Llevamos siglos ansiando lo que nos dice la segunda lectura de este domingo: el cielo nuevo y la tierra nueva, la nueva Jerusalén, la ciudad nueva que sea realmente nuestra morada, donde ya no haya muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Llevamos siglos esperando que alguien diga esas palabras mágicas con las que termina esa primera lectura: “Todo lo hago nuevo”.
No hace falta más que mirar en nuestras librerías o rebuscar en los libros de historia antigua y reciente para poner a la luz esa espera-esperanza. Y descubrir también las energías consumidas en la lucha por hacer realidad ya aquí esa espera-esperanza. Así han sido los revolucionarios de todas las revoluciones –pasa que a la mayoría la revolución se les fue luego de las manos y su tierra nueva terminó convertida en un infierno–. Así han sido muchos de los que han ido con el Evangelio en la mano por esos mundos –¿no fueron eso las reducciones jesuíticas en Paraguay o las comunidades creadas por los franciscanos en México en torno al siglo XVII?–. Comunismo y anarquismo han tenido también mucho de esa capacidad para poner en la cabeza de las personas el sueño de una ciudad nueva, más justa y más humana. También fracasaron. Podríamos poner muchos más ejemplos. Todos se fueron al garete.
Personas que sueñan... y actúan
Lo gracioso es que el sueño sigue. Aunque demasiadas veces se nos haya convertido en pesadilla. Seguimos soñando, ansiando, deseando, esperando la ciudad nueva donde las relaciones entre las personas no estén marcadas por el egoísmo ni la violencia sino por la justicia, la igualdad y el amor fraterno. No es que haya idealistas. Es que, lo debemos reconocer, todos llevamos, más o menos reprimido, más o menos apagado, un idealista, un soñador dentro de nosotros. Y muchos siguen trabajando y entregando su vida generosamente en el esfuerzo por hacer realidad esos cielos nuevos y esa tierra nueva.
Pienso en la vida de una misionera, una religiosa, de la que hace poco oía decir en un medio de comunicación que había pasado toda su vida en Ruanda. Allí conoció los momentos peores de la guerra entre hutus y tutsis. Muchos se fueron de allí. Ella decidió quedarse. Y seguir trabajando por crear vida y esperanza en aquellos campos de muerte y odio. Preguntada por qué hacia eso y si era la fe la que animaba su entrega, respondió que “amaba a aquellas personas”. ¡Qué respuesta tan cristiana, tan profundamente evangélica!
La señal de los que creen en Jesús es el amor. Así nos lo dice el mismo Jesús. Los discípulos creen en ese mundo nuevo y en esa tierra nueva. Su esperanza es animada por el mismo Jesús y se transforma en amor real y concreto a los que nos rodean. Y en esfuerzo constante y generoso por hacer realidad esa esperanza de una ciudad nueva, que sin duda Dios mismo ha puesto en nuestro corazón. Nuestra esperanza no es vana y se transforma en compromiso real y eficaz.
Vivir amando
No amamos a los otros como una forma de ganarnos el cielo o de obtener el perdón de nuestros pecados. Amamos a los otros porque hemos sentido en nuestros corazones el amor de Dios, porque hemos descubierto que Dios es amor y que la vida sólo vale la pena vivirla si la consumimos amando. Eso es dar gloria a Dios. Eso es alabar a Dios: amar.
Cuando comenzamos a vivir de esa manera, los sueños, los viejos ideales comienzan a tomar carne, a hacerse realidad. Los cielos nuevos y la tierra nueva dejan de ser un ideal inalcanzable para ser semilla recién plantada en la forma como nos relacionamos con los vecinos, como tratamos a nuestros familiares, como... Cada minuto en la vida se convierte en una ocasión para amar, para participar en esa creación colectiva de un mundo nuevo y una tierra nueva. Eso y no otra cosa es vivir el amor que Jesús nos propone en el Evangelio de este domingo.
La visita de Pablo y Bernabé por las comunidades de que nos habla la lectura de los Hechos era una visita creadora de esperanza. Descubrían la acción del Espíritu en cada comunidad y alababan y daban gracias a Dios porque la chispa del amor de Dios había llegado a los corazones de aquellos hombres y mujeres. No tenían duda de que esa chispa se convertiría en un incendio. Sabían que su espera se había convertido en esperanza cierta. ¿Mantenemos así viva nuestra esperanza?
