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sábado, 12 de junio de 2010

Domingo XI del TO (Lc 7, 36-8, 3) - Ciclo C: DE ESCÁNDALO



Me pregunto qué ocurriría si, con ocasión de un banquete al que hubiera sido invitado un obispo, una prostituta lo agasajara. Sería una magnífica noticia para la primera página de un periódico. Me imagino los rostros escandalizados de toda la gente-bien de la sociedad. El obispo -tal vez entrecortado y nervioso- miraría de reojo a su alrededor, sin saber cómo reaccionar para evitar el escándalo de los presentes. Con sonrisa complaciente y gesto conciliador y resignado -también las prostitutas son hijas de Dios- desearía que pasara aquel mal momento, pidiendo al Altísimo que los periodistas -esos inoportunos seres que siempre tienen una cámara a mano- no dejaran impresa en papel la escena.

¿Y qué sucedería si el obispo respondiera, de modo inesperado y poco habitual, invitándola a palacio a comer para dialogar sobre sus problemas? Esto sería aún más escandaloso. Los presentes no sabrían cómo encajar tan provocadora actitud. Seguramente, para la mayoría de los católicos, aquel obispo dejaría mucho que desear a partir de entonces.

¿Cómo actuaría Jesús de Nazaret en un caso similar? Para dar respuesta a la pregunta no hace falta imaginar nada; el evangelio lo cuenta en una escena tremendamente aleccionadora: «Un fariseo lo invitó a comer. Jesús entró en la casa del fariseo y se recostó a la mesa. En esto una mujer, conocida como pecadora en la ciudad, al enterarse de que comía en la casa del fariseo, llegó con un frasco de perfume; se colocó detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus lágrimas; se los secaba con el pelo, los cubría de besos y se los ungía con perfume.»

Una mujer «pecadora» -en griego, hamartôlós-, no necesariamente prostituta de profesión, pues bastaba con ser esposa de un recaudador de impuestos para ser designada como tal. La mujer pudo entrar porque era costumbre que los no invitados pudieran hacerlo para mirar, deleitarse con el espectáculo y conversar con los comensales.

Al ver la escena, «el fariseo que lo había invitado, dijo para sus adentros: -Este, si fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando: una pecadora. Jesús tomó la palabra y le dijo: -Simón, tengo algo que decirte. El respondió: -Dímelo, Maestro. -Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía veinte mil duros y el otro dos mil. Como no tenían con qué pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos estará más agradecido? Simón le contestó: -Supongo que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: -Has acertado. Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: -¿Ves esta mujer? Cuando yo entré en tu casa no me ofreciste agua para los pies; ella, en cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con su pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré no ha dejado de besarme los pies. Tú no me echaste ungüento en la cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama» (Le 7,36-47).

Así de llano todo. Jesús defiende a quienes la sociedad rechaza; denuncia la hipocresía de quienes tienen más corrupción que los 'oficialmente corruptos'. Y es que, como he leído hace unos días, 'la verdadera casa de Dios no huele a incienso, sino a sudor y perfume de prostitutas». De escándalo.

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