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miércoles, 29 de septiembre de 2010

Iglesia y cultura: ¿cada vez más lejos?

En el camino que debe recorrer nuestra Iglesia adentrándose en el siglo XXI, no hay soluciones preconcebidas y disponibles de antemano: las “cosas nuevas” reclaman respuestas nuevas.

Por José María Poirier
La reciente sanción de la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo pone en evidencia importantes desafíos para la relación de la Iglesia con la sociedad y la cultura. Es indudable que en el éxito de dicha iniciativa han tenido fuerte incidencia la pericia mediática, el oportunismo político y las simplificaciones ideológicas. Pero aquella difícilmente hubiera alcanzado su objetivo de no haber sido capaz de capitalizar un cambio cultural ya presente. Nos referimos a la extendida aceptación de la homosexualidad como una “opción” equiparable a la heterosexualidad y acreedora del mismo reconocimiento social; y, de un modo más amplio, el creciente rechazo en el ámbito de la sexualidad de toda autoridad que no sea la de la propia conciencia.
Esta transformación de la sensibilidad y los valores, que lleva al rechazo de las normas y certezas tradicionales a favor de una libertad desprovista de referencias firmes, es algo observable de un modo muy directo en la conducta de las generaciones más jóvenes. Éstas tienden cada vez más a gestionar su vida sexual casi exclusivamente en base al criterio de la autenticidad afectiva. El matrimonio va perdiendo el carácter de horizonte natural del noviazgo, y quienes deciden casarse lo hacen hoy, mayoritariamente, tras experiencias más o menos largas de convivencia. Y no estamos hablando de algo que suceda sólo fuera de la Iglesia. Muchos católicos adoptan estos nuevos estilos de vida sin sentir que estén poniendo en juego su fe o su pertenencia religiosa.

Encontramos aquí un rasgo característico de este giro cultural: no se realiza contra la Iglesia, es decir, no está necesariamente vinculado a una postura de principio contraria a la fe o a la institución eclesial (aunque así puedan presentarse públicamente ciertas reivindicaciones particulares). Más bien, es un cambio que acontece en la mayoría de los casos al margen de la Iglesia, es decir, en virtud de una búsqueda personal sencillamente ajena a todo lo que no se experimente como significativo para sí, más allá de lo que aquella “dice”, permite o prohíbe.

Aquí parece localizarse, entonces, el problema de fondo: la brecha creciente entre la Iglesia y la cultura, entre sus enseñanzas y la vida de la sociedad, sin excluir la vida de los fieles. No se trata tanto de la verdad o el valor de la doctrina católica sobre la sexualidad en sí misma, cuanto de su relevancia, es decir, de su capacidad para modelar efectivamente la vida de las personas. Precisamente, la percepción de una pérdida dramática de relevancia de la enseñanza de la Iglesia, está suscitando desde hace años profundas tensiones en el seno de la misma entre quienes, por toda respuesta, se abroquelan en defensa de la “doctrina segura”, y quienes en el otro extremo buscan “llegar” a las personas a través de propuestas atrayentes pero aventuradas, sin continuidad posible con la Tradición.

Corresponde preguntarnos, entonces, por qué la doctrina católica, pese a su profundidad y riqueza, ha dejado de ser, en términos generales, persuasiva. No se debe suponer de antemano que el problema esté sólo del lado de la cultura. Es cierto que el mensaje evangélico tiene un núcleo que está por encima de las diferencias y transformaciones culturales, y que constituye por eso mismo una instancia crítica, una exhortación a no acomodarse a la “mentalidad del mundo” (cf. Rom 12,2). Pero, por otro lado, nuestra comprensión del Evangelio es siempre histórica, y debe por lo tanto dejarse interpelar por los procesos culturales y las nuevas situaciones que ellos generan.

¿Cómo encarar este desafío? Ante todo, la reflexión sobre los hechos recientes, y la previsión de las discusiones que se avecinan (por ejemplo, el aborto y la eutanasia), deben confirmarnos en el propósito de dejar de “correr detrás” de los cambios, para comenzar a anticiparnos a ellos. Esto supone dedicar atención, personas y recursos para estudiar a fondo las dinámicas culturales del presente. Por ejemplo, ¿por qué la reivindicación de la homosexualidad ha adquirido un carácter tan central en el debate público? El artículo de J. Arènes “La cuestión de ‘género’ o la derrota del hombre heterosexual en Occidente”, brinda un espléndido ejemplo del tipo de análisis que nos permitiría matizar el diagnóstico indiscriminado de “relativismo” que enrostramos a nuestros adversarios, y reconocer que muchos de ellos pueden estar guiados por motivaciones de alto sentido ético. Una mejor comprensión de los fenómenos sociales permitiría que la misma verdad poseída pueda inspirar respuestas más ajustadas a los “signos de los tiempos”.

Ahora bien, ¿cómo se traducirían concretamente estas respuestas en el ámbito de las normas de conducta? ¿Debería la Iglesia en el futuro cambiar sus preceptos, o renunciar sin más a ellos para conformarse con formular “ideales”? Evidentemente que no. Pero en el campo normativo, cuya materia es variable y contingente por definición, siempre es posible dar a las normas morales formulaciones más adecuadas a las peculiaridades de las diferentes situaciones, y juntamente con ello, elaborar criterios prudenciales más aptos para guiar el discernimiento de los fieles.

En el ámbito específico de la sexualidad, problemas como la disminución de los casamientos entre parejas bautizadas, la práctica cada vez más difundida de la convivencia de los novios previa al matrimonio, las dificultades de las personas casadas con la anticoncepción, el uso de profilácticos en la prevención del SIDA, la situación de los divorciados y vueltos a casar, el cuidado pastoral de las personas homosexuales y tantos otros temas, esperan todavía respuestas innovadoras, no en el sentido de una ruptura con la tradición, sino de una relectura inteligente y actualizada de la misma.

No podemos olvidar, por último, el desafío de la comunicación. Como ha quedado de manifiesto en los últimos tiempos, no basta con que el lenguaje utilizado para transmitir nuestra visión de la sexualidad y la familia sea correcto: es preciso que adquiera un tono más llano y directo, más cordial y empático, desprendiéndose de un vocabulario técnico que fuera de contextos precisos se vuelve fatalmente equívoco, y no favorece el diálogo.

Ante la magnitud de los cambios culturales, ¿podrían estas líneas de acción tener alguna incidencia apreciable? Posiblemente no en lo inmediato. Pero en este objetivo de lograr una nueva sintonía evangélica con la cultura, creando un vínculo con ella que sea a la vez de cercanía cordial y de distancia crítica, se debe proceder con la mirada puesta en el largo plazo. Es preciso, además, tomar conciencia de las verdaderas dimensiones de este desafío, que abarca todos los ámbitos de la vida personal y social, evitando cualquier opción pastoral excluyente.

En esta tarea, un ejemplo de permanente vigencia es el que nos brinda la historia de la enseñanza social de la Iglesia. Este imponente cuerpo de doctrina surgió a fines del siglo XIX de la percepción de que estaban sucediendo “cosas nuevas” (de ahí el título de la primera encíclica social, Rerum novarum), y que ya no bastaban las categorías y respuestas del pasado. Del mismo modo, en el camino que debe recorrer nuestra Iglesia adentrándose en el siglo XXI, no hay soluciones preconcebidas y disponibles de antemano: las “cosas nuevas” reclaman respuestas nuevas.

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José María Poirier. Director de revista Criterio. Este artículo corresponde a un editorial de Criterio, www.revistacriterio.com.ar

1 comentario:

Rodolfo Plata dijo...

Ante la muerte anunciada de la Iglesia por Benedicto XVI, en su pasada visita a Portugal, a causa del incremento acelerado de la deserción religiosa de grandes multitudes que dejan no solo de practicar la religión sino que dejan de creer. El reto es superar el nihilismo de la sociedad actual formulando un cristianismo que se pueda vivir y practicar, no en y desde lo religioso y lo sagrado, sino en y desde el humanismo secular laico, la pluralidad y el sincretismo. Y para lograrlo tenemos que actualizar la teología, la cristología y la liturgia, enmarcadas en la doctrina y la teoría de la Trascendencia humana, conceptualizada por la sabiduría védica, instruida por Buda e ilustrada por Cristo y sus jornadas y metas descritas metafóricamente por los poetas místicos del Islam; la cual concuerda con los planteamientos de la filosofía clásica y moderna, y las conclusiones comparables de la ciencia: (psicología, psicoterapia, logoterápia, desarrollo humano, etc.). Congruencia que da certidumbre a la unión inseparable entre la fe y la razón, enseñada parabolicamente por Cristo al ciego de nacimiento para disolver las falsas certezas de la fe que nos hacen ciegos a la verdad, haciendo un juicio justo de nuestras creencias (Juan IX, 39). http://www.scribd.com/doc/17143086/EXPLICACIÓN-CIENTÍFICA-DE-CRISTO-Y-SU–DOCTRINA–A-LA-LUZ-DE-LA-FILOSOFIA-CLASICA-Y-MODERNA-Y-EL-MISTICISMO-UNIVERSAL