Leemos hoy el relato de la Pasión según Marcos. Debemos recordar que los relatos de la Pasión son los que, probablemente, se pusieron por escrito antes que ninguno: constituían lo fundamental de la catequesis sobre Jesús, y planteaban el primer problema para los que iban a creer en él: creer en un crucificado, creer que, a pesar de su muerte deshonrosa, rechazado por los jefes de Israel, “Dios estaba con Él”.
Por otra parte, debemos recordar también que son los relatos más “históricos” de los evangelios. En muchos otros momentos, el significado es más importante que lo sucedido. Aquí, el mensaje es el suceso. Es la pasión y la muerte de Jesús, sucedidas históricamente, lo que constituye para nosotros una Palabra de Dios.
El Domingo de ramos puede celebrarse simplemente como el día del triunfo, aunque fuera efímero, de Jesús. Es como si todo Israel, por un sorprendente efecto del Espíritu, se lanzara a la calle para aclamarle como Mesías-Rey.
Esta interpretación es fuertemente deficiente. En primer lugar, el suceso fue mucho menos espectacular que lo que se ha querido interpretar. Un grupo de galileos peregrinos por Pascua en Jerusalén aclaman a Jesús y lo proclaman Mesías. Jerusalén entera se sorprende, preguntan quién es ése, les responden que es Jesús, el profeta de Nazaret… Y el triunfo es modesto, incluso en sus símbolos, el pollino, los niños aclamando.
En segundo lugar, el triunfo es muy simbólico: Jesús no entra como un monarca poderoso, ni va al templo a recibir honores. Jesús no protagoniza al Mesías Davídico, sino que se asemeja más bien al siervo de Isaías; su aspecto sufriente no aparece el Domingo más que en la oposición de los sacerdotes y de sus enemigos fariseos, pero se mostrará definitivamente el Viernes Santo. Los signos son mesiánicos, pero no davídicos.
Todo esto nos lleva a considerar el mesianismo de Jesús, y el nuestro. Jesús va a triunfar, pero en la cruz. No va a triunfar destruyendo a sus enemigos, imponiéndose a los sacerdotes ni logrando la independencia de Israel. Va a triunfar llegando hasta el final: dar su vida.
El triunfo de Jesús no es como el triunfo de Alejandro Magno ni siquiera como los triunfos del Rey David. El triunfo de Jesús va a ser la fe de los discípulos, que lo reconocerán como El Señor, por su muerte y su resurrección. No es el triunfo del rey; es el triunfo del grano de trigo, que triunfa al morir, porque será fecundo.
Así, el Domingo de Ramos introduce los parámetros correctos para acercarnos a la Semana Santa comprendiendo y celebrando el mensaje central de nuestra fe, sin dejarnos llevar por tendencias que serían muy de nuestro gusto, pero que son corregidas por el mismo Jesús.
Nos gustaría un triunfo espectacular y multitudinario, pero Jesús no va a triunfar de esta manera; es más, va a ser rechazado, humillado y aparentemente vencido por sus enemigos. Nos gustaría una resurrección igualmente espectacular; más bien nos gustaría que, cuando sus enemigos le increpan: “baja de la cruz y creeremos en ti”, Jesús bajara de la cruz, milagrosamente, y todos cayeran a sus pies, adorándole.
Nuestra lógica pediría que el Mesías fuese recibido en triunfo por su pueblo, y que Jesús entronizara la Nueva Alianza sobre el pedestal de la Antigua. En resumen, también a nosotros nos gusta más el Mesías al modo Davídico, un soberano espiritual y material, un rey-pontífice entronizado de parte de Dios para poner orden en las naciones.
De hecho, ésta ha sido y es la tentación de la Iglesia. A lo largo de la historia, la iglesia ha pretendido ser el reino de Dios en la tierra de manera jurídica y exterior. Y no solamente respecto a los otros poderes del mundo, reyes y emperadores sometidos al Representante de Cristo, sino en su afán de gobernar las conciencias, en la auto-atribución de poderes presuntamente otorgados por Dios mismo a sus dirigentes.
Los dignatarios eclesiásticos han tenido la consideración y el aspecto de príncipes, y hasta la celebración de la Eucaristía se ha revestido de atributos triunfales, como una celebración del reconocimiento universal del poder de la divinidad (y de sus representantes), acatado por todos (incluso por personas en cuyo espíritu no haya nada del Espíritu de Jesús).
