Por Jesús Peláez
«Recaudadores y descreídos solían acercarse en masa para escucharlo. Los fariseos y los letrados lo criticaban diciendo: -Ese acoge a los descreídos y come con ellos. Entonces les propuso esta parábola: -Si uno de vosotros tiene cien ove jas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la descarriada, hasta encontrarla? Cuando la encuentra, se la caiga en los hombros, muy con tento; al llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: -¡ Dadme la enhorabuena! He encontrado la oveja que se me había perdido... Y si una mujer tiene diez mone das y se le pierde una, ¿no enciende un candil, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuen tra reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: -¡ Dadme la enhorabuena! He encontrado la moneda que se me había perdido. Os digo que la misma alegría sienten los ángeles de Dios por un solo pecador que se arrepiente.»
Los cristianos, en las circunstancias actuales, andamos desconcertados. Una ola de materialismo nos invade, han muerto casi todas las utopías, una política de realismo a ultranza y a todos los niveles se impone; la sociedad se seculariza a mar chas forzadas, parece como si la barca de Pedro fuera a hundirse. Y ante esto nos hemos replegado para formar un círcu lo cerrado los que todavía nos encontramos cerca del redil. Muchos se han ido, y los hemos despedido con tristeza y re signación. Otros no entran porque el panorama no les atrae. Quedamos unos pocos, que, replegados sobre nosotros mis mos, nos dedicamos a salvar-conservar lo que queda, ya que mucho se ha perdido. Da la impresión de que se han ido las noventa y nueve ovejas y queda sólo una, a cuya atención y conservación estamos dedicados por entero.
Dos parábolas del evangelio de Lucas, la de la oveja per dida y la de la mujer que perdió la moneda, y una tercera, la del hijo pródigo, invitan a un cambio de táctica y de estrate gia pastoral.
Por muy malos tiempos que corran, por mucha adversidad que nos rodee, por muy grande que sea la ola de secularismo que nos invada, los cristianos no podemos dedicarnos a conservar lo que tenemos, pues cada vez más iremos a menos. La actitud cristiana tiene que ser arriesgada: hay que salir del redil para buscar la oveja perdida, hay que barrer la casa para encontrar la moneda que se escondió entre las ranuras de las piedras del suelo, hay que recibir con los brazos abiertos al hijo que se fue; y cuando esto suceda hay que hacer una fiesta grande invitando a todos para anunciar el éxito de la bús queda.
Lo que sucede es que no estamos dispuestos a esto. Nos resulta incómodo salir a buscar a la oveja perdida, o barrer toda la casa para buscar la moneda. Nos parecemos al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que prefería la ausen cia de su hermano y no vio con buenos ojos la acogida del padre.
Aquel hijo mayor no aprendió lo fundamental. Mientras en una familia falta un hermano, la familia está rota. No es posible ni la alegría ni la fiesta, o éstas son pasajeras e in completas.
El plan de Dios de restaurar la familia humana, dividida desde Caín, exige una capacidad inmensa de olvido y de per dón. Y él no estaba dispuesto a perdonar, porque tampoco había aprendido a amar. Quien ama, perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre. Por eso necesitó la lección magistral del padre, imagen de Dios: «Hijo, si tú estás siempre con migo y todo lo mío es tuyo! Por otra parte, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado. »
Tal vez por esto nuestras comunidades no tengan mucha alegría: hay tantos hermanos que faltan... Falta tanto interés por ir a su búsqueda y acogerlos a su vuelta...
No es extraño que con esta estrategia de conservar y cuidar lo que tenemos, antes o después lo perdamos todo.
Los cristianos, en las circunstancias actuales, andamos desconcertados. Una ola de materialismo nos invade, han muerto casi todas las utopías, una política de realismo a ultranza y a todos los niveles se impone; la sociedad se seculariza a mar chas forzadas, parece como si la barca de Pedro fuera a hundirse. Y ante esto nos hemos replegado para formar un círcu lo cerrado los que todavía nos encontramos cerca del redil. Muchos se han ido, y los hemos despedido con tristeza y re signación. Otros no entran porque el panorama no les atrae. Quedamos unos pocos, que, replegados sobre nosotros mis mos, nos dedicamos a salvar-conservar lo que queda, ya que mucho se ha perdido. Da la impresión de que se han ido las noventa y nueve ovejas y queda sólo una, a cuya atención y conservación estamos dedicados por entero.
Dos parábolas del evangelio de Lucas, la de la oveja per dida y la de la mujer que perdió la moneda, y una tercera, la del hijo pródigo, invitan a un cambio de táctica y de estrate gia pastoral.
Por muy malos tiempos que corran, por mucha adversidad que nos rodee, por muy grande que sea la ola de secularismo que nos invada, los cristianos no podemos dedicarnos a conservar lo que tenemos, pues cada vez más iremos a menos. La actitud cristiana tiene que ser arriesgada: hay que salir del redil para buscar la oveja perdida, hay que barrer la casa para encontrar la moneda que se escondió entre las ranuras de las piedras del suelo, hay que recibir con los brazos abiertos al hijo que se fue; y cuando esto suceda hay que hacer una fiesta grande invitando a todos para anunciar el éxito de la bús queda.
Lo que sucede es que no estamos dispuestos a esto. Nos resulta incómodo salir a buscar a la oveja perdida, o barrer toda la casa para buscar la moneda. Nos parecemos al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que prefería la ausen cia de su hermano y no vio con buenos ojos la acogida del padre.
Aquel hijo mayor no aprendió lo fundamental. Mientras en una familia falta un hermano, la familia está rota. No es posible ni la alegría ni la fiesta, o éstas son pasajeras e in completas.
El plan de Dios de restaurar la familia humana, dividida desde Caín, exige una capacidad inmensa de olvido y de per dón. Y él no estaba dispuesto a perdonar, porque tampoco había aprendido a amar. Quien ama, perdona siempre, excusa siempre, olvida siempre. Por eso necesitó la lección magistral del padre, imagen de Dios: «Hijo, si tú estás siempre con migo y todo lo mío es tuyo! Por otra parte, había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo se había muerto y ha vuelto a vivir, se había perdido y se le ha encontrado. »
Tal vez por esto nuestras comunidades no tengan mucha alegría: hay tantos hermanos que faltan... Falta tanto interés por ir a su búsqueda y acogerlos a su vuelta...
No es extraño que con esta estrategia de conservar y cuidar lo que tenemos, antes o después lo perdamos todo.
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