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domingo, 22 de agosto de 2010

LA AUTORIDAD DE JESÚS



Jesús, seguramente, no se dio a sí mismo ningún título: ni “Mesías”, ni “hijo de Dios”, ni “profeta”. Se llamó únicamente “hijo del hombre”, dándose el título más humilde y excelso, y se puso en estrecha relación con el “hijo del hombre” del futuro. En este título se resume la hondura inagotable de Jesús y de su conciencia.

De todos modos, si queremos conocer lo que Jesús pensaba acerca de sí, tenemos un camino mejor que el análisis de los títulos: se trata de mirar cómo se sitúa Jesús, en su enseñanza y comportamiento general, ante Dios y los hombres. Apenas nos dijo nada directamente acerca de sí; no nos enseñó “cristología” alguna; no nos dio datos acerca de su psicología. Pero en su enseñanza y en su conducta deja entrever una “autoridad” o un carisma muy especial.


El atractivo de Jesús

No cabe duda de que Jesús poseía una aureola y un atractivo muy especiales. Era una personalidad muy “carismática”. Irradiaba una fuerza y una energía interior en su manera de enseñar, de obrar, de relacionarse. Muestra una asombrosa independencia, una asombrosa osadía, una asombrosa autenticidad y libertad interior.

Jesús no es repetidor de lo aprendido de otros, y nunca se apoya en una enseñanza o una autoridad ajena. Enseña desde sí y decide desde sí, desde una libertad y una autoridad que le brotan de dentro. Es como si no reconociera otra autoridad ni otro maestro que Dios mismo.

No teme la opinión de los demás, ni la condena de la gente, ni la persecución de las autoridades, ni el conflicto:

“Maestro, sabemos que eres sincero y que no te dejas influir por nadie, pues no miras la condición de las personas, sino que enseñas con verdad el camino de Dios” (Mc 12,14).

Pero no pensemos que Jesús era un héroe encumbrado y lejano: la muerte le da miedo, sobre todo cuando la luz del Padre del cielo se le apaga en las pupilas; es observador atento de las cosas pequeñas, cercano a la gente sencilla, sensible con las alegrías y las penas de quienes le rodean.

Está muy seguro de sí, pero no es en absoluto altivo. Tiene iniciativa y valentía a raudales, pero ninguna presunción. Siempre se muestra natural. Y sencillo, admirablemente sencillo, y eso es lo más hermoso.


“Amén os digo”

Los judíos decían Amén (“en verdad”) al concluir una oración (como lo decimos también los cristianos, siguiendo a los judíos), para reafirmar lo dicho en la oración. Algunas veces utilizaban también la expresión Amén al comienzo de una frase, cuando querían responder a alguien corroborando lo que el otro acababa de decir.

Jesús, en cambio, dice Amén al comienzo de unas declaraciones y enseñanzas propias:

“Amén os digo que, mientras duren el cielo y la tierra, la más pequeña letra de la ley estará vigente hasta que todo se cumpla” (Mt 5,18...).

En la literatura judía no se conoce ni una sola declaración de nadie que empiece con Amén.

En los evangelios tenemos muchas frases que empiezan así, pero únicamente en labios de Jesús. No se trata de una o dos frases: en los sinópticos hallamos 38 afirmaciones de Jesús que empiezan con Amén, sin contar los lugares paralelos; y en el evangelio de Juan tenemos otras 25 afirmaciones diferentes, con la particularidad de que éstas empiezan con un doble Amén:

“Amén, amén os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el hijo del hombre” (Jn 1,55);

“Amén, amén te digo que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Jn 3,3)...

Tal vez fue el mismo Jesús el que inventó esa manera de hablar (así piensa J. Jeremías), para reemplazar la fórmula habitual de los profetas: “Así dice el Señor”. Así pues, al hablar de esta manera, Jesús manifestaría la seguridad de que su enseñanza revela directamente la voluntad de Dios.


“Pero yo os digo”

“Moisés os dijo tal y tal cosa en la Torá [las Sagradas Escrituras, especialmente el Pentateuco]; yo, en cambio, os digo esto otro”.

No se conoce esta manera de hablar entre los rabinos: éstos sí utilizaban ese giro (“Pero yo os digo”) para contraponer la propia enseñanza a la de otro rabino, pero nunca para contraponerla a la de Moisés.

Al decir “Pero yo os digo”, Jesús no rechaza la Torá, pero sí la completa, o la interpreta de una nueva forma.

