Todo animador vocacional debe ser precisamente eso: ANIMADOR. No desanimador. Y de todas sus tareas, a mi modo de ver, la más importante es la de irradiar esperanza. Contagiarla no sólo a los jóvenes con los que trata en su ministerio pastoral, sino propagarla a todos, sean o no cercanos a la fe o a la Iglesia… Pero, ¿de dónde podrá sacar esta esperanza? Más aún, ¿cómo reconocer que se trata de esperanza evangélica y, por ello, también cordimariana?
En sus exámenes de conciencia, es muy frecuente que un animador vocacional busque fuentes equivocadas donde saciarse su esperanza. Por ejemplo, hacerla depender de los buenos resultados que logra, o de la cantidad de actividades que realiza al cabo del período pastoral, o –peor aún- de subir peldaños en la estima eclesial o congregacional, o de realizar cosas llamativas, o de haber engendrado muchos… “hijos” (haber colaborado decisivamente en el ingreso de algunos en la congregación o contar en su haber con obras que evidencien que ha sido él –él y no otros- quien las ha “dado a luz”). ¿No sigue siendo real este síndrome?
Despertemos de una vez. El brillo de la animación vocacional no podrá depender jamás de nuestro poder como claretianos, ni de que mostremos una capacidad de influir sobre la sociedad superior a la de otros agentes sociales, ni siquiera de ser respetados y promocionados por los más influyentes, ni por las muchedumbres que consigamos reunir en las asambleas que convocamos… Nuestra Familia claretiana no vale más o menos en virtud de las obras que acomete, ni de la cantidad de sus miembros, ni de su brillante historia, ni de su renombre social, ni de su eficiencia apostólica, ni del número de cardenales y obispos catalogados en sus filas, ni de nuestra proyección social…
Debemos estar atentos y vigilantes porque ésa es una tentación constante para quienes trabajamos buscando obreros para la mies del Señor: Una vieja tentación que acecha, ya desde los tiempos del rey David, cuando, preocupado por valorar la grandeza del poder bélico de Israel, cometió la necedad de censar a su pueblo para calcular las fuerzas con las que podía contar. Eso fue considerado un pecado grave, que atrajo sobre sí la ira y el castigo del Señor, único apoyo de su pueblo, que –¡pobre de él!- tuvo que pagar un alto precio por el pecado cometido por su rey (cf. 2 Sam 24, 1-9).
Tal vez a nosotros nos parezca excesiva la reacción divina. A nosotros que estamos continuamente contándonos y, en algunos contextos, hacemos estadísticas y proyecciones lúgubres, añorando un pasado que ya no existe y temiendo el futuro, más o menos lejano, en el que podríamos no existir según esos balances. Y sin embargo, ¡con qué frecuencia la historia de la Iglesia –y también la de los institutos religiosos- ha desmentido las previsiones más catastrofistas!
Precisamente ésta es la tentación: mantener una mirada deprimida y deprimente al observar y vivir este tiempo de escasez vocacional, y esparcir melancolía alrededor. Somos creyentes que corremos el riesgo de perder de vista que nuestro nombre está escrito en el cielo –meta de la perenne esperanza-, alto y seguro por encima de nosotros y de nuestras tristezas.
Por Juan Carlos, cmf
Publicado por claretgazteak
En sus exámenes de conciencia, es muy frecuente que un animador vocacional busque fuentes equivocadas donde saciarse su esperanza. Por ejemplo, hacerla depender de los buenos resultados que logra, o de la cantidad de actividades que realiza al cabo del período pastoral, o –peor aún- de subir peldaños en la estima eclesial o congregacional, o de realizar cosas llamativas, o de haber engendrado muchos… “hijos” (haber colaborado decisivamente en el ingreso de algunos en la congregación o contar en su haber con obras que evidencien que ha sido él –él y no otros- quien las ha “dado a luz”). ¿No sigue siendo real este síndrome?
Despertemos de una vez. El brillo de la animación vocacional no podrá depender jamás de nuestro poder como claretianos, ni de que mostremos una capacidad de influir sobre la sociedad superior a la de otros agentes sociales, ni siquiera de ser respetados y promocionados por los más influyentes, ni por las muchedumbres que consigamos reunir en las asambleas que convocamos… Nuestra Familia claretiana no vale más o menos en virtud de las obras que acomete, ni de la cantidad de sus miembros, ni de su brillante historia, ni de su renombre social, ni de su eficiencia apostólica, ni del número de cardenales y obispos catalogados en sus filas, ni de nuestra proyección social…
Debemos estar atentos y vigilantes porque ésa es una tentación constante para quienes trabajamos buscando obreros para la mies del Señor: Una vieja tentación que acecha, ya desde los tiempos del rey David, cuando, preocupado por valorar la grandeza del poder bélico de Israel, cometió la necedad de censar a su pueblo para calcular las fuerzas con las que podía contar. Eso fue considerado un pecado grave, que atrajo sobre sí la ira y el castigo del Señor, único apoyo de su pueblo, que –¡pobre de él!- tuvo que pagar un alto precio por el pecado cometido por su rey (cf. 2 Sam 24, 1-9).
Tal vez a nosotros nos parezca excesiva la reacción divina. A nosotros que estamos continuamente contándonos y, en algunos contextos, hacemos estadísticas y proyecciones lúgubres, añorando un pasado que ya no existe y temiendo el futuro, más o menos lejano, en el que podríamos no existir según esos balances. Y sin embargo, ¡con qué frecuencia la historia de la Iglesia –y también la de los institutos religiosos- ha desmentido las previsiones más catastrofistas!
Precisamente ésta es la tentación: mantener una mirada deprimida y deprimente al observar y vivir este tiempo de escasez vocacional, y esparcir melancolía alrededor. Somos creyentes que corremos el riesgo de perder de vista que nuestro nombre está escrito en el cielo –meta de la perenne esperanza-, alto y seguro por encima de nosotros y de nuestras tristezas.
Por Juan Carlos, cmf
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