Hemos recitado tantas veces el Padrenuestro y, con frecuencia, de manera tan apresurada y superficial, que hemos terminado, a veces, por vaciarlo de su sentido más hondo.
Se nos olvida que esta oración nos la ha regalado Jesús como la plegaria que mejor recoge lo que él vivía en lo más íntimo de su ser y la que mejor expresa el sentir de sus verdaderos discípulos.
De alguna manera, ser cristiano es aprender a recitar y vivir el Padrenuestro. Por eso, en las primeras comunidades cristianas, rezar el Padrenuestro era un privilegio reservado únicamente a los que se comprometían a seguir a Jesucristo.
Quizás, necesitamos «aprender» de nuevo el Padrenuestro. Hacer que esas palabras que pronunciamos tan rutinariamente, nazcan con vida nueva en nosotros y crezcan y se enraícen en nuestra existencia.
He aquí algunas sugerencias que pueden ayudarnos a comprender mejor las palabras que pronunciamos y a dejarnos penetrar por su sentido.
Padre nuestro que estás en los cielos. Dios no es en primer lugar nuestro juez y Señor y, mucho menos nuestro Rival y Enemigo. Es el Padre que desde el fondo de la vida, escucha el clamor de sus hijos.
Y es nuestro, de todos. No soy yo el que reza a Dios. Aislados o juntos, somos nosotros los que invocamos al Dios y Padre de todos los hombres. Imposible invocarle sin que crezca y se ensanche en nosotros el deseo de fraternidad.
Está en los cielos como lugar abierto, de vida y plenitud, hacia donde se dirige nuestra mirada en medio de las luchas de cada día.
Santificado sea tu Nombre. El único nombre que no es un término vacío. El Nombre del que viven los hombres y la creación entera. Bendito, santificado y reconocido sea en todas las conciencias y allí donde late algo de vida.
Venga a nosotros tu Reino. No pedimos ir nosotros cuanto antes al cielo. Gritamos que el Reino de Dios venga cuanto antes a la tierra y se establezca un orden nuevo de justicia y fraternidad donde nadie domine a nadie sino donde el Padre sea el único Señor de todos.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. No pedimos que Dios adapte su voluntad a la nuestra. Somos nosotros los que nos abrimos a su voluntad de liberar y hermanar a los hombres.
El pan de cada día dánosle hoy. Confesamos con gozo nuestra dependencia de Dios y le pedimos lo necesario para vivir, sin pretender acaparar lo superfluo e innecesario que pervierte nuestro ser y nos cierra a los necesitados.
Perdónanos nuestras deudas, egoísmos e injusticias pues estamos dispuestos a extender ese perdón que recibimos de Ti a todos los que nos han podido hacer algún mal.
No nos dejes caer en la tentación de olvidar tu rostro y explotar a nuestros hermanos. Presérvanos en tu seno de Padre y enséñanos a vivir como hermanos.
Y líbranos del mal. De todo mal. Del mal que cometemos cada día y del mal del que somos víctimas constantes. Orienta nuestra vida hacia el Bien y la Felicidad.
Se nos olvida que esta oración nos la ha regalado Jesús como la plegaria que mejor recoge lo que él vivía en lo más íntimo de su ser y la que mejor expresa el sentir de sus verdaderos discípulos.
De alguna manera, ser cristiano es aprender a recitar y vivir el Padrenuestro. Por eso, en las primeras comunidades cristianas, rezar el Padrenuestro era un privilegio reservado únicamente a los que se comprometían a seguir a Jesucristo.
Quizás, necesitamos «aprender» de nuevo el Padrenuestro. Hacer que esas palabras que pronunciamos tan rutinariamente, nazcan con vida nueva en nosotros y crezcan y se enraícen en nuestra existencia.
He aquí algunas sugerencias que pueden ayudarnos a comprender mejor las palabras que pronunciamos y a dejarnos penetrar por su sentido.
Padre nuestro que estás en los cielos. Dios no es en primer lugar nuestro juez y Señor y, mucho menos nuestro Rival y Enemigo. Es el Padre que desde el fondo de la vida, escucha el clamor de sus hijos.
Y es nuestro, de todos. No soy yo el que reza a Dios. Aislados o juntos, somos nosotros los que invocamos al Dios y Padre de todos los hombres. Imposible invocarle sin que crezca y se ensanche en nosotros el deseo de fraternidad.
Está en los cielos como lugar abierto, de vida y plenitud, hacia donde se dirige nuestra mirada en medio de las luchas de cada día.
Santificado sea tu Nombre. El único nombre que no es un término vacío. El Nombre del que viven los hombres y la creación entera. Bendito, santificado y reconocido sea en todas las conciencias y allí donde late algo de vida.
Venga a nosotros tu Reino. No pedimos ir nosotros cuanto antes al cielo. Gritamos que el Reino de Dios venga cuanto antes a la tierra y se establezca un orden nuevo de justicia y fraternidad donde nadie domine a nadie sino donde el Padre sea el único Señor de todos.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. No pedimos que Dios adapte su voluntad a la nuestra. Somos nosotros los que nos abrimos a su voluntad de liberar y hermanar a los hombres.
El pan de cada día dánosle hoy. Confesamos con gozo nuestra dependencia de Dios y le pedimos lo necesario para vivir, sin pretender acaparar lo superfluo e innecesario que pervierte nuestro ser y nos cierra a los necesitados.
Perdónanos nuestras deudas, egoísmos e injusticias pues estamos dispuestos a extender ese perdón que recibimos de Ti a todos los que nos han podido hacer algún mal.
No nos dejes caer en la tentación de olvidar tu rostro y explotar a nuestros hermanos. Presérvanos en tu seno de Padre y enséñanos a vivir como hermanos.
Y líbranos del mal. De todo mal. Del mal que cometemos cada día y del mal del que somos víctimas constantes. Orienta nuestra vida hacia el Bien y la Felicidad.
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