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lunes, 16 de agosto de 2010

Andra Mari: La Mujer María 2. Inmaculada y Asunción


Publicado por El Blog de X. Pikaza

Desde el esquema que ayer ofrecí se entienden los dogmas antropológicos de la mariología católica más reciente (Inmaculada y Asunción), que no han sido totalmente aceptados por el conjunto de las iglesias, de manera que se encuentran todavía en período de recepción.

Ciertamente, estos dogmas han surgido a partir coordenadas culturales antiguas, en gran parte superadas (son como el resto de una iglesia medieval y barroca que no había entrado todavía en la modernidad). Por otra parte, ellos suscitan dificultades para unas iglesias, como las protestantes, más centradas en Jesús como Palabra, que en los posibles privilegios de su Madre.

Pero, mirados con más hondura, desde la perspectiva de la carne pascual, ellos pueden abrir caminos de experiencia y de vinculación cristiana muy valiosos para el futuro. Desde ese fondo, como expresión de una antropología inclusiva, abierta a todos los cristianos y en el fondo a todos los hombres y mujeres de la historia humana queremos ahora presentarlos. María no aparece en ellos simplemente como «la mujer», en contraposición con los varones, sino como la cristiana ejemplar, como la persona humana ya realizada, en el camino entero que va del nacimiento a la muerte.
(En la imagen una Asunciòn clásica de María Magdalena, de F. Lupicini, que a veces se presenta como Asunciòn de la Madre de Madre. Sea como fuere, es una Asunciòn de Mujer).

Punto de partida

Estos son dogmas antropológicos y pascuales que sólo han podido expresarse a lo largo de una determinada historia de la iglesia. Carece de sentido buscar su demostración o prueba en la Escritura, pues sus presupuestos e intereses desbordan los planteamientos de los creyentes de las comunidades más antiguas (del tiempo en que se escribieron los libros del Nuevo Testamento y los grandes tratados de los Padres de la Iglesia). Sin embargo, vividos desde la totalidad del misterio cristiano, esos dogmas resultan no sólo coherentes, sino que pueden iluminar el sentido más hondo de la vida humana, tal como ha venido desplegarse en María, la Madre de Jesús .

Al dogma católico pertenece no sólo la definición (hecha por un Concilio o Papa), sino también, y de un modo especial, la recepción: es decir, la acogida y desarrollo de ese dogma dentro de la comunidad cristiana, cosa que puede durar mucho tiempo (como sucedió con las declaraciones de Nicea y Calcedonia). Son muchos los que piensan que hubiera sido mejor que no se hubieran hecho esas definiciones, que sería mejor olvidarlas. Otros pensamos que, a pesar de algunas cuestiones de fondo, ellas pueden ofrecer un aporte muy significativo para la comprensión del misterio cristiano, en un camino de diálogo eclesial y cultural que sigue abierto. Evidentemente, ellas no pueden imponerse, sino sólo ofrecerse en gesto dialogal, a los ortodoxos y protestantes; sólo podremos decir que esas definiciones se vuelven dogmas de verdad si logramos ofrecerlas como camino de humanización al conjunto de las iglesias.

Los lectores podrán observar que estoy elaborando una mariología inclusiva, que no niega en modo alguno el carácter único de la Madre de Jesús (fue una mujer concreta, con una historia muy particular, con una identidad que nadie más podrá tener en el trascurso de la historia), pero que la sitúa y expande hacia todos los creyentes. En ese sentido interpretamos los «dogmas» de la inmaculada y de la ascensión, como elementos básicos de una antropología cristiana, centrada, como hemos dicho, en el carácter natal y mortal del hombre.

1. Inmaculada Concepción. El hombre ser natal.

Las disputas sobre la eugenesia, con todo lo que implican sobre la posible manipulación del origen humano (fecundación partenogenética e implantación in vitro, clonación y gestación extrauterina...), han cambiado de forma radical las formas anteriores de relacionar placer sexual y pecado original. Ya nadie puede vincular en serio la generación con el pecado, como se ha venido haciendo por siglos. A pesar de ello, existe el misterio y problema de la generación y resulta más fuerte que en otros tiempos. Este es misterio de la «santidad» de la generación y nacimiento humano, que aparecen como signo y presencia del Espíritu de Dios, de manera que podemos afirmar que todo verdadero nacimiento humano es obra del Espíritu, ampliando así la formulación mariana. Pero, al mismo tiempo, la generación se ha convertido en problema clave, en el momento central de una gran disputa en curso sobre el sentido, límites y riesgos de la manipulación y/o mejora genética.

La iglesia sabe que hay un tipo de «pecado original», un poder histórico del mal que nos precede y amenaza, vinculada a nuestra propia violencia, a las estructuras sociales de muerte que dominan sobre el mundo. Durante siglos se ha pensado que ese pecado se expresaba de forma privilegiada en el placer sexual y en los procesos de la concepción. Pues bien, en contra de eso, Pío IX definió en 1854:

«la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser creída...» (Denzinger-Hünermann 2803).