No hace falta más que mirar en nuestras librerías o rebuscar en los libros de historia antigua y reciente para poner a la luz esa espera-esperanza. Y descubrir también las energías consumidas en la lucha por hacer realidad ya aquí esa espera-esperanza. Así han sido los revolucionarios de todas las revoluciones –pasa que a la mayoría la revolución se les fue luego de las manos y su tierra nueva terminó convertida en un infierno–. Así han sido muchos de los que han ido con el Evangelio en la mano por esos mundos –¿no fueron eso las reducciones jesuíticas en Paraguay o las comunidades creadas por los franciscanos en México en torno al siglo XVII?–. Comunismo y anarquismo han tenido también mucho de esa capacidad para poner en la cabeza de las personas el sueño de una ciudad nueva, más justa y más humana. También fracasaron. Podríamos poner muchos más ejemplos. Todos se fueron al garete.
Personas que sueñan... y actúan
Lo gracioso es que el sueño sigue. Aunque demasiadas veces se nos haya convertido en pesadilla. Seguimos soñando, ansiando, deseando, esperando la ciudad nueva donde las relaciones entre las personas no estén marcadas por el egoísmo ni la violencia sino por la justicia, la igualdad y el amor fraterno. No es que haya idealistas. Es que, lo debemos reconocer, todos llevamos, más o menos reprimido, más o menos apagado, un idealista, un soñador dentro de nosotros. Y muchos siguen trabajando y entregando su vida generosamente en el esfuerzo por hacer realidad esos cielos nuevos y esa tierra nueva.
Pienso en la vida de una misionera, una religiosa, de la que hace poco oía decir en un medio de comunicación que había pasado toda su vida en Ruanda. Allí conoció los momentos peores de la guerra entre hutus y tutsis. Muchos se fueron de allí. Ella decidió quedarse. Y seguir trabajando por crear vida y esperanza en aquellos campos de muerte y odio. Preguntada por qué hacia eso y si era la fe la que animaba su entrega, respondió que “amaba a aquellas personas”. ¡Qué respuesta tan cristiana, tan profundamente evangélica!
La señal de los que creen en Jesús es el amor. Así nos lo dice el mismo Jesús. Los discípulos creen en ese mundo nuevo y en esa tierra nueva. Su esperanza es animada por el mismo Jesús y se transforma en amor real y concreto a los que nos rodean. Y en esfuerzo constante y generoso por hacer realidad esa esperanza de una ciudad nueva, que sin duda Dios mismo ha puesto en nuestro corazón. Nuestra esperanza no es vana y se transforma en compromiso real y eficaz.
Vivir amando
No amamos a los otros como una forma de ganarnos el cielo o de obtener el perdón de nuestros pecados. Amamos a los otros porque hemos sentido en nuestros corazones el amor de Dios, porque hemos descubierto que Dios es amor y que la vida sólo vale la pena vivirla si la consumimos amando. Eso es dar gloria a Dios. Eso es alabar a Dios: amar.
Cuando comenzamos a vivir de esa manera, los sueños, los viejos ideales comienzan a tomar carne, a hacerse realidad. Los cielos nuevos y la tierra nueva dejan de ser un ideal inalcanzable para ser semilla recién plantada en la forma como nos relacionamos con los vecinos, como tratamos a nuestros familiares, como... Cada minuto en la vida se convierte en una ocasión para amar, para participar en esa creación colectiva de un mundo nuevo y una tierra nueva. Eso y no otra cosa es vivir el amor que Jesús nos propone en el Evangelio de este domingo.
La visita de Pablo y Bernabé por las comunidades de que nos habla la lectura de los Hechos era una visita creadora de esperanza. Descubrían la acción del Espíritu en cada comunidad y alababan y daban gracias a Dios porque la chispa del amor de Dios había llegado a los corazones de aquellos hombres y mujeres. No tenían duda de que esa chispa se convertiría en un incendio. Sabían que su espera se había convertido en esperanza cierta. ¿Mantenemos así viva nuestra esperanza?
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