En este día en el que por muchos lugares se celebra la procesión del Corpus parece que se acrecienta, a ojos de muchos, un sentido un tanto mágico de la eucaristía. Lo importante es insistir y hacer ver que es una oportunidad para compartir y dejarnos transformar.
Tener que hablar de la eucaristía me resulta cada vez más complejo. Estoy convencido de que a día de hoy es necesario dar un voto de confianza a la normalidad, a la sencillez. Con esto no quiero decir que la solución sea la chabacanería ni hacer saltar por los aires una tradición de siglos cargada de sentido en cada una de sus acciones. Lo cierto es que año tras año van quedando más huecos en las iglesias y el recurso de echarle todas las culpas a la modernidad ya no es una explicación suficiente. La Iglesia debe mirarse a sí misma también para encontrar alguna causa que favorezca una explicación global de lo que sucede. La eucaristía es una comida de acción de gracias, un banquete en el que se comparte la vida, en el que se hace un hueco para todos. Es el compartir el que da verdadero sentido, la fuerza de lo común frente a lo individual la que hace que Dios se coloque en medio y nos veamos alimentados.
Tenemos que saber evitar la tentación del cumplimiento y la monotonía; de la ley y la rutina. Al igual que con la comida, alimentarse equilibradamente sólo es posible cuando en verdad se tiene hambre y nunca comiendo a solas, sino junto con otros. Tener hambre de celebrar implica una fe viva y madura. No olvidemos que la forma que tuvo Jesús de despedirse de sus compañeros fue una comida fraterna no una conferencia, un mitin o un rosario por las calles. Nosotros celebramos la eucaristía como ese banquete de comunión donde Dios está en comunión con nosotros, nosotros con Dios y, sobre todo nosotros entre nosotros. Sin comunión, sin compartir habrá ritual, habrá teatro pero no habrá eucaristía. Pensaremos que hemos adelgazado nuestros pecados pero en realidad hemos engordado nuestro ego. El pan compartido es el único que adelgaza.
Detengámonos por un momento en el evangelio y veamos la diferencia de actitud entre los discípulos y el Maestro. Se encuentran en Galilea, rodeados de paganos. Como se hace tarde, los Doce quieren que Jesús los despida pero Jesús en vez de hacerles caso, no los despide sino que los acoge y manda a sus discípulos que los den de comer. ¿Si no acogemos cómo podemos hablar de Reino de Dios? Ellos echan mano de la pobreza, “No tenemos más que cinco panes y dos peces” Jesús mandó que se sentase la gente, y se convirtieron en pequeños grupos de cincuenta, bendijo los panes y los peces y mandó a sus discípulos que los repartieran. Al final sobraron y se cogieron las cestas, doce, que casualidad. El amor dicen los místicos que es ensanchador y multiplicador. Los panes si se reparten disminuyen pero si esto se hace con amor, se multiplican. La caridad puede repetir y actualizar este milagro cada día.
Comulgar no es lo mismo que tragarse a Jesús. Comulgar no es lo mismo que ponerse las botas para toda la semana en un piscolabis del Imserso sin pagar un duro. Comulgar no es aplacar el cargo de conciencia. Comulgar puede convertirse en la pesada digestión de un menú de boda con úlcera de estómago pues comulgar implica intentar llevar la misma vida que Jesús llevó y eso no es precisamente algo sencillo.
En un día como el de hoy, el día de la Caridad, marcado por la solidaridad, por la atención y acogida a los últimos debemos dejar que resuene en nosotros la petición de Jesús a sus discípulos “Dadles vosotros de comer”. Debemos dar pero no desde el poder, la vanidad, el paternalismo, pues esto falsea la caridad y crea ataduras y dependencias, sino desde la pobreza, la gratuidad, la humildad, el respeto, la escucha y la acogida. Debemos acercarnos a los pobres como pobres, con un corazón abierto, con las manos limpias y los ojos misericordiosos. Compartimos el pan nuestro de cada día, que pedimos en el padrenuestro. El comer todos del mismo pan hace que nos mantengamos unidos de tal modo que nadie debería para hambre mientras nosotros tengamos pan en el bolsillo. El hambre comienza cuando alguien quiere guardar su pan solo para él.
La eucaristía no es más que fuente de caridad y solidaridad. Sino es así, mejor no venir pues nuestra religión se habrá convertido en mero ritualismo y cumplimiento egoísta que nos estropeará la figura. Celebrar la eucaristía con hambre nos aportará la energía necesaria, sin engordar para comprometernos en ese “Dadles de comer”. Millones de personas esperan esas manos abiertas que lleven a cabo este mandato. Por favor, No miremos para otro lado. Y todo esto es la vida de cada día, sin incensarios, velones y reverencias. Eucaristía, vida de cada día a pie de calle.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
Publicado por Entra y Veras
Tener que hablar de la eucaristía me resulta cada vez más complejo. Estoy convencido de que a día de hoy es necesario dar un voto de confianza a la normalidad, a la sencillez. Con esto no quiero decir que la solución sea la chabacanería ni hacer saltar por los aires una tradición de siglos cargada de sentido en cada una de sus acciones. Lo cierto es que año tras año van quedando más huecos en las iglesias y el recurso de echarle todas las culpas a la modernidad ya no es una explicación suficiente. La Iglesia debe mirarse a sí misma también para encontrar alguna causa que favorezca una explicación global de lo que sucede. La eucaristía es una comida de acción de gracias, un banquete en el que se comparte la vida, en el que se hace un hueco para todos. Es el compartir el que da verdadero sentido, la fuerza de lo común frente a lo individual la que hace que Dios se coloque en medio y nos veamos alimentados.
Tenemos que saber evitar la tentación del cumplimiento y la monotonía; de la ley y la rutina. Al igual que con la comida, alimentarse equilibradamente sólo es posible cuando en verdad se tiene hambre y nunca comiendo a solas, sino junto con otros. Tener hambre de celebrar implica una fe viva y madura. No olvidemos que la forma que tuvo Jesús de despedirse de sus compañeros fue una comida fraterna no una conferencia, un mitin o un rosario por las calles. Nosotros celebramos la eucaristía como ese banquete de comunión donde Dios está en comunión con nosotros, nosotros con Dios y, sobre todo nosotros entre nosotros. Sin comunión, sin compartir habrá ritual, habrá teatro pero no habrá eucaristía. Pensaremos que hemos adelgazado nuestros pecados pero en realidad hemos engordado nuestro ego. El pan compartido es el único que adelgaza.
Detengámonos por un momento en el evangelio y veamos la diferencia de actitud entre los discípulos y el Maestro. Se encuentran en Galilea, rodeados de paganos. Como se hace tarde, los Doce quieren que Jesús los despida pero Jesús en vez de hacerles caso, no los despide sino que los acoge y manda a sus discípulos que los den de comer. ¿Si no acogemos cómo podemos hablar de Reino de Dios? Ellos echan mano de la pobreza, “No tenemos más que cinco panes y dos peces” Jesús mandó que se sentase la gente, y se convirtieron en pequeños grupos de cincuenta, bendijo los panes y los peces y mandó a sus discípulos que los repartieran. Al final sobraron y se cogieron las cestas, doce, que casualidad. El amor dicen los místicos que es ensanchador y multiplicador. Los panes si se reparten disminuyen pero si esto se hace con amor, se multiplican. La caridad puede repetir y actualizar este milagro cada día.
Comulgar no es lo mismo que tragarse a Jesús. Comulgar no es lo mismo que ponerse las botas para toda la semana en un piscolabis del Imserso sin pagar un duro. Comulgar no es aplacar el cargo de conciencia. Comulgar puede convertirse en la pesada digestión de un menú de boda con úlcera de estómago pues comulgar implica intentar llevar la misma vida que Jesús llevó y eso no es precisamente algo sencillo.
En un día como el de hoy, el día de la Caridad, marcado por la solidaridad, por la atención y acogida a los últimos debemos dejar que resuene en nosotros la petición de Jesús a sus discípulos “Dadles vosotros de comer”. Debemos dar pero no desde el poder, la vanidad, el paternalismo, pues esto falsea la caridad y crea ataduras y dependencias, sino desde la pobreza, la gratuidad, la humildad, el respeto, la escucha y la acogida. Debemos acercarnos a los pobres como pobres, con un corazón abierto, con las manos limpias y los ojos misericordiosos. Compartimos el pan nuestro de cada día, que pedimos en el padrenuestro. El comer todos del mismo pan hace que nos mantengamos unidos de tal modo que nadie debería para hambre mientras nosotros tengamos pan en el bolsillo. El hambre comienza cuando alguien quiere guardar su pan solo para él.
La eucaristía no es más que fuente de caridad y solidaridad. Sino es así, mejor no venir pues nuestra religión se habrá convertido en mero ritualismo y cumplimiento egoísta que nos estropeará la figura. Celebrar la eucaristía con hambre nos aportará la energía necesaria, sin engordar para comprometernos en ese “Dadles de comer”. Millones de personas esperan esas manos abiertas que lleven a cabo este mandato. Por favor, No miremos para otro lado. Y todo esto es la vida de cada día, sin incensarios, velones y reverencias. Eucaristía, vida de cada día a pie de calle.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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