Este dogma nos introduce en el lugar de las disputas sobre el origen pecaminoso del ser humano, en un contexto donde la misma concepción aparecía vinculada a un tipo de 'suciedad' básicamente sexual, para transformar de raíz esos presupuestos.

Este es un dogma sobre la concepción, es decir, sobre el surgimiento humano de María. Se trata, por principio, de una concepción normal, dentro de la historia israelita (y universal). A partir del Proto-evangelio de Santiago, la tradición litúrgica cristiana ha dado un nombre a los padres de María: Ana y Joaquín. Ellos se unieron un día al modo acostumbrado y concibieron a una hija, a la que llamaron María. Pues bien, en contra de las tendencias normales de una piedad y teología anteriores, que habían estado obsesionadas por el pecado del origen (engendramiento) humana, el Papa afirmó que la concepción de María (realizada, de un modo sexual y personal, por la unión de varón y mujer) estuvo libre de todo pecado o, mejor dicho, fue un acto de purísima gracia. Al decir eso, la iglesia realizó una opción antropológica de grandes consecuencias, que aún no ha sido suficientemente valorada, superando una visión negativa del surgimiento humano, que se solía unir con el pecado.

Este dogma tiene un carácter pro-sexual: la cohabitación fecunda de Joaquín y Ana (supongamos que se llamaran así los padres históricos de María) queda integrada en la providencia de Dios, es un gesto de gracia. La misma carne, espacio y momento de encuentro humano del que surge un niño (María) aparece así como 'santa', es decir, como revelación de Dios. Este dogma tiene un carácter genético y natal: el origen del hombre, con todo lo que implica de fecundación y cuidado de la vida que se gesta, viene a presentarse como revelación de Dios.

En este contexto, la santidad está expresada a la misma vinculación genética de los padres (a su amor total) y, de un modo especial, al surgimiento personal del niño (en este caso de la niña) que nace por cuidado y presencia especial de Dios. Este «dogma» es inclusivo, no excluyente: lo que se dice de María puede y debe afirmarse de cualquier vida que nace. Toda historia humana es sagrada, presencia de Dios (es inmaculada, por utilizar el lenguaje del dogma), pero no por algún tipo de racionalidad abstracta, sino «en atención de los méritos de Cristo». Cada vida que nace es, según eso, una revelación del misterio mesiánico, abierto a la promesa de la Vida que es Dios.

Este dogma es anti-helenista, pues va contra aquellos que, en línea de espiritualismo o gnosis, suponen que «el mayor pecado del hombre es haber nacido» (Calderón de la Barca) en un mundo dominado por la culpa, condenado a muerte. Este dogma ha sido y sigue siendo causa de gran consuelo para muchísimos cristianos, que asumen como propio este misterio del origen de María: lo que en ella ha sucedido no se puede interpretar de una manera aislada, como simple excepción, sino que es garantía del valor más hondo de la fecundidad humana, en clave familiar, social, cultural. Desde ese fondo, sólo podemos hablar de Inmaculada Concepción si hablamos de Inmaculado nacimiento e Inmaculada educación, pues ambas cosas van incluidas en el surgimiento personal humano.

María es Inmaculada de manera receptiva, acogiendo la vida y cariño, la presencia y palabra que le ofrece los padres, y es Inmaculada de manera activa, respondiendo de forma personal al don de la vida que le ofrecen otros. De esta forma, la Inmaculada Concepción es signo de providencia histórica de Dios, que se expresa a través de los padres de María, a quienes la tradición ha concebido como plenitud de la historia israelita, y como signo de providencia personal de María, que a lo largo de su vida ha respondido a la gracia de su nacimiento.

Este es un dogma que se abre al conjunto de la historia humana, especialmente a la israelita, situándola a la luz de la gracia de Dios, en un sentido carnal, muy concreto. La santidad de Dios no se revela en un pensamiento o idea separada de la vida, sino en el mismo origen carnal de la vida. De manera sorprendente, este argumento encaja, desde una perspectiva confesional y religiosa, con los mejores argumentos de uno de los libros antropológicos más significativos de los últimos años. Cf. J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana, Paidós, Barcelona 2002, 52, 81-82, que asume los argumentos básicos de H. ARENDT, La condiciòn humana, Paidós, Barcelona 1993, sobre el carácter genético y natal del hombre.

2. Asunción en cuerpo y alma, el hombre ser mortal.

El hombre es un ser que nace «por gracia de Dios» y que parece morir por múltiples razones (por condición biológica, por experiencia biográfica, quizá por algún tipo de pecado...). Lo cierto es que sólo el hombre muere, pues él es el único que nace. Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, pues forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal.

Cada hombre, en cambio, es auto-presencia, se identifica consigo mismo desde Dios, es único en el mundo y en la historia. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba Rosenzweig su libro más inquietante y luminoso de antropología judía .Pues bien, este morir puede entenderse como expresión del amor de Dios, como momento culminante de una personal de encuentro con Dios y de apertura a los demás. Esto es lo que han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús; eso es lo que la Iglesia ha expandido y aplicado a María.

