Una pregunta brota en quien busca sintonizar con Jesús: ¿qué es para él lo más importante, el centro de su vida, la causa a la que se dedicó por entero, su preferencia absoluta? La respuesta no ofrece duda alguna: Jesús vive para el reino de Dios. Es su verdadera pasión. Por esa causa se desvive y lucha; por esa causa es perseguido y ejecutado. Para Jesús, «solo el reino de Dios es absoluto; todo lo demás es relativo».
Lo central en su vida no es Dios simplemente, sino Dios con su proyecto sobre la historia humana. No habla de Dios sin más, sino de Dios y su reino de paz, compasión y justicia. No llama a la gente a hacer penitencia ante Dios, sino a «entrar» en su reino. No invita, sin más, a buscar a Dios, sino a «buscar el reino de Dios y su justicia».
Cuando pone en marcha un movimiento de seguidores que prolonguen su misión, no los envía a organizar una nueva religión, sino a anunciar y promover el reino de Dios.
¿Cómo sería la vida si todos nos pareciéramos un poco más a Dios? Este es el gran anhelo de Jesús: construir la vida tal como la quiere Dios. Habrá que hacer muchas cosas, pero hay tareas que Jesús subraya de manera preferente: introducir en el mundo la compasión de Dios; poner a la humanidad mirando hacia los últimos; construir un mundo más justo, empezando por los más olvidados; sembrar gestos de bondad para aliviar el sufrimiento; enseñar a vivir confiando en Dios Padre, que quiere una vida feliz para sus hijos e hijas.
Desgraciadamente, el reino de Dios es a veces una realidad olvidada por no pocos cristianos. Muchos no han oído hablar de ese proyecto de Dios; no saben que es la única tarea de la Iglesia y de los cristianos.
Ignoran que, para mirar la vida con los ojos de Jesús, hay que mirarla desde la perspectiva del reino de Dios; para vivir como él hay que vivir con su pasión por el reino de Dios.
¿Qué puede haber en estos momentos, para los seguidores de Jesús, más importante que comprometernos en una conversión real del cristianismo al reino de Dios? Ese proyecto de Dios es nuestro objetivo primero. Desde él se nos revela la fe cristiana en su verdad última: amar a Dios es tener hambre y sed de justicia como él; seguir a Jesús es vivir para el reino de Dios como él; pertenecer a la Iglesia es comprometerse por un mundo más justo.
Lo central en su vida no es Dios simplemente, sino Dios con su proyecto sobre la historia humana. No habla de Dios sin más, sino de Dios y su reino de paz, compasión y justicia. No llama a la gente a hacer penitencia ante Dios, sino a «entrar» en su reino. No invita, sin más, a buscar a Dios, sino a «buscar el reino de Dios y su justicia».
Cuando pone en marcha un movimiento de seguidores que prolonguen su misión, no los envía a organizar una nueva religión, sino a anunciar y promover el reino de Dios.
¿Cómo sería la vida si todos nos pareciéramos un poco más a Dios? Este es el gran anhelo de Jesús: construir la vida tal como la quiere Dios. Habrá que hacer muchas cosas, pero hay tareas que Jesús subraya de manera preferente: introducir en el mundo la compasión de Dios; poner a la humanidad mirando hacia los últimos; construir un mundo más justo, empezando por los más olvidados; sembrar gestos de bondad para aliviar el sufrimiento; enseñar a vivir confiando en Dios Padre, que quiere una vida feliz para sus hijos e hijas.
Desgraciadamente, el reino de Dios es a veces una realidad olvidada por no pocos cristianos. Muchos no han oído hablar de ese proyecto de Dios; no saben que es la única tarea de la Iglesia y de los cristianos.
Ignoran que, para mirar la vida con los ojos de Jesús, hay que mirarla desde la perspectiva del reino de Dios; para vivir como él hay que vivir con su pasión por el reino de Dios.
¿Qué puede haber en estos momentos, para los seguidores de Jesús, más importante que comprometernos en una conversión real del cristianismo al reino de Dios? Ese proyecto de Dios es nuestro objetivo primero. Desde él se nos revela la fe cristiana en su verdad última: amar a Dios es tener hambre y sed de justicia como él; seguir a Jesús es vivir para el reino de Dios como él; pertenecer a la Iglesia es comprometerse por un mundo más justo.





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