La historia es confusa porque antes de ella la tierra había sido casi arrasada, no se sabe bien si por una guerra atómica o por un desastre ecológico sin precedentes, con lo que se perdió muchísima documentación. Pero el dato incontestable es que, a mitades del siglo XXII, la iglesia católica había aceptado ordenar mujeres al ministerio presbiteral. Y el primero que las ordenó fue un papa que, según unos, se llamaba Pablo y, según otros, Pedro. Sobre esto falta documentación.
Pero lo que sí se sabe es que, por aquellas fechas, una mujer sirofenicia se acercó al papa en un viaje de éste a Palestina. Le fue fácil hacerlo porque, tras el desastre aludido, los papas ya no viajaban como jefes de estado ni envueltos en una legión de guardaespaldas. Era un riesgo serio, pero los papas de aquella época lo habían aceptado para parecerse más a Jesús. Y viajaban casi de incógnito, preocupados sobre todo por ver y oír a sus fieles más que por ser vistos y oídos: porque esto otro ya era muy fácil con el increíble progreso de los medios de comunicación en aquella época.
El papa sabía que viajaba a una región donde el cristianismo era minoritario y difícil, arrinconado por un conflicto judío-palestino que todavía seguía vivo después de siglos. Pero quería conocer de cerca los problemas de aquellos cristianos y sostenerlos en su fe tan difícil.
La mujer sirofenicia (que otros llaman cananea por analogía con la del evangelio de Mateo 15, 21 ss) era una creyente de arriba abajo, que había luchado por mantener viva su fe y alimentarla en las dificultades de su entorno. Había estudiado teología pese a la oposición de su obispo. Pero era tímida, y tuvo que rezar y armarse de valor, para acercarse al papa y decir que quería pedirle un favor, según ella muy evangélico.
El papa sonrió y, con toda su capacidad de acogida, le preguntó:
- ¿Qué es lo que deseas mujer?
- Santidad, creo que por el bien del evangelio y de la Iglesia, deberías proclamar cuanto antes que se puede conceder el ministerio eclesial a las mujeres.
El semblante del papa se turbó un momento. Tratando de mantener la sonrisa en sus labios pero con una pincelada de severidad en los ojos, le replicó:
- Jesucristo sólo llamó varones al ministerio. Así pues, lo que Cristo dio a los hombres no se lo demos a las mujeres.
- Sí, hermano Pedro. Pero Jesús también enseñó que María había elegido la mejor parte y que no le sería quitada. Sin esa parte mejor, el servicio de Marta sólo engendra resentimiento y quejas. Mientras que, si se ha pasado por María, entonces no se queda uno allí sino que vuelve contento a hacer de Marta, como hizo el Señor lavando los pies a los suyos. Yo creo que no hay buena Marta si no ha nacido de María; ni hay auténtica María que no lleve a ser Marta. No hay buen servicio que no haya nacido de la contemplación, ni auténtica contemplación que no se convierta en servicio. El ministerio eclesial es servicio más que dignidad; por eso sería bueno que participen de él las mujeres: para ayudar a que los ministros de la Iglesia no se queden sólo en Martas, gruñonas y quejosas…
- Veo que tienes fe, mujer, -replicó el papa-. Pero yo no puedo disponer a mi antojo del poder que Cristo me dio. No tengo más poder que el que me concedió el Señor.
- Sí, Santidad: no tendrás más poder que el que tuvo Pedro. Pero Pedro no creyó desobedecer al Señor yendo a predicar a los paganos, pese a la frase tan clara del Maestro (“no he sido enviado más que a las ovejas pérdidas de la casa de Israel”). Pedro tampoco excomulgó a Pablo, el advenedizo revolucionario y molesto, sino que le escuchó: porque entendía que el servicio que se le había confiado no era para hacer materialmente lo mismo que había hecho Jesús en el pasado, sino para hacer aquello que Jesús haría en cada nuevo presente. Para eso le prometió el Señor su Espíritu, y esa promesa vige también para ti.
Al oírla el papa se conmovió profundamente, entornó los ojos y, tras un instante de silencio, replicó: mujer ¡qué grande es tu fe!. Sea como tú quieres: porque si el Señor se dejó corregir por la fe de una mujer, no quiero pensar yo que soy incorregible.
Y allí mismo le impuso las manos y le dijo: “recibe el Espíritu Santo”.
La mujer se marchó, aún más conmovida que el papa. En realidad, ella no buscaba el presbiterado para sí misma. Había leído que, allá por el siglo XX (hacia 1965), en una reunión de la revista Concilium en que había surgido el tema casi por primera vez y con impaciencias algo crispadas, una joven teóloga canadiense se había acercado al micrófono para decir: “no veo que vayamos a liberar a la mujer imponiéndole las alienaciones de los varones”. Pero ella contaba con que la entrada de la mujer en el ministerio eclesial liberaría a muchos presbíteros de pervertir su vocación en carrera, para convertirla en verdadero servicio.