Rosenzweig supone que muchos filósofos y pensadores religiosos han querido engañar a los hombres con la mentira piadosa de que ellos son inmortales, añadiendo que la muerte es una pura apariencia. Pues bien, ese consuelo es mentiroso y se sitúa en la línea de la evasión gnóstica o espiritualista. Ninguna respuesta compasiva puede aquietar a los hombres, que nacen y mueren, ninguna teoría teórica puede convencerles. No hay más respuesta que la fe en el Dios de la Vida, que se expresa en la propia entrega de la vida a favor de los demás, es decir, en el camino y entrega de la muerte, no en contra de ella. Sólo se puede superar el dolor de la muerte aceptándola. Esta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios.

En esta línea se entiende el dogma de Asunción de María, que Pío XII definió en 1950, poniendo de relieve la vinculación de la Madre con su Hijo Jesucristo, diciendo: que

«la Inmaculada Madre de Dios... cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Denzinger-Hünermann 3903).

La vida en la tierra aparece así como un curso, una carrera, que se expresa en formas de carne, de riesgo de muerte. Pues bien, cumplido ese curso vital, que había comenzado por el nacimiento, María ha sido asumida (assumpta) a la gloria de Dios, que se identifica con la misma Resurrección y Ascensión mesiánica de su Hijo Jesús. El dogma no dice cómo murió María y algunos han podido afirmar que fue arrebatada directamente (sin haber muerto en el sentido externo) a la Gloria del Cristo, como 1Tes 4, 17 supone para los justos de la última generación. Sea ello como fuere, la iglesia sabe que María ha culminado su camino, alcanzando la gloria mesiánica de Cristo, su Hijo, y abriendo un camino para el conjunto de la humanidad, que está siendo elevada en carne a Dios.

La antropología helenista, que ha sido dominante en la iglesia, ha venido afirmando que el alma de los justos sube al cielo tras la muerte (porque ella es inmortal), pero que el cuerpo tiene que esperar hasta la resurrección del fin de los tiempos.

En contra eso, situándose en un camino distinto de experiencia antropológica y culminación pascual, este dogma afirma que María ha culminado su vida en Dios, por medio de Jesús, en cuerpo y alma, es decir, como carne personal o, mejor dicho, como persona histórica. De esa manera nos sitúa en el centro del misterio cristiano, vinculado a la muerte y resurrección de Jesús.

Este dogma no niega la muerte, no dice que el alma sea inmortal por su naturaleza; no escinde o separa a María del resto de los fieles, como si a ella se le hubiera ofrecido algo que no se da a los otros, como si ella fuera la única que muere y sube (resucita) al acabar el curso de su vida. Al contrario, este dogma abre para todos los creyentes una misma experiencia pascual, asumiendo con Jesús la muerte. María aparece así como primera cristiana completa, pues la vemos en Jesús y por Jesús como primera de los resucitados.

Estos dogmas (el de la Inmaculada y el de Asunción, uno en nivel de la natalidad, otro en el nivel de la mortalidad) se vinculan entre sí, tranzado las líneas básicas de la antropología cristiana, desde la perspectiva de María. Ellos sitúan en el centro de una fuerte simbología teológica, que vincula el nacimiento al amor de Dios y la muerte al despliegue de su Vida en Cristo, como Amor que se expresa en el mismo gesto de la muerte donde culmina una vida que se ha desplegado al servicio de los demás.

En esa perspectiva ha de entenderse la tradición de la iglesia, que ha vinculado la Asunción con la Coronación de María como reino del cielo y de la tierra. Evidentemente, se trata de una imagen, pero es muy significativa: a través de su vida mesiánica, al servicio del evangelio de Jesús, habiendo superado toda forma particular o egoísta de búsqueda de sí, María ha sido recibida en el misterio de la Trinidad de manera que el Padre y el Hijo unidos la coronan con el Espíritu Santo (que puede aparecer en forma de paloma).
De esa manera su misma carne queda integrada en el misterio de Dios, pero no en nombre propio, sino en nombre y como signo del conjunto de la historia humana. El mismo Dios que se ha encarnado en Jesús recibe en su gloria la carne de la humanidad. Por eso dirá el Vaticano II que ella no se puede separar de los creyentes, pues su camino sigue siendo el camino de la Iglesia o, mejor dicho, de la humanidad entera, abierta hacia Dios a través de una solidaridad de vida y muerte, de generación y solidaridad encarnada (cf. Lumen Gentium, 63-65).

Carece de sentido hablar de una Inmaculada o de una Asunción exclusivas de María, pues ello iría en contra del gran principio de la unión de los creyentes en la carne. Los artículos finales del de la confesión de fe (creo en la comunión de los santos y en la resurrección de la carne) sólo pueden entenderse si es que ellos se vinculan entre sí, de manera que se hable al mismo tiempo de una comunión de la carne inmaculada de la historia (no un plano de ideas o principios generales), para superar así el pecado y la injusticia de la tierra, y de una resurrección de los muertos, en la culminación de historia, donde todo al final llegará a ser inmaculado .

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