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jueves, 21 de octubre de 2010

XXX Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 18, 9-14) - Ciclo C: El publicano bajó a su casa justificado...



Nos disponemos a rezar, a hablar con Dios. Por tanto nuestra actitud ha de ser la de la humildad. Es imprescindible esta forma de situarnos ante Dios. Sabemos que Dios es el grande, el bueno... y que nosotros somos pequeños y pecadores.

Me fijo en la parábola. En los dos personajes que se han acercado al tempo. Ya en su postura, en su forma de situarse ante Dios muestran quién es cada uno.

● ¿Rezo y lo hago con frecuencia?
● ¿Qué lugar ocupa la oración en mi vida?
● ¿Cómo me sitúo ante Dios en mi oración?
● ¿A cuál de los dos personajes me parezco?
● No solo ante Dios he de adoptar como actitud permanente la humildad, sino también ante las personas. ¡Qué bien se está con los humildes! ¿Cultivo la humildad?
● Miro a Jesús a lo largo de toda su vida y observo ¿cómo fue Él... orgulloso o humilde?
● Llamadas.

Oro lo contemplado.

“NO SOMOS ÁNGELES”

VER

Un compañero me comentó la conversación que tuvo con una persona, hablando de la confesión. Esta persona le decía: “Yo no voy a confesarme, ¿para qué? Si no tengo pecados...”. A lo que el compañero le respondió: “Pues yo no veo que lleves ni corona ni alas, así que no eres ningún ángel. Piensa y verás como sí que tienes de qué confesarte”. Si hace unos años “todo era pecado”, ahora hemos caído en el otro extremo, en una gran falta de conciencia de pecado. Como “ni robo ni mato”, nos autocalificamos de buenas personas, por encima de la media, tenemos la conciencia tranquila y estamos convencidos de que no tenemos por qué confesarnos.


JUZGAR

Es la actitud de fondo que Jesús ha puesto de manifiesto en el Evangelio «por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos». Jesús denuncia su hipocresía y su falta de humildad no sólo ante los demás, ya que los despreciaban, sino ante el mismo Dios: «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros...”».

El fariseo efectivamente hace cosas buenas (no roba, no es adúltero, ayuna dos veces por semana, paga el diezmo...) pero su falta de conciencia de pecado le lleva a tener una imagen deformada de sí mismo y no ve su pecado, su actitud de desprecio hacia los demás. Está autoconvencido de que ya es bueno, mejor que otros, y no se considera necesitado de perdón ni de conversión. Con lo cual también tiene una imagen deformada de Dios. En su oración no hay una actitud de verdadero agradecimiento hacia Dios, como veíamos hace un par de domingos, sino que utiliza la oración para que quede bien patente lo buena persona que es. No conoce al Dios rico en amor, perdón y misericordia, que no busca la muerte del pecador sino que se convierta y viva.

De ahí que Jesús ponga como modelo al publicano, porque aunque de éste no se nos dice que haga “obras buenas”, sin embargo sí es capaz de verse en su propia realidad El publicano reconoce humildemente ante Dios su pecado y por eso «se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo», no intenta ocultarlo o aparentar que es “bueno”. Pero sobre todo, Jesús lo pone como modelo porque el publicano se conoce a sí mismo y también conoce a Dios y por eso aun en su humillación es capaz de abrirse a Él. Su conciencia de pecado le lleva a abrirse a Dios, a reconocer que sólo Dios puede otorgarle la misericordia y el perdón que tanto necesita. El publicano sabe que «si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha», como hemos repetido en el Salmo responsorial, y por esa confianza en Dios «éste bajó a su casa justificado y aquel no», es decir, el publicano fue quien obtuvo el perdón y la gracia de Dios.


ACTUAR

Teniendo presente esta Palabra del Señor, preguntémonos con sinceridad: ¿Qué actitud predomina más en mí, la del fariseo o la del publicano? ¿Me considero superior a otros o incluso siento desprecio hacia otros? ¿Tengo conciencia de pecado, o no veo necesidad de confesarme? ¿Cómo hago mi examen de conciencia? ¿En mi oración busco el reconocimiento de Dios por todo lo bueno que hago? ¿En alguna ocasión también he dicho: «Oh Dios, ten compasión de este pecador»? ¿He experimentado que Dios me ha justificado, que me ha dado su perdón y su gracia? ¿Descubro que estoy llamado a la santidad?

Aunque por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo y entramos a formar parte de la comunidad de los santos, lo cierto es que los cristianos, de hecho, pecamos, aunque nos cueste y no nos guste reconocerlo. Por eso siempre estamos necesitados de perdón y de conversión. Así lo reconocemos cada vez que nos acercamos al sacramento de la reconciliación; y también cada vez que celebramos la Eucaristía, porque tras el saludo inicial inmediatamente se nos invita a realizar el acto penitencial, que nos dispone a participar dignamente de la Eucaristía. Aprovechemos estos momentos que se nos ofrecen para tener la experiencia del publicano, para reconocer humildemente nuestra realidad, nuestro pecado, y abrirnos con sinceridad a Dios, de modo que también podamos recibir su perdón y su amor, sabiéndonos y sintiéndonos justificados por Él.

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