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miércoles, 19 de agosto de 2009

XXI Domingo del T.O. (Juan 6, 60-69) - Ciclo B: Señor, aumentanos la fe

Por Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

La enseñanza que Jesús expuso en la sinagoga de Cafarnaúm sobre el Pan de Vida produjo una crisis profunda entre sus seguidores. Ese momento quedó registrado en la mente del evangelista como un punto de quiebre en la adhesión a Jesús: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él”. En esa ocasión las palabras de Jesús pusieron en evidencia quién tenía fe en él y quién lo buscaba sólo por intereses humanos.

Después de la multiplicación de los panes, con los cuales Jesús sació a una multitud, el entusiasmo fue tan grande que “intentaban tomarlo por la fuerza para hacerlo rey” (Jn 6,15). Pero él advertía que ese entusiasmo no era fruto de la fe, sino que estaba basado en motivos materiales: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6,26-27). La multiplicación de los panes había que tomarla como un signo de aquel otro pan que él les daría. El discurso que sigue aclara cuál es ese pan.

Quedará en evidencia quiénes son los que buscan a Jesús sólo por el alimento perecedero y quienes son los que lo buscan porque creen que él les dará ese pan de vida eterna. Tres afirmaciones de Jesús permitieron discernir a unos y otros: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo... El pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo... si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”. Después de cada una de esas afirmaciones lo abandonaba una parte de sus seguidores. Ellas permiten también hoy a cada uno de nosotros examinar su fe en Cristo. Al final quedaron sólo los Doce.

La reacción no era de abierto rechazo; tampoco tenían la humildad de pedir aclaración. La reacción está caracterizada por la “murmuración”, es decir, por esa actitud de resistencia y disensión disimulada. Pero Jesús lo percibe: “Sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: ‘¿Esto os escandaliza?’”. Nadie responde; se produce un silencio reticente. Jesús sigue explicando: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida”. Nuevo silencio. Nadie reacciona, porque ya tenían tomada la decisión de alejarse de él. Jesús entonces concluye: “Hay entre vosotros algunos que no creen”.

Esta situación es semejante a la producida cuando presentaron a Jesús un paralítico para que lo curara. Jesús dijo al paralítico: “Ánimo, hijo, tus pecados te son perdonados”, y algunos de los presentes murmuraban considerandolo una blasfemia. Entonces Jesús, conociendo sus pensamientos, dice: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice entonces al paralítico-: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mt 9,6). Él se levantó y se fue a su casa. Esa curación fue un signo del perdón concedido. De esta misma manera, en la multiplicación de los panes había que ver un signo del pan de vida eterna que Jesús prometía y creer en él.

Todos vieron la multiplicación de los panes y todos se saciaron de ese pan. Pero no todos vieron el signo. El IV Evangelio narra sólo siete signos, pero en su conclusión aclara: “Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,30-31). Los signos fueron hechos para suscitar la fe en Jesús y en su poder salvador. Todos ven el hecho milagroso; pero unos creen y otros no. ¿De qué depende? Responderemos con las palabras de Jesús: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado... Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae...” (Jn 6,29.44). Creer en Jesús es “la obra de Dios” y seguir a Jesús responde a una elección de Dios. Es lo mismo que Jesús reitera ahora: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”. Recogiendo esta declaración, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él” (N. 153). Por eso nuestra oración humilde debería ser siempre esta: “Señor, aumentanos la fe” (Lc 17,6); “Creo, Señor, pero ayuda mi incredulidad” (Mc 9,24).

El evangelista observa: “Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar”. Los que no creen ya se han ido. Pero permanecía el que lo iba a entregar. El evangelista subraya horrorizado que éste era “¡uno de los Doce!” (Jn 6,71). Jesús ahora se vuelve a los Doce, que son los únicos que permanecen, y les pregunta: “¿También vosotros queréis marcharos?”. La pregunta va dirigida a todos; pero en nombre de todos responde uno que representa a todos: Pedro. Su respuesta es magnífica: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Dos cosas los retienen junto a Jesús: por un lado, mientras los demás tienen palabras efímeras que sirven sólo para esta vida terrena, Jesús tiene palabras que no pasan y que comunican la vida eterna; por otro lado, ellos creen -y por eso saben- que Jesús es el “Santo de Dios”. Esta expresión puede traducirse como “consagrado de Dios” y designa al Ungido de Dios, es decir, al Cristo. Cuando Pedro fue llamado por su hermano Andrés, éste le dijo: “Hemos encontrado el Mesías, que quiere decir Cristo” (Jn 1,41). Y Pedro creyó. En él se realizó “la obra de Dios”; él fue atraído hacia Jesús por el Padre. Él merece esta bienaventuranza: “Dichoso eres Pedro porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17).

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