“Hacía ya más de cien mil lunas, de la madre tierra le nacieron las primeras mujeres mayas, semillas libres que les nacieron las mujeres y hombres que trabajaron nuestra tierra y ella los alimentó. Ellas nunca poseyeron ni explotaron esta tierra, sino que por el contrario la compartieron entre sus comunidades y cuidaron de ella. Fue hasta hace cincuenta mil lunas que los otros mataron y robaron nuestra tierra, se apropiaron de ella y la explotaron. Desde entonces, nosotras hemos resistido y defendido nuestro derecho a vivir a nuestro modo, nuestra cultura, y hemos retomado nuestra tierra, ya desgastada, maltrecha, para cuidarla nuevamente y pedirle que vuelva a alimentarnos y a nacernos. Hemos vuelto a acostar a nuestras hijas, al cumplir sus cincuenta lunas, sobre un petate, para que aprendan a mirar las estrellas y escuchen la voz de nuestras raíces, y su carne de maíz se nutra de esperanza”. Así hablaba la comandanta Ramona a las mujeres de Acteal, antes del levantamiento.
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la tierra bramó, y las estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las mujeres madres, las no nacidas y los hombres de Acteal, habían sido masacrados por las guardias blancas de paramilitares, al servicio del corazón egoísta de los otros, siervos del capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol V”: “Se alza la palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor la proclamación de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región de San Cristóbal de las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y rascándose el ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en sus ojos, como hermosos espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un nuevo amanecer. Esa noche escuchó en el rumor de las hojas de los frondosos árboles de mango, una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas que han sido enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de sus raíces, dan la mano a cada una para abrirles las puertas de los caminos que las llevarán hasta sus hojas, que tocan las estrellas. Cuando caen las hojas nocturnas es que han tocado el haz de una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para que renazca una nueva indígena forjadora de mujeres y hombres libres.
Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta lunas y tu has sido testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus voces para resistir al sistema injusto y defender con sus vidas los derechos de los pueblos indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto como caminaban tu madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa que llaman “nueva semilla que va a producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos, construyendo autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra madre tierra intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he alimentado, te he dado la vida, he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas. De mis entrañas, aires y aguas, salen todas las riquezas para tu pueblo”. La pequeña escuchaba atenta y sentía como la cálida tierra la acariciaba. Seguía observando a la luna, y el conejo continuaba su diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas las que en ella trabajan, se han ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano izquierda de la niña y posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su madre le había dicho sobre la tortuga, que era un animal muy sabio, que la había escogido a ella de entre muchas niñas, para hacerse su compañera y ayudarla con su tenacidad a que se reconocieran sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser verdaderamente respetada en nuestro modo, para con su paciencia no desfallecer en tu rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos de la pequeña: “Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de tus mártires, que viven en los árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre, tu padre y tus hermanas, están aquí, en las hojas de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la trascendencia, la llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó a enjuagarse, mojó su cara, para encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes, como las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz de su sentido de vida, buscando en sus ojos, los de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los árboles: “Tenemos que seguir caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización paramilitar “Paz y Justicia”, que armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de nuestro pueblo, invadiendo y despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para denunciar los ataques del mal gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía, apenas alcanzada la edad de procrear, había decidido tener una hija para contribuir a la multiplicación de las mujeres y hombres de maíz, para seguir cuidando de nuestra madre tierra. “Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad informaba hacía ya setenta lunas antes: “Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de las 21 mujeres, 15 niñas y niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el norteño municipio de Chenalhó”.
La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se mantenía al lado de Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó nacer. Pero que gracias a nuestra madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían renacido.
Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió boca arriba, para alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.
Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la pequeña, hecha mujer, estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña, morena, cabello negro. La arropó con sus brazos y la amamantó con su amor y deseo de justicia.
Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza arriba, ha aprender a mirar con esperanza subversiva.
Marco Antonio Cortés
El Tejar, México
Publicado por Servicios Koinonia
Cuarenta lunas les habían pasado, cuando los árboles crujieron, los ríos crepitaron, la tierra bramó, y las estrellas, al llegar la noche cayeron en llanto, inconsolables. Las mujeres madres, las no nacidas y los hombres de Acteal, habían sido masacrados por las guardias blancas de paramilitares, al servicio del corazón egoísta de los otros, siervos del capitalismo.
Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad del llamado “Caracol V”: “Se alza la palabra de las mujeres y hombres indígenas que han logrado con su sudor la proclamación de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas”.
Eran las seis de la tarde, el sol se estaba ocultando detrás de las montañas de la región de San Cristóbal de las Casas, Chiapaz.
La niña Quetzalli, con su cotona de lana, estaba acostada sobre un petate, panza arriba y rascándose el ombligo, su mirada de mujer llegaba hasta la última estrella del cosmos, en sus ojos, como hermosos espejos, se reflejaba la luna, mensajera de esperanza de un nuevo amanecer. Esa noche escuchó en el rumor de las hojas de los frondosos árboles de mango, una voz milenaria.
