Por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm
Ha habido alguien en la historia que ha realizado el sueño de Dios sobre el hombre, alguien que no ha cambiado este sueño en pesadilla, alguien que ha sido feliz en la única dependencia que hace libres: la de Dios. Toda la historia precedente estaba demasiado henchida de otras alternativas de dicha a las ofrecidas por Dios: las frutas prohibidas del Edén, las torres confusas de Babel, los ídolos de dioses falsos. Jesús ha inaugurado un modo nuevo de ser y de estar ante Dios, ante los hombres y ante el mundo. Con el cumplimiento de la vida terrestre del Señor no termina aquí su misión. Porque esa novedad de un pueblo, por Él inaugurada, no termina con su ascensión al Padre. Jesús entrando en el cielo abre la puerta hasta entonces cerrada por todos los pecados y pesadillas humanas.
Lucas, que comienza su Evangelio en el Templo, cuando es presentado Jesús niño, también lo concluye en el Templo con los discípulos de ese Jesús como portadores de su Presencia y portavoces de su Palabra. Han de esperar aún la llegada del Espíritu prometido, hasta que sean revestidos de la fuerza de lo alto. Aquellos discípulos quedaron embobados ante el trance de esta despedida, ante el adiós menos deseado y más temido, el adiós de quien más amaron y amarán los hombres que han amado de veras. Por eso, los ángeles arrancarán a los discípulos de su inmovilismo, para decirles lo mismo que les dijo Jesús: no os quedéis mirando al cielo. Hay mucho que hacer.
No era una despedida la de Jesús, para provocar nostalgias románticas ni tristes sentimentalismos. Era un adiós para un nuevo encuentro con quien prometió estar de otro modo entre ellos "hasta el fin del mundo". Por eso "se volvieron a Jerusalén con gran alegría", con una actitud tan distinta a días atrás cuando se encerraron a cal y canto por miedo a los judíos. Como el Padre envió a Jesús, ahora Él envía a los suyos. Ahora tendrán que contar a todos, lo que han visto y oído, lo que palparon sus manos, su convivencia con el Hijo de Dios. Y Jerusalén se llenará de alegría, de la de estos discípulos, la que Jesús puso en sus corazones y nada ni nadie podrá arrebatar.
Lucas, que comienza su Evangelio en el Templo, cuando es presentado Jesús niño, también lo concluye en el Templo con los discípulos de ese Jesús como portadores de su Presencia y portavoces de su Palabra. Han de esperar aún la llegada del Espíritu prometido, hasta que sean revestidos de la fuerza de lo alto. Aquellos discípulos quedaron embobados ante el trance de esta despedida, ante el adiós menos deseado y más temido, el adiós de quien más amaron y amarán los hombres que han amado de veras. Por eso, los ángeles arrancarán a los discípulos de su inmovilismo, para decirles lo mismo que les dijo Jesús: no os quedéis mirando al cielo. Hay mucho que hacer.
No era una despedida la de Jesús, para provocar nostalgias románticas ni tristes sentimentalismos. Era un adiós para un nuevo encuentro con quien prometió estar de otro modo entre ellos "hasta el fin del mundo". Por eso "se volvieron a Jerusalén con gran alegría", con una actitud tan distinta a días atrás cuando se encerraron a cal y canto por miedo a los judíos. Como el Padre envió a Jesús, ahora Él envía a los suyos. Ahora tendrán que contar a todos, lo que han visto y oído, lo que palparon sus manos, su convivencia con el Hijo de Dios. Y Jerusalén se llenará de alegría, de la de estos discípulos, la que Jesús puso en sus corazones y nada ni nadie podrá arrebatar.
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