Publicado por Entra y Verás
El día a día pone a prueba nuestra relación con Dios. Una cosa es todo lo que está muy bien escrito en los libros y otra es la vivencia cotidiana. Todo resulta fácil cuando nos va bien pero cuando las cosas se tuercen la relación con Dios no siempre es fluida.
Mañana será lunes, de nuevo volveremos a enfrentarnos a la semana, a la vida con sus rutinas y sus prisas, con encuentros agradables y otros que no lo son tanto. ¡Quien sabe como nos irán tantas cosas que tenemos entre manos!
Seguro que si las cosas nos van bien, guiñaremos un ojo a Dios dándole las gracias por su apoyo; pero si las cosas comienzan a torcerse, quizá nuestra fe no nos dé ni para decirle a Dios que se meta en sus asuntos y nos deje en paz. Parece más claro que Dios nos acompaña cuando la vida nos sonríe. Entonces entendemos que Dios nos cuida. Pero, ¿y cuándo estamos fastidiados? En esos momentos lo que toca es protestar, gritar, reclamar porque parece que no está siendo tan infinitamente tierno ni protector como prometió. Y aquí no valen las respuestas de la moralina, del sermón rancio, ni del manual o del último documento pontificio. Hemos de aprender a reconocer que Dios nos acompaña. Que Dios no está sólo en las doctrinas y en los sermones píos, sino que es un Dios encarnado para vidas humanas, un Dios volcado en sus hijos frágiles. Que nos hace fuertes en la debilidad sirviéndose para ello de aquellos que tenemos cerca.
En el evangelio de este domingo encontramos una frase que no deja lugar a dudas: El nuestro no es un Dios de muertos sino de vivos. Precisamente lo que está de fondo, lo que nos mantiene erguidos es la esperanza entendida como experiencia personal fruto de una fe firme en Dios, de una confianza firme en su Palabra que promete nos el triunfo final del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. Aunque, a veces, apenas encontremos signos visibles en esa dirección. La esperanza cristiana es realista, y por eso firme y constante. No huye del mundo, ni hacia arriba, ni hacia el pasado, ni hacia el futuro. No rehuye la responsabilidad que todos tenemos en esa lucha contra el mal, la mentira y la muerte. No desconoce lo negativo que hay en la historia humana, ni ignora las fuerzas operantes del mal y del pecado. No pretende engañar a nadie con falsas ilusiones. La fe y la vida cristiana no están orientadas sólo a garantizarnos la salvación eterna; también deben conducirnos a vivir evangélicamente la vida presente, a luchar para que este mundo sea más feliz, más humano, más justo, más habitable. No mira sólo al mundo del más allá. Es una esperanza que se encarna en la historia presente. Los cristianos creemos y esperamos que también las cosas, las situaciones, las personas... pueden y deben cambiar y ser transformadas. No invita a la huida del mundo, sino al compromiso para transformar este mundo según la voluntad de Dios. Pero es firme y constante. No cede a la desesperanza y la desesperación, precisamente porque cree en Dios, capaz de salvar y liberar a la humanidad del mal y del pecado. Si en otro tiempo Dios actuó liberando a su pueblo, resucitando a Jesús de entre los muertos, hemos de creer que volverá a actuar liberándonos, que saldrá garante de sus promesas a pesar de nuestras impotencias e incluso a pesar de nuestras actuaciones en contra de la salvación.
Creer en un Dios de vivos nos lleva a relacionarnos con Él desde la normalidad, como lo hacemos con cualquier persona que apreciamos, pero revestidos de esta esperanza sin igual que se despliega cada día ante nuestros ojos. Busquemos a Dios en la vida, no en los trasteros, en las sacristías, o en las bodegas del arca de Noé.
Mañana lunes a pesar de madrugar, de volver al trabajo, al estudio, seguirá siendo valida la promesa de la compañía perenne de Dios que alimenta nuestra esperanza confiada. Feliz semana.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
Mañana será lunes, de nuevo volveremos a enfrentarnos a la semana, a la vida con sus rutinas y sus prisas, con encuentros agradables y otros que no lo son tanto. ¡Quien sabe como nos irán tantas cosas que tenemos entre manos!
Seguro que si las cosas nos van bien, guiñaremos un ojo a Dios dándole las gracias por su apoyo; pero si las cosas comienzan a torcerse, quizá nuestra fe no nos dé ni para decirle a Dios que se meta en sus asuntos y nos deje en paz. Parece más claro que Dios nos acompaña cuando la vida nos sonríe. Entonces entendemos que Dios nos cuida. Pero, ¿y cuándo estamos fastidiados? En esos momentos lo que toca es protestar, gritar, reclamar porque parece que no está siendo tan infinitamente tierno ni protector como prometió. Y aquí no valen las respuestas de la moralina, del sermón rancio, ni del manual o del último documento pontificio. Hemos de aprender a reconocer que Dios nos acompaña. Que Dios no está sólo en las doctrinas y en los sermones píos, sino que es un Dios encarnado para vidas humanas, un Dios volcado en sus hijos frágiles. Que nos hace fuertes en la debilidad sirviéndose para ello de aquellos que tenemos cerca.
En el evangelio de este domingo encontramos una frase que no deja lugar a dudas: El nuestro no es un Dios de muertos sino de vivos. Precisamente lo que está de fondo, lo que nos mantiene erguidos es la esperanza entendida como experiencia personal fruto de una fe firme en Dios, de una confianza firme en su Palabra que promete nos el triunfo final del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. Aunque, a veces, apenas encontremos signos visibles en esa dirección. La esperanza cristiana es realista, y por eso firme y constante. No huye del mundo, ni hacia arriba, ni hacia el pasado, ni hacia el futuro. No rehuye la responsabilidad que todos tenemos en esa lucha contra el mal, la mentira y la muerte. No desconoce lo negativo que hay en la historia humana, ni ignora las fuerzas operantes del mal y del pecado. No pretende engañar a nadie con falsas ilusiones. La fe y la vida cristiana no están orientadas sólo a garantizarnos la salvación eterna; también deben conducirnos a vivir evangélicamente la vida presente, a luchar para que este mundo sea más feliz, más humano, más justo, más habitable. No mira sólo al mundo del más allá. Es una esperanza que se encarna en la historia presente. Los cristianos creemos y esperamos que también las cosas, las situaciones, las personas... pueden y deben cambiar y ser transformadas. No invita a la huida del mundo, sino al compromiso para transformar este mundo según la voluntad de Dios. Pero es firme y constante. No cede a la desesperanza y la desesperación, precisamente porque cree en Dios, capaz de salvar y liberar a la humanidad del mal y del pecado. Si en otro tiempo Dios actuó liberando a su pueblo, resucitando a Jesús de entre los muertos, hemos de creer que volverá a actuar liberándonos, que saldrá garante de sus promesas a pesar de nuestras impotencias e incluso a pesar de nuestras actuaciones en contra de la salvación.
Creer en un Dios de vivos nos lleva a relacionarnos con Él desde la normalidad, como lo hacemos con cualquier persona que apreciamos, pero revestidos de esta esperanza sin igual que se despliega cada día ante nuestros ojos. Busquemos a Dios en la vida, no en los trasteros, en las sacristías, o en las bodegas del arca de Noé.
Mañana lunes a pesar de madrugar, de volver al trabajo, al estudio, seguirá siendo valida la promesa de la compañía perenne de Dios que alimenta nuestra esperanza confiada. Feliz semana.
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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