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martes, 9 de noviembre de 2010

Formas Sutiles de Idolatría


Por Ron Rolheiser
Publicado por Ciudad Redonda

En mis momentos de reflexión más profunda, a veces me siento obligado a preguntarme a mí mismo: ¿Me interesa Dios, realmente, o solamente me interesan las cosas relacionadas con Dios? ¿Tengo más interés en enseñar, hablar, escribir sobre Dios que en encontrarme de hecho con Él, de tú a tú, en silencio y oración? ¿Me interesa más ocuparme de las cosas de Dios y de la religión, que estar recogido y silencioso en la presencia de Dios?
Las respuestas a esas preguntas debieran ser más fáciles y más obvias de lo que son en realidad. A primera vista parecería claramente que me interesa Dios: Trato de orar regularmente. Soy un sacerdote que celebra la Eucaristía cada día. Soy un teólogo y escritor que habla y escribe siempre sobre Dios. Paso mi vida entera ocupándome de las cosas de Dios: pero, a pesar de eso, Dios no es necesariamente, de hecho, el centro de estas actividades. El centro puede fácilmente estar en algún otro lugar.

Todos nos podríamos plantear esta cuestión: En nuestras actividades religiosas explícitas, ¿estamos realmente interesados en tener una relación con Dios y con Jesús, o, siendo honestos, nos interesa más una buena liturgia, una buena teología, una buena espiritualidad, una buena experiencia religiosa, unas buenas búsquedas de oración, unas buenas prácticas pastorales, programas eclesiales exitosos, causas morales importantes, temas vitales de justicia, y recursos para facilitar la práctica religiosa? No es que estas cosas no sean buenas, lo son; pero paradójicamente pueden convertirse precisamente en medios con los que evitamos el tener que afrontar el llamado más profundo a una relación personal íntima con Dios.

Al escritor C.S. Lewis le gusta describir esta nuestra lucha llamándola realmente por su nombre, por lo que con frecuencia es: idolatría, es decir, dedicarnos a algo que es meramente piadoso o relacionado con Dios, en vez de entregarnos plenamente a Dios mismo. Veamos cómo describe esto Lewis:

En su libro “El Gran Divorcio”, el autorimagina diez escenas en las que alguien que acaba de morir es acogido, en la otra orilla, por un “ángel”. Éste intenta persuadir al recién fallecido para que le permita tomarle de la mano y dirigirle al cielo. La condición para entrar en el cielo en cada caso es singular y simple: ¡Tú sencillamente tienes que confiar en el ángel y dejarte guiar!

En una de esas escenas, Lewis describe una conversación entre uno de esos ángeles y un artista famoso que justamente acaba de morir. El ángel trata de convencer al artista de ir al cielo, describiéndole la impresionante belleza del mismo. En un principio, el artista se siente deseoso y entusiasmado, contemplando anticipadamente con su imaginación los excelentes cuadros que podrá pintar; pero, al saber que allí, una vez llegue al cielo, no tendrá necesidad de pintar esa belleza, se resiste y se enoja. Se supone que, más que pintar, simplemente estará inmerso en la misma belleza y gozará de ella. Así pues, el artista rehúsa ir al cielo, optando en vez permanecer allí donde puede pintar el cielo, en vez de estar dentro de él. Pone reparos al ángel, protestando que, como artista, para él el arte mismo es un fin; “pintar por pintar”. El ángel le replica: “La tinta, la cola y la pintura eran necesarias allá abajo (durante tu vida terrena), pero son también, al mismo tiempo, estimulantes peligrosos. Poetas, músicos y artistas, a no ser por la gracia de Dios, se apartan del afecto por las cosas que cuentan, para amar simplemente el poder contarlas; en el Infierno Profundo no les puede interesar Dios para nada, sino que se interesan solamente por lo que dicen sobre Él. Y, digamos, no se trata de no estar interesado en la pintura. Bajan al abismo por estar interesados en su propia personalidad y en nada más que no sea su propia reputación”.

Lo que afirma este ángel sobre poetas, músicos y artistas hay que afirmarlo también sobre teólogos, autores espirituales, sacerdotes, obispos, ministros, diáconos, liturgistas, agentes de pastoral, comprometidos por la justicia social, manifestantes morales de todo tipo, directores de retiros, directores espirituales, líderes de grupos de oración, e incluso sobre los que, activamente y con entusiasmo, van buscando profundizar en la experiencia de oración. Acecha siempre el peligro de que, como el artista que prefiere y necesita pintar la belleza más que llegar a ser sencillamente uno con ella, nosotros también convirtamos la actividad religiosa que estamos haciendo en un fin en sí mismo, en vez de mantener nuestro interés y nuestro centro realmente en Dios.

Y resulta irónico que la actividad religiosa, al igual que el arte, puede constituir uno de los mayores peligros de este tipo de idolatría. Son el predicador dotado, el gran teólogo, el liturgista brillante, el ministro enormemente popular y el obispo o administrador maravillosamente hábiles quienes experimentarán la lucha mayor. Como dice Lewis: “No fabricáis demonios de malos ratones o de malas pulgas, sino de malos arcángeles”. La falsa religión de la codicia o de la lujuria es más vil que la falsa religión del amor materno, del patriotismo o del arte; pero es mucho menos probable que convirtamos la lujuria o la codicia en religión.

Cada vez que vayamos a la oración, o a ejercer nuestro ministerio, o a hacer algo religioso, es bueno preguntarnos a nosotros mismos: ¿De quién o de qué se trata, realmente?

(Traducido por : Carmelo Astiz, cmf)

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