Por lo menos en los comienzos. Luego la pasta humana es la misma en todos, y volverían a surgir tentaciones de protagonismo en unos y otras. Pero entonces ya se encargaría el Espíritu de buscar soluciones mediante una profunda reforma del ministerio eclesial.
Pero lo que sí se sabe es que, por aquellas fechas, una mujer sirofenicia se acercó al papa en un viaje de éste a Palestina. Le fue fácil hacerlo porque, tras el desastre aludido, los papas ya no viajaban como jefes de estado ni envueltos en una legión de guardaespaldas. Era un riesgo serio, pero los papas de aquella época lo habían aceptado para parecerse más a Jesús. Y viajaban casi de incógnito, preocupados sobre todo por ver y oír a sus fieles más que por ser vistos y oídos: porque esto otro ya era muy fácil con el increíble progreso de los medios de comunicación en aquella época.
El papa sabía que viajaba a una región donde el cristianismo era minoritario y difícil, arrinconado por un conflicto judío-palestino que todavía seguía vivo después de siglos. Pero quería conocer de cerca los problemas de aquellos cristianos y sostenerlos en su fe tan difícil.
La mujer sirofenicia (que otros llaman cananea por analogía con la del evangelio de Mateo 15, 21 ss) era una creyente de arriba abajo, que había luchado por mantener viva su fe y alimentarla en las dificultades de su entorno. Había estudiado teología pese a la oposición de su obispo. Pero era tímida, y tuvo que rezar y armarse de valor, para acercarse al papa y decir que quería pedirle un favor, según ella muy evangélico.
El papa sonrió y, con toda su capacidad de acogida, le preguntó:
- ¿Qué es lo que deseas mujer?
- Santidad, creo que por el bien del evangelio y de la Iglesia, deberías proclamar cuanto antes que se puede conceder el ministerio eclesial a las mujeres.
El semblante del papa se turbó un momento. Tratando de mantener la sonrisa en sus labios pero con una pincelada de severidad en los ojos, le replicó:
- Jesucristo sólo llamó varones al ministerio. Así pues, lo que Cristo dio a los hombres no se lo demos a las mujeres.
- Sí, hermano Pedro. Pero Jesús también enseñó que María había elegido la mejor parte y que no le sería quitada. Sin esa parte mejor, el servicio de Marta sólo engendra resentimiento y quejas. Mientras que, si se ha pasado por María, entonces no se queda uno allí sino que vuelve contento a hacer de Marta, como hizo el Señor lavando los pies a los suyos. Yo creo que no hay buena Marta si no ha nacido de María; ni hay auténtica María que no lleve a ser Marta. No hay buen servicio que no haya nacido de la contemplación, ni auténtica contemplación que no se convierta en servicio. El ministerio eclesial es servicio más que dignidad; por eso sería bueno que participen de él las mujeres: para ayudar a que los ministros de la Iglesia no se queden sólo en Martas, gruñonas y quejosas…
- Veo que tienes fe, mujer, -replicó el papa-. Pero yo no puedo disponer a mi antojo del poder que Cristo me dio. No tengo más poder que el que me concedió el Señor.
- Sí, Santidad: no tendrás más poder que el que tuvo Pedro. Pero Pedro no creyó desobedecer al Señor yendo a predicar a los paganos, pese a la frase tan clara del Maestro (“no he sido enviado más que a las ovejas pérdidas de la casa de Israel”). Pedro tampoco excomulgó a Pablo, el advenedizo revolucionario y molesto, sino que le escuchó: porque entendía que el servicio que se le había confiado no era para hacer materialmente lo mismo que había hecho Jesús en el pasado, sino para hacer aquello que Jesús haría en cada nuevo presente. Para eso le prometió el Señor su Espíritu, y esa promesa vige también para ti.
Al oírla el papa se conmovió profundamente, entornó los ojos y, tras un instante de silencio, replicó: mujer ¡qué grande es tu fe!. Sea como tú quieres: porque si el Señor se dejó corregir por la fe de una mujer, no quiero pensar yo que soy incorregible.
Y allí mismo le impuso las manos y le dijo: “recibe el Espíritu Santo”.
La mujer se marchó, aún más conmovida que el papa. En realidad, ella no buscaba el presbiterado para sí misma. Había leído que, allá por el siglo XX (hacia 1965), en una reunión de la revista Concilium en que había surgido el tema casi por primera vez y con impaciencias algo crispadas, una joven teóloga canadiense se había acercado al micrófono para decir: “no veo que vayamos a liberar a la mujer imponiéndole las alienaciones de los varones”. Pero ella contaba con que la entrada de la mujer en el ministerio eclesial liberaría a muchos presbíteros de pervertir su vocación en carrera, para convertirla en verdadero servicio.
Por lo menos en los comienzos. Luego la pasta humana es la misma en todos, y volverían a surgir tentaciones de protagonismo en unos y otras. Pero entonces ya se encargaría el Espíritu de buscar soluciones mediante una profunda reforma del ministerio eclesial.
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