Le habían enseñado las ancianas de su pueblo, que la vida de cada una de las personas que han sido enterradas está depositada en la sabia de los árboles, quienes por medio de sus raíces, dan la mano a cada una para abrirles las puertas de los caminos que las llevarán hasta sus hojas, que tocan las estrellas. Cuando caen las hojas nocturnas es que han tocado el haz de una estrella, y ambas, hoja y estrella, se confabulan para que renazca una nueva indígena forjadora de mujeres y hombres libres.
Esa noche las hojas hablaban con el conejo de la luna: “Han pasado ya ciento cuarenta lunas y tu has sido testigo de que nuestros pueblos indígenas de Chiapaz han alzado sus voces para resistir al sistema injusto y defender con sus vidas los derechos de los pueblos indios”.
El conejo, se hospedó esa noche en la frente de la niña y susurró a sus oídos: “He visto como caminaban tu madre, tu padre y tus hermanas con la Junta de Buen Gobierno, esa que llaman “nueva semilla que va a producir”. Los vi caminar junto con los otros pueblos, construyendo autonomía en su territorio”.
Un pequeño temblor sacudió el petate y el ligero cuerpo de la niña. “Ejem, ejem”. Nuestra madre tierra intervino, comenzó a hablar al corazón de Quetzalli: “Yo te he nacido, te he alimentado, te he dado la vida, he guardado tu historia, soy la misma tierra de tus abuelas. De mis entrañas, aires y aguas, salen todas las riquezas para tu pueblo”. La pequeña escuchaba atenta y sentía como la cálida tierra la acariciaba. Seguía observando a la luna, y el conejo continuaba su diálogo: “Por eso tu madre, tu padre, tus hermanas y todas las que en ella trabajan, se han ganado el derecho de vivir en ella”.
“Santita, recibe paz”. Dijo la tortuga. Había llegado con su andar paciente a la mano izquierda de la niña y posó la base de su verde caparazón sobre la palma de su mano. Su madre le había dicho sobre la tortuga, que era un animal muy sabio, que la había escogido a ella de entre muchas niñas, para hacerse su compañera y ayudarla con su tenacidad a que se reconocieran sus derechos, a ser tomada en cuenta y ser verdaderamente respetada en nuestro modo, para con su paciencia no desfallecer en tu rebeldía y resistencia”.
La tortuga como fiel nahual, con su voz grabe y ronca habló con ternura a los sentimientos de la pequeña: “Sigue caminando en la esperanza subversiva, de tu sangre indígena, de tus mártires, que viven en los árboles de raíces tan profundas jamás cortadas. Tu madre, tu padre y tus hermanas, están aquí, en las hojas de estos mangos”.
“¡Quetzalli, linda, despierta!” Dijo su abuela. La tomó de la mano con el amor intenso de la trascendencia, la llevó consigo hasta la carreta donde había un balde con agua, la ayudó a enjuagarse, mojó su cara, para encontrarse con esos hermosos ojos negros, brillantes, como las obsidianas. Quetzalli la miró hasta la raíz de su sentido de vida, buscando en sus ojos, los de su madre. La abuela hablaba casi como el susurro de los árboles: “Tenemos que seguir caminando, vamos a denunciar la incursión de la organización paramilitar “Paz y Justicia”, que armados mataron a tu familia y a otras hermanas más de nuestro pueblo, invadiendo y despojándonos de nuestras tierras. Porque ellos obedecen al corazón egoísta del capitalismo”.
La pequeña, era ya una mujer indígena, a su corta edad, alzaba su palabra para denunciar los ataques del mal gobierno. La tortuga durante el camino le contó, que su tía, apenas alcanzada la edad de procrear, había decidido tener una hija para contribuir a la multiplicación de las mujeres y hombres de maíz, para seguir cuidando de nuestra madre tierra. “Una radio encendida en una empobrecida y autónoma comunidad informaba hacía ya setenta lunas antes: “Fueron encontradas 4 mujeres embarazadas, en la masacre de las 21 mujeres, 15 niñas y niños y 9 hombres, indígenas simpatizantes del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en la empobrecida comunidad de Acteal, en el norteño municipio de Chenalhó”.
La tortuga, que seguía el camino de la esperanza subversiva en un nuevo amanecer, se mantenía al lado de Quetzalli, esa pequeña que el corazón egoísta del capitalismo le negó nacer. Pero que gracias a nuestra madre tierra, los árboles y las estrellas, la habían renacido.
Extendió su petate, entre la petatera de los marchistas, se acomodó su cotona y se tendió boca arriba, para alimentar su mirada con esperanza de hojas y estrellas.
Han pasado cien lunas, en una pequeña casa de palma y estuco hecho de barro, la pequeña, hecha mujer, estaba por opción siendo madre al parir una hermosa niña, morena, cabello negro. La arropó con sus brazos y la amamantó con su amor y deseo de justicia.
Ya pasadas 50 lunas, como es la costumbre, le vistió su cotona de lana y la acostó panza arriba, ha aprender a mirar con esperanza subversiva.
Marco Antonio Cortés
El Tejar, México
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