Abiertos a la novedad de Dios
Lo desconocido siempre nos produce inquietud e incertidumbre. Pero en la espera dedicamos el tiempo a imaginar cómo será lo que esperamos. Y lo hacemos inevitablemente según lo que ya conocemos, según las ideas que ya tenemos, aprendidas quizá en el pasado o de otras experiencias anteriores. Si nos hablan de que vamos a hacer un examen, enseguida haremos memoria de los exámenes que tuvimos en nuestra juventud. Si nos hablan de una tormenta terrible que se avecina, pensaremos en las experiencias buenas o malas que hemos tenido antes con otras tormentas. Y así siempre. Nos cuesta imaginar algo totalmente nuevo.
Ante la venida de Jesús, ante el anuncio del Mesías, funcionamos de una manera parecida. Si Dios viene, y no otra cosa es el Adviento sino la celebración del Dios que se acerca a nuestra vida, deberá ser tal y como nos lo han contado. Aquí no contamos con experiencias propias sino con lo que nos enseñaron en el catecismo o lo que nuestros padres o abuelos nos enseñaron al oído cuando éramos muy pequeños.
Por un momento tendríamos que ser capaces de vaciar totalmente nuestra mente y abrirnos a la absoluta novedad que es Dios. Porque Dios es totalmente diferente de todo lo que podamos imaginar. ¿Habría podido imaginar alguien a un Dios hecho hombre, encarnado en un niño recién nacido en una cueva?
Preparar el camino al Señor
El problema de Juan Bautista es que ante la inminencia de la llegada del Mesías da por supuesto cómo va a ser ese Mesías, deja que los prejuicios y las ideas preconcebidas le dicten sus palabras. Y habla del Mesías que está por llegar más como una amenaza que como un consuelo. Su llegada es un peligro más que ocasión de salvación. El castigo es inminente para los que no se conviertan. Hay que reconocer que está bien la llamada a la conversión pero no es bueno utilizar a Dios como amenaza. Para Juan el Mesías viene dispuesto a quemar la paja, a talar los árboles que no den fruto. Juan amenaza con sus palabras para que nadie se haga ilusiones. Lo que viene es terrible y nadie está preparado.
Su intención era buena: preparar el camino al Señor. Pero en esta celebración del Adviento conviene que veamos la realidad con una cierta perspectiva. Tenemos que preparar el camino del Señor pero nosotros ya hemos recibido su visita. Ahora lo celebramos de nuevo, como ya lo hemos celebrado tantas veces en nuestra vida. Sabemos que nos tenemos que convertir pero no porque Dios nos amenace con el castigo sino porque es gracia, y amor, y salvación, y perdón, y misericordia para nosotros.
La Palabra, fuente de esperanza
Este Adviento es una buena oportunidad para releer las Escrituras, la Biblia. Como dice Pablo en la segunda lectura, se escribieron para nuestro consuelo y enseñanza, para que mantengamos la esperanza. Porque en ellas tenemos el testimonio vivo de lo que es Dios para nosotros. Ya no tenemos que imaginar. Podemos dejar de lado todos los prejuicios. En las Escrituras tenemos el testimonio vivo de la presencia de Dios entre nosotros. Jesús nos habla al corazón y él es el hijