Por José M. Castillo
Ayer falleció José Saramago, premio Nobel de literatura. Y esta mañana, al ponerme a escribir esta entrada en el blog, no puedo dejar de pensar en algo que me causa un profundo malestar: son ya muchas las personas de gran calidad que, como Saramago, se han distinguido por dedicar lo mejor de sus vidas a la defensa de las causas más nobles (la justicia, el derecho, la libertad, la paz, los oprimidos…), pero resulta que, al mismo tiempo, muchos, muchísimos, de los que se han dedicado a todo eso son agnósticos, ateos y, por supuesto, nada religiosos. ¿Qué pasa aquí?
Desde luego, son también muchos los creyentes que, por la fuerza de sus creencias, han dado lo mejor de sus vidas, y hasta la vida misma, por esas mismas causas. Pero esto no le quita importancia, ni suprime el problema que representa el hecho, tan repetido, de tantos ateos, tan profundamente humanistas. Como tampoco le quita su peso al hecho de tantos hombres religiosos, que han dado pruebas sobradas de vivir como unos sinvergüenzas.
Pensando en estas cosas, me ha venido a la cabeza el recuerdo de aquel centurión romano, del que hablan los evangelios (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54), un hombre tan honrado y tan buena persona, que no pudo soportar el sufrimiento de un “esclavo” (doulos) (Lc 7, 2) que se le estaba muriendo en su casa.
Pues bien, de este jefe militar, que mandaba a la tropas de ocupación y que, desde luego, ni tenía, ni podía tener, las creencias religiosas de los judíos, dijo Jesús: “Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe” (Mt 8, 10 par).
Como es lógico, aquel militar, que tenía que haber hecho el juramento de fidelidad al Emperador, como “Sumo Pontífice” de los “dioses” del Imperio, a juicio de Jesús tenía más fe que nadie en la Palestina de aquel tiempo. ¿Qué fe tenía aquel hombre? Por supuesto, no tenía las creencias religiosas de los judíos; ni las de los que seguían a Jesús; ni cumplía con las observancias de la religión revelada (según decimos en la tradición judeo-cristiana). Entonces, ¿qué fe tenía aquel hombre? ¿por qué Jesús afirma que tenía tanta fe?
La respuesta es muy sencilla: lo que aquel hombre tenía era una enorme humanidad. Era buena persona a carta cabal. Pues bien, sin duda alguna, en eso consistía básicamente la fe, según los criterios de Jesús. Por eso, en los evangelios, la fe se entiende de manera muy distinta a como se entiende en las cartas de Pablo: la fe en conexión con la “justificación” ante Dios y, mediante eso, como logro de la “salvación” eterna (Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1; Gal 2, 16. 20; 3, 7. 9-12, etc).
Esto dijo san Pablo en los primeros años 50. Pero veinte años más tarde, en los primeros años 70, cuando se redacta el evangelio de Marcos y más tarde los otros evangelios, se presenta la fe de otra manera: ya no se trata de una relación “religiosa” con lo “trascendente”, sino de una “experiencia de humanidad”, de vida, de salud, de confianza en Jesús.
De ahí, la insistente afirmación de Jesús a los enfermos que curaba: “Tu fe te ha salvado” (Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 12), lo que le dijo también Jesús a la mujer de mala fama, la gran pecadora, a la que Jesús devolvió su dignidad (Lc 7, 50). Esto ya es otra fe y otra salvación. Es la fe que se pone de parte de los que sufren y de los que se ven maltratados por la vida.
Con lo dicho hay bastante. Sobre todo, para hacerse una pregunta que da que pensar: ¿Quién tiene fe de verdad? ¿No cabe decir que existe una extraña “fe de los ateos”, de los que no tienen “religión”, pero sienten vivamente lo humano y tienen por eso una gran “humanidad”?
Al menos, como pregunta - me parece a mí -, tenemos que afrontar este asunto capital. Porque bien puede ocurrir que, pensando que tenemos el don de la fe, en realidad (y según los criterios de Jesús), nuestra presunta fe no es precisamente ejemplar. Como también puede ocurrir que los “ateos creyentes” (evangélicamente hablando) sean más numerosos de lo que imaginamos.
Desde luego, son también muchos los creyentes que, por la fuerza de sus creencias, han dado lo mejor de sus vidas, y hasta la vida misma, por esas mismas causas. Pero esto no le quita importancia, ni suprime el problema que representa el hecho, tan repetido, de tantos ateos, tan profundamente humanistas. Como tampoco le quita su peso al hecho de tantos hombres religiosos, que han dado pruebas sobradas de vivir como unos sinvergüenzas.
Pensando en estas cosas, me ha venido a la cabeza el recuerdo de aquel centurión romano, del que hablan los evangelios (Mt 8, 5-13; Lc 7, 2-10; Jn 4, 43-54), un hombre tan honrado y tan buena persona, que no pudo soportar el sufrimiento de un “esclavo” (doulos) (Lc 7, 2) que se le estaba muriendo en su casa.
Pues bien, de este jefe militar, que mandaba a la tropas de ocupación y que, desde luego, ni tenía, ni podía tener, las creencias religiosas de los judíos, dijo Jesús: “Os aseguro que en ningún israelita he encontrado tanta fe” (Mt 8, 10 par).
Como es lógico, aquel militar, que tenía que haber hecho el juramento de fidelidad al Emperador, como “Sumo Pontífice” de los “dioses” del Imperio, a juicio de Jesús tenía más fe que nadie en la Palestina de aquel tiempo. ¿Qué fe tenía aquel hombre? Por supuesto, no tenía las creencias religiosas de los judíos; ni las de los que seguían a Jesús; ni cumplía con las observancias de la religión revelada (según decimos en la tradición judeo-cristiana). Entonces, ¿qué fe tenía aquel hombre? ¿por qué Jesús afirma que tenía tanta fe?
La respuesta es muy sencilla: lo que aquel hombre tenía era una enorme humanidad. Era buena persona a carta cabal. Pues bien, sin duda alguna, en eso consistía básicamente la fe, según los criterios de Jesús. Por eso, en los evangelios, la fe se entiende de manera muy distinta a como se entiende en las cartas de Pablo: la fe en conexión con la “justificación” ante Dios y, mediante eso, como logro de la “salvación” eterna (Rom 1, 17; 3, 22. 25. 26. 30; 4, 16; 5, 1; Gal 2, 16. 20; 3, 7. 9-12, etc).
Esto dijo san Pablo en los primeros años 50. Pero veinte años más tarde, en los primeros años 70, cuando se redacta el evangelio de Marcos y más tarde los otros evangelios, se presenta la fe de otra manera: ya no se trata de una relación “religiosa” con lo “trascendente”, sino de una “experiencia de humanidad”, de vida, de salud, de confianza en Jesús.
De ahí, la insistente afirmación de Jesús a los enfermos que curaba: “Tu fe te ha salvado” (Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 12), lo que le dijo también Jesús a la mujer de mala fama, la gran pecadora, a la que Jesús devolvió su dignidad (Lc 7, 50). Esto ya es otra fe y otra salvación. Es la fe que se pone de parte de los que sufren y de los que se ven maltratados por la vida.
Con lo dicho hay bastante. Sobre todo, para hacerse una pregunta que da que pensar: ¿Quién tiene fe de verdad? ¿No cabe decir que existe una extraña “fe de los ateos”, de los que no tienen “religión”, pero sienten vivamente lo humano y tienen por eso una gran “humanidad”?
Al menos, como pregunta - me parece a mí -, tenemos que afrontar este asunto capital. Porque bien puede ocurrir que, pensando que tenemos el don de la fe, en realidad (y según los criterios de Jesús), nuestra presunta fe no es precisamente ejemplar. Como también puede ocurrir que los “ateos creyentes” (evangélicamente hablando) sean más numerosos de lo que imaginamos.
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