La manera de expresarse es más llamativa que el contenido mismo: en efecto, Jesús no habla en nombre de la Torá, ni siquiera en nombre de Dios (al menos directamente), sino en su propio nombre y por iniciativa propia. Así pone de manifiesto una “conciencia de autoridad” muy especial. Y a sus discípulos nos llama a esa misma “autoridad”: a ser profetas, y no esclavos temerosos de la letra.


¿En nombre de quién?

En el siglo I se vivió una gran “crisis de autoridad” dentro del judaísmo (Ch. Perrot). Se preguntaban: ¿quién tiene la suprema autoridad? ¿A quién se debe obedecer?

Los saduceos se atenían únicamente a la Torá de Moisés (el Pentateuco), dejando de lado los demás escritos y las tradiciones de los padres, y siendo los sacerdotes los que detentaban la máxima autoridad.

Para los fariseos, había que cumplir tanto las Escrituras (incluidos los Profetas) como la “tradición de los antepasados”, y la autoridad no estaba únicamente en manos de los sacerdotes, sino también de los escribas.

En cuanto a los esenios, consideraban como normativas la Torá, los Profetas y las enseñanzas del “Maestro de Justicia” (el fundador de la comunidad), así como las tradiciones de la propia comunidad.

Jesús, por el contrario, da señales de una asombrosa libertad y espíritu crítico: critica las tradiciones de los padres (Mc 7,3-9), así como a los sacerdotes (cf. la parábola del buen samaritano: Lc 10,30-26), se muestra muy libre incluso frente a la Torá. Interpreta las Escrituras con libertad (no acepta, por ejemplo, la puerta abierta al divorcio por Dt 24,1-4: Mc 10,2-9).

Y al obrar de esta manera, Jesús no se apoya en la autoridad de otro rabino, ni en la de un profeta, ni siquiera en la autoridad de la Torá o de las Escrituras. Jesús aparece como carismático: enseñó y obró sin aferrarse a autoridades sagradas, como guiándose por sí mismo, como quien está muy seguro de que es capaz de conocer por sí mismo la voluntad de Dios.

Ante semejante autoridad, era inevitable la pregunta: “¿Con qué autoridad obras así?” (Mc 11,28). Jesús no les respondió.

Jesús les contestó: “Yo también os voy a hacer una pregunta: ¿Quién envió a Juan a bautizar: Dios o los hombres? Contestadme. Si me dais la respuesta, yo os diré con qué autoridad hago estas cosas”.

Lo que equivale a decir: “No tengo por qué rendiros cuentas a vosotros” (Mc 11,33).

“Tus pecados te son perdonados”

“Tus pecados te son perdonados” (Mc 2,5). Es decir: “Dios perdona tus pecados”. Así habla Jesús al paralítico. Jesús no le dice que él le perdona los pecados, sino que Dios se los perdona.

Pero también eso resultaba intolerable para muchos; no podían admitir que una persona humana ofreciera el perdón de Dios:

“¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (Mc 2,7; Lc 7,49).

Conocemos, sin embargo, a un judío anónimo que dice las mismas palabras pronunciadas por Jesús con ocasión de una curación. Y ahí tenemos a Juan Bautista que ofrecía un rito para el perdón de los pecados. Así pues, Jesús no se atribuye a sí mismo un poder superior al que se atribuyen el judío anónimo o Juan Bautista.

También aquí, lo más importante no es que únicamente Jesús haya anunciado el perdón de los pecados, sino que Jesús lo haya anunciado. Lo esencial es que Jesús se sintió como anunciador y mensajero del perdón de Dios, que se hizo sacramento del perdón gratuito de Dios para los publicanos y pecadores, compartiendo la mesa con ellos, que manifestó el perdón gratuito de Dios en tantas parábolas:

Los diez mil talentos y los cien denarios (Mt 18,23-35)
El hijo pródigo y el padre bueno (Lc 15,11-32)
El fariseo y el publicano (Lc 18,9-14)

En lo hondo de su conciencia, Jesús estaba penetrado por la certeza del perdón incondicional de Dios, por la certeza del perdón sanador de Dios. Y se sentía llamado a expresarlo con sus palabras y sus hechos.



Para orar

Al asistirme tú, al lavarme y sumergirme en las aguas,
vi resplandores que brillaban a mi alrededor
y los rayos de tu rostro entremezclados con las aguas,
y quedé fuera de mí al verme lavado con aguas semejantes a la luz.
Tú purificaste mi mente y ensanchaste la visión de mi alma.

“Yo soy -dice él - el Dios que se ha hecho hombre por ti,
y puesto que me has buscado con toda el alma,
he aquí que eres a partir de ahora mi hermano, mi coheredero y mi amigo”.


Simeón el Nuevo Teólogo

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