El Domingo de Ramos nos cura de todas esas fantasías imperiales. Jesús triunfa porque el Espíritu le lleva hasta dar la vida.
Jesús no es el Rey David que viene a construir su reino acabando con sus enemigos, sino el grano de trigo que es enterrado y muere. Los enemigos de Jesús no son algunas personas, sino los pecados, que están en todas las personas, incluidos sus mismos seguidores. El poder de Jesús no es la imposición desde fuera, desde arriba, sino la conversión desde dentro, desde abajo.
Este es el simbolismo de la purificación del Templo. En realidad, Jesús está destruyendo simbólicamente el Templo. Uno de los pasos más significativos que dieron los primeros seguidores de Jesús fue sustituir el Templo por la casa, los sacrificios por la fracción del pan.
En las primeras comunidades desaparecieron los sacerdotes y los pontífices, los ritos suntuosos y los tributos para el culto. Fueron sustituidos por la comunidad fraternal que vivía de la Palabra y ponía todo en común. No pretendieron imponerse sino convertir, se desentendieron del poder religioso y político y empezaron a cambiar la sociedad cambiando las conciencias por le fe en Jesús. Y estuvieron dispuestos a sufrir por todo ello y gozosos de poder hacerlo.
Más tarde, todo fue alterado. Pertenecer a la Iglesia se convirtió en una ventaja social, la pequeña semilla se convirtió, no en un modesto arbusto de mostaza, sino en un baobab gigantesco y aparatoso, dogmático y jurídico, anatematizador y perseguidor de cuantos se le oponían. La eucaristía doméstica cedió paso al culto en los recuperados templos, volvieron a mandar los sacerdotes sobre el pueblo obediente y silencioso, y el poder de Dios manifestado en sus Pontífices dictó sus normas a la sociedad entera.
En resumidas cuentas, volvió a triunfar el templo sobre la casa, el sacrificio sobre la fracción fraternal del pan, el espectáculo sobre la conversión.
La celebración del Domingo de Ramos puede acentuar cualquiera de estas dos tendencias, tan frontalmente opuestas. Nuestra procesión de ramos y nuestra eucaristía pueden ser un triunfo del mesías-rey o un anuncio del triunfo de Jesús en la cruz. Se nos enfrenta por tanto a una elección: el triunfo de Cristo como a nosotros nos gustaría, o la aceptación y celebración del triunfo real de Jesús, que no es otro que la muerte y la resurrección.
Por otra parte, debemos recordar también que son los relatos más “históricos” de los evangelios. En muchos otros momentos, el significado es más importante que lo sucedido. Aquí, el mensaje es el suceso. Es la pasión y la muerte de Jesús, sucedidas históricamente, lo que constituye para nosotros una Palabra de Dios.
El Domingo de ramos puede celebrarse simplemente como el día del triunfo, aunque fuera efímero, de Jesús. Es como si todo Israel, por un sorprendente efecto del Espíritu, se lanzara a la calle para aclamarle como Mesías-Rey.
Esta interpretación es fuertemente deficiente. En primer lugar, el suceso fue mucho menos espectacular que lo que se ha querido interpretar. Un grupo de galileos peregrinos por Pascua en Jerusalén aclaman a Jesús y lo proclaman Mesías. Jerusalén entera se sorprende, preguntan quién es ése, les responden que es Jesús, el profeta de Nazaret… Y el triunfo es modesto, incluso en sus símbolos, el pollino, los niños aclamando.
En segundo lugar, el triunfo es muy simbólico: Jesús no entra como un monarca poderoso, ni va al templo a recibir honores. Jesús no protagoniza al Mesías Davídico, sino que se asemeja más bien al siervo de Isaías; su aspecto sufriente no aparece el Domingo más que en la oposición de los sacerdotes y de sus enemigos fariseos, pero se mostrará definitivamente el Viernes Santo. Los signos son mesiánicos, pero no davídicos.
Todo esto nos lleva a considerar el mesianismo de Jesús, y el nuestro. Jesús va a triunfar, pero en la cruz. No va a triunfar destruyendo a sus enemigos, imponiéndose a los sacerdotes ni logrando la independencia de Israel. Va a triunfar llegando hasta el final: dar su vida.
El triunfo de Jesús no es como el triunfo de Alejandro Magno ni siquiera como los triunfos del Rey David. El triunfo de Jesús va a ser la fe de los discípulos, que lo reconocerán como El Señor, por su muerte y su resurrección. No es el triunfo del rey; es el triunfo del grano de trigo, que triunfa al morir, porque será fecundo.
Así, el Domingo de Ramos introduce los parámetros correctos para acercarnos a la Semana Santa comprendiendo y celebrando el mensaje central de nuestra fe, sin dejarnos llevar por tendencias que serían muy de nuestro gusto, pero que son corregidas por el mismo Jesús.
Nos gustaría un triunfo espectacular y multitudinario, pero Jesús no va a triunfar de esta manera; es más, va a ser rechazado, humillado y aparentemente vencido por sus enemigos. Nos gustaría una resurrección igualmente espectacular; más bien nos gustaría que, cuando sus enemigos le increpan: “baja de la cruz y creeremos en ti”, Jesús bajara de la cruz, milagrosamente, y todos cayeran a sus pies, adorándole.
Nuestra lógica pediría que el Mesías fuese recibido en triunfo por su pueblo, y que Jesús entronizara la Nueva Alianza sobre el pedestal de la Antigua. En resumen, también a nosotros nos gusta más el Mesías al modo Davídico, un soberano espiritual y material, un rey-pontífice entronizado de parte de Dios para poner orden en las naciones.
De hecho, ésta ha sido y es la tentación de la Iglesia. A lo largo de la historia, la iglesia ha pretendido ser el reino de Dios en la tierra de manera jurídica y exterior. Y no solamente respecto a los otros poderes del mundo, reyes y emperadores sometidos al Representante de Cristo, sino en su afán de gobernar las conciencias, en la auto-atribución de poderes presuntamente otorgados por Dios mismo a sus dirigentes.
Los dignatarios eclesiásticos han tenido la consideración y el aspecto de príncipes, y hasta la celebración de la Eucaristía se ha revestido de atributos triunfales, como una celebración del reconocimiento universal del poder de la divinidad (y de sus representantes), acatado por todos (incluso por personas en cuyo espíritu no haya nada del Espíritu de Jesús).
El Domingo de Ramos nos cura de todas esas fantasías imperiales. Jesús triunfa porque el Espíritu le lleva hasta dar la vida.
Jesús no es el Rey David que viene a construir su reino acabando con sus enemigos, sino el grano de trigo que es enterrado y muere. Los enemigos de Jesús no son algunas personas, sino los pecados, que están en todas las personas, incluidos sus mismos seguidores. El poder de Jesús no es la imposición desde fuera, desde arriba, sino la conversión desde dentro, desde abajo.
Este es el simbolismo de la purificación del Templo. En realidad, Jesús está destruyendo simbólicamente el Templo. Uno de los pasos más significativos que dieron los primeros seguidores de Jesús fue sustituir el Templo por la casa, los sacrificios por la fracción del pan.
En las primeras comunidades desaparecieron los sacerdotes y los pontífices, los ritos suntuosos y los tributos para el culto. Fueron sustituidos por la comunidad fraternal que vivía de la Palabra y ponía todo en común. No pretendieron imponerse sino convertir, se desentendieron del poder religioso y político y empezaron a cambiar la sociedad cambiando las conciencias por le fe en Jesús. Y estuvieron dispuestos a sufrir por todo ello y gozosos de poder hacerlo.
Más tarde, todo fue alterado. Pertenecer a la Iglesia se convirtió en una ventaja social, la pequeña semilla se convirtió, no en un modesto arbusto de mostaza, sino en un baobab gigantesco y aparatoso, dogmático y jurídico, anatematizador y perseguidor de cuantos se le oponían. La eucaristía doméstica cedió paso al culto en los recuperados templos, volvieron a mandar los sacerdotes sobre el pueblo obediente y silencioso, y el poder de Dios manifestado en sus Pontífices dictó sus normas a la sociedad entera.
En resumidas cuentas, volvió a triunfar el templo sobre la casa, el sacrificio sobre la fracción fraternal del pan, el espectáculo sobre la conversión.
La celebración del Domingo de Ramos puede acentuar cualquiera de estas dos tendencias, tan frontalmente opuestas. Nuestra procesión de ramos y nuestra eucaristía pueden ser un triunfo del mesías-rey o un anuncio del triunfo de Jesús en la cruz. Se nos enfrenta por tanto a una elección: el triunfo de Cristo como a nosotros nos gustaría, o la aceptación y celebración del triunfo real de Jesús, que no es otro que la muerte y la resurrección.
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