Por Clemente Sobrado C. P.
Cuando alguien me dice que ha escuchado hablar mal de mí me alegro. Quiere decir que aún estoy vivo y preocupo. Lo peor suele ser cuando nadie dice nada de ti. Porque quiere decir que ya no existes.
Hay demasiada gente muerta que no está en los cementerios.
Anda por las calles. Pero no interesa a nadie.
Nadie se fija en ella. A nadie preocupa.
Camina por la vida pero no habita en ningún corazón.
Y sólo estamos vivos cuando algún corazón nos abre la puerta y nos manda entrar.
La parábola del rico y de Lázaro, tendido al otro lado del portón, pudiéramos llamarla la “parábola de la indiferencia e insensibilidad”.
En ningún momento se dice que el rico fuese mala gente.
Ni tampoco se dice que sea malo vivir bien.
Ni se le acusa por ser rico.
Lo que se critica en este rico es su “frialdad para con los demás”, su “indiferencia e insensibilidad” para con un pobre mendigo que no pide mucho. Se contentaría, como los perritos, con poder comer las migajas que caen de la mesa y que luego la empleada barre y las tira al tacho de la basura.
La indiferencia para con los demás es la mejor manera de vivir en la burbuja de su soledad, ajeno a todo y a todos.
Los demás no existen para él.
Los demás no tienen importancia.
Se puede vivir sin ellos. Y no pasa nada.
La indiferencia nos hace además “insensibles”. Y la insensibilidad es una de las señales que también uno está muerto por dentro, por muy opíparamente que coma y beba.
Después de un accidente, una de las primeras cosas que suelen hacer los médicos es comprobar que los miembros, los brazos, las piernas, las manos, la cabeza tienen sensibilidad.
En 1963 sufrí un tremendo accidente coche muy cerca de Vitoria. Nuestro auto dio no sé cuantas vueltas de campana. Felizmente yo salí despedido, pero mi compañero que conducía quedó atrapado entre el asiento y el timón. Yo lo movía y no daba señal alguna de vida. Pensé que estaba muerto. Y en mi atolondramiento decidí darle la absolución. Unos chicos nos recogieron y nos llevaron al Hospital que estaba cerca. Yo, preocupado y sin saber que hacer. De pronto, escucho que dice: “me duele esta pierna”. Recuerdo que dije una piadosa lisura y grité: “entonces estás vivo”. Me volvió el alma al cuerpo. Le dolía. Estaba vivo. No estaba muerto. Sólo eran tres fracturas en la pierna izquierda. Esas se curaron en seis meses de reposo.
El verdadero problema del rico, que conocemos con el apellido de “Epulón”, no era ser rico, ni el vestir de púrpura, ni el banquetear espléndidamente. Su problema era que por dentro estaba muerto.
Su corazón no tenía sensibilidad. Su corazón era insensible ante el pobre Lázaro.
Su corazón no tenía sentimientos. Su corazón era incapaz de reaccionar “ni que un muerto resucite”.
La inmensa mayoría de nuestros problemas humanos tenemos que encontrarlos en nuestro corazón. La indiferencia y la insensibilidad no nos impiden ver la realidad, pero sí pone anestesia en nuestro corazón para no sentir nada.
¿Que hay mucha hambre en el mundo? Ya lo sabíamos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos ancianos que viven en la soledad? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos niños mendigando en la calle? Ya lo sabemos. Los vemos todos los días. Pero nosotros seguimos igual.
¿Que hay mucha gente en paro laboral, desesperada por no poder llevar un pan a casa? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
No. Nosotros no somos culpables ni del hambre del mundo, ni de la soledad de los ancianos y enfermos, ni de los niños de la calle, ni del paro.
Nosotros somos culpables por nuestra indiferencia e insensibilidad.
Al rico de la parábola no se le acusa ni se le hace responsable de que Lázaro sea un pobre mendigo. Se le condena por su insensibilidad ante el hambre del mendigo que está al otro lado del portón.
A veces, lo que los demás necesitan no es que les solucionemos sus problemas.
Sólo nos piden que no nos resulten indiferentes ni seamos insensibles para con ellos. Que su realidad “nos duela” un poquito en el corazón. Que les demos vida en nuestro corazón. Porque sólo cuando comenzamos a sufrir y a sentir en nuestro corazón el problema de los otros, recién ahí comenzamos a hacer algo por ellos.
Y porque sólo entonces podemos decir que “también nosotros estamos vivos”.
www.iglesiaquecamina.com
Hay demasiada gente muerta que no está en los cementerios.
Anda por las calles. Pero no interesa a nadie.
Nadie se fija en ella. A nadie preocupa.
Camina por la vida pero no habita en ningún corazón.
Y sólo estamos vivos cuando algún corazón nos abre la puerta y nos manda entrar.
La parábola del rico y de Lázaro, tendido al otro lado del portón, pudiéramos llamarla la “parábola de la indiferencia e insensibilidad”.
En ningún momento se dice que el rico fuese mala gente.
Ni tampoco se dice que sea malo vivir bien.
Ni se le acusa por ser rico.
Lo que se critica en este rico es su “frialdad para con los demás”, su “indiferencia e insensibilidad” para con un pobre mendigo que no pide mucho. Se contentaría, como los perritos, con poder comer las migajas que caen de la mesa y que luego la empleada barre y las tira al tacho de la basura.
La indiferencia para con los demás es la mejor manera de vivir en la burbuja de su soledad, ajeno a todo y a todos.
Los demás no existen para él.
Los demás no tienen importancia.
Se puede vivir sin ellos. Y no pasa nada.
La indiferencia nos hace además “insensibles”. Y la insensibilidad es una de las señales que también uno está muerto por dentro, por muy opíparamente que coma y beba.
Después de un accidente, una de las primeras cosas que suelen hacer los médicos es comprobar que los miembros, los brazos, las piernas, las manos, la cabeza tienen sensibilidad.
En 1963 sufrí un tremendo accidente coche muy cerca de Vitoria. Nuestro auto dio no sé cuantas vueltas de campana. Felizmente yo salí despedido, pero mi compañero que conducía quedó atrapado entre el asiento y el timón. Yo lo movía y no daba señal alguna de vida. Pensé que estaba muerto. Y en mi atolondramiento decidí darle la absolución. Unos chicos nos recogieron y nos llevaron al Hospital que estaba cerca. Yo, preocupado y sin saber que hacer. De pronto, escucho que dice: “me duele esta pierna”. Recuerdo que dije una piadosa lisura y grité: “entonces estás vivo”. Me volvió el alma al cuerpo. Le dolía. Estaba vivo. No estaba muerto. Sólo eran tres fracturas en la pierna izquierda. Esas se curaron en seis meses de reposo.
El verdadero problema del rico, que conocemos con el apellido de “Epulón”, no era ser rico, ni el vestir de púrpura, ni el banquetear espléndidamente. Su problema era que por dentro estaba muerto.
Su corazón no tenía sensibilidad. Su corazón era insensible ante el pobre Lázaro.
Su corazón no tenía sentimientos. Su corazón era incapaz de reaccionar “ni que un muerto resucite”.
La inmensa mayoría de nuestros problemas humanos tenemos que encontrarlos en nuestro corazón. La indiferencia y la insensibilidad no nos impiden ver la realidad, pero sí pone anestesia en nuestro corazón para no sentir nada.
¿Que hay mucha hambre en el mundo? Ya lo sabíamos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos ancianos que viven en la soledad? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
¿Que hay muchos niños mendigando en la calle? Ya lo sabemos. Los vemos todos los días. Pero nosotros seguimos igual.
¿Que hay mucha gente en paro laboral, desesperada por no poder llevar un pan a casa? Ya lo sabemos. Nosotros seguimos igual.
No. Nosotros no somos culpables ni del hambre del mundo, ni de la soledad de los ancianos y enfermos, ni de los niños de la calle, ni del paro.
Nosotros somos culpables por nuestra indiferencia e insensibilidad.
Al rico de la parábola no se le acusa ni se le hace responsable de que Lázaro sea un pobre mendigo. Se le condena por su insensibilidad ante el hambre del mendigo que está al otro lado del portón.
A veces, lo que los demás necesitan no es que les solucionemos sus problemas.
Sólo nos piden que no nos resulten indiferentes ni seamos insensibles para con ellos. Que su realidad “nos duela” un poquito en el corazón. Que les demos vida en nuestro corazón. Porque sólo cuando comenzamos a sufrir y a sentir en nuestro corazón el problema de los otros, recién ahí comenzamos a hacer algo por ellos.
Y porque sólo entonces podemos decir que “también nosotros estamos vivos”.
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