Por José María Maruri, SJ
1.- ¡Gracias, Señor, por tu vida y por tu muerte! Tu sangre es respuesta a los porqués de nuestros llantos aunque no ilumine tus propios porqués. El Hijo de Dios es hombre como nosotros, no se vistió de hombre como se viste de minero el visitante oficial para bajar a la mina.
Y como hombre conoció el hambre, la sed, el cansancio, la soledad y tuvo que aguantar la muerte como parte de su condición humana. Él supo de ese largo miserere de dolores humanos, ancianos abandonados en urgencias de hospitales, recién nacidos tirados en cubos de basura, calles asaltadas de travestis prostituidos y por mujeres de la vida, amasijo de hierros abrasados en accidentes de carretera, drogadictos moribundos en el césped de los parques, hospitales abarrotados de enfermos terminales.
Y comprendió que su paso por la vida no podía ser fácil y sencillo, que no tenía derecho a dejarnos en la estacada del dolor, que como hermano mayor tenía que ser el Cristo de Pascal, crucificado hasta el fin de los tiempos. Jesús vivió lleno de preguntas y porqués, pero no quiso sepultarnos bajo el peso de razones, prefirió ahogarse en nuestras lágrimas para que cuando no entendiéramos nuestras penas supiéramos al menos que no las vivimos solos.
Así hizo veraz la oración del que arrastra su dolor y al ver a su espalda huellas estampadas en la arena recrimina al Señor. “Tú prometiste acompañarme en mis penas y ahora que miro la arena no veo en ella más que mis pisadas”. Y el Señor le contesta: “Hijo, las pisadas son mías, porque te llevo en brazos desde que empezó tu dolor.”
Pero así no entendemos, porque en la cruz no hay más lógica que la del amor, que es sufrir con el que sufre y morir con el amigo. ¡Gracias, Señor, por tu vida y por tu muerte!
2.- Apoyada la frente en el duro madero de la cruz comprendemos lo que con su muerte hemos perdido, al compañero de la vida y la muerte, al amigo sin el que la vida no tiene sentido.
--Compañero de tantas conversaciones, partícipe de mis alegrías y consuelo de mis desconsuelos.
--Los ojos en que siempre encontré comprensión están ahora entre abiertos, fijos, vacíos de sentido.
--La tierra que Él pisó, donde yo me lo encontré, es casa desalquilada, y en un eco burlón es la respuesta a mis llamadas silencio, soledad, separación, fin de una incomparable compañía.
--Como Marta podremos decir: “Ya sé que resucitarás” pero eso no quita la realidad de un Jesús muerto, cadáver, objeto de cuidados funerarios, rigidez, abandono, silencio frío de cementerio.
--¿Por qué tenía que morir? “Me amó y se entregó a mi”, razón ilógica del corazón.
3.- Esa cruz en la que apoyamos nuestra frente con agradecimiento y dolor, se enraíza en nuestra tierra, como si ese Jesús sufriente no quisiera ser arrancado del dolor de los hombres, esa cruz más que levantarse señera hacia el cielo se agarra con fuerza a la tierra, al hombre, al hermano, y los brazos de Cristo no se alzan al cielo, se abren queriendo acoger al universo poblado de hombres que suben su Calvario.
Esa cruz es un mandato sin voz, un ruego doliente de Cristo, que acabamos su obra, que suplamos lo que queda por hacer a su Pasión, que enraizados en la tierra que sufre dolores de parto abramos nuestros brazos al dolor de cada hermano. Gracias, Señor, por tu vida, por tu dolor y por tu muerte.
Y como hombre conoció el hambre, la sed, el cansancio, la soledad y tuvo que aguantar la muerte como parte de su condición humana. Él supo de ese largo miserere de dolores humanos, ancianos abandonados en urgencias de hospitales, recién nacidos tirados en cubos de basura, calles asaltadas de travestis prostituidos y por mujeres de la vida, amasijo de hierros abrasados en accidentes de carretera, drogadictos moribundos en el césped de los parques, hospitales abarrotados de enfermos terminales.
Y comprendió que su paso por la vida no podía ser fácil y sencillo, que no tenía derecho a dejarnos en la estacada del dolor, que como hermano mayor tenía que ser el Cristo de Pascal, crucificado hasta el fin de los tiempos. Jesús vivió lleno de preguntas y porqués, pero no quiso sepultarnos bajo el peso de razones, prefirió ahogarse en nuestras lágrimas para que cuando no entendiéramos nuestras penas supiéramos al menos que no las vivimos solos.
Así hizo veraz la oración del que arrastra su dolor y al ver a su espalda huellas estampadas en la arena recrimina al Señor. “Tú prometiste acompañarme en mis penas y ahora que miro la arena no veo en ella más que mis pisadas”. Y el Señor le contesta: “Hijo, las pisadas son mías, porque te llevo en brazos desde que empezó tu dolor.”
Pero así no entendemos, porque en la cruz no hay más lógica que la del amor, que es sufrir con el que sufre y morir con el amigo. ¡Gracias, Señor, por tu vida y por tu muerte!
2.- Apoyada la frente en el duro madero de la cruz comprendemos lo que con su muerte hemos perdido, al compañero de la vida y la muerte, al amigo sin el que la vida no tiene sentido.
--Compañero de tantas conversaciones, partícipe de mis alegrías y consuelo de mis desconsuelos.
--Los ojos en que siempre encontré comprensión están ahora entre abiertos, fijos, vacíos de sentido.
--La tierra que Él pisó, donde yo me lo encontré, es casa desalquilada, y en un eco burlón es la respuesta a mis llamadas silencio, soledad, separación, fin de una incomparable compañía.
--Como Marta podremos decir: “Ya sé que resucitarás” pero eso no quita la realidad de un Jesús muerto, cadáver, objeto de cuidados funerarios, rigidez, abandono, silencio frío de cementerio.
--¿Por qué tenía que morir? “Me amó y se entregó a mi”, razón ilógica del corazón.
3.- Esa cruz en la que apoyamos nuestra frente con agradecimiento y dolor, se enraíza en nuestra tierra, como si ese Jesús sufriente no quisiera ser arrancado del dolor de los hombres, esa cruz más que levantarse señera hacia el cielo se agarra con fuerza a la tierra, al hombre, al hermano, y los brazos de Cristo no se alzan al cielo, se abren queriendo acoger al universo poblado de hombres que suben su Calvario.
Esa cruz es un mandato sin voz, un ruego doliente de Cristo, que acabamos su obra, que suplamos lo que queda por hacer a su Pasión, que enraizados en la tierra que sufre dolores de parto abramos nuestros brazos al dolor de cada hermano. Gracias, Señor, por tu vida, por tu dolor y por tu muerte.
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