “Esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre…” son las palabras de Jesús –que probablemente, en su lengua materna, el arameo, dijera sencillamente: “Esto soy yo”- y alcanzan, no sólo al pan y vino puestos sobre el altar, sino a todo lo real: todo es cuerpo de Cristo.

Comulgar el pan y el vino no es sólo adherirse a Jesús, a su persona y a su mensaje; no es sólo experimentar su intimidad, dejándose transformar por él. Implica estar dispuestos a comulgar con todos, de modo que será imposible “tragar” a Jesús si me niego a “tragar” a alguien. La comunión eucarística requiere la voluntad de comulgar con todos, porque Jesús –como Dios- nunca viene solo: “trae” con él toda la realidad.

De este modo es como la celebración de la Eucaristía se vive realmente en lo que es: el “sacramento de nuestra fe”, el centro de la experiencia cristiana, la celebración de la Unidad que somos. Cae cualquier dualismo y cualquier separación, cae todo exclusivismo y fariseísmo de quienes se creen mejores por sus ritos y cae, sobre todo, la dicotomía de quien celebra en el templo lo que no ve ni vive en la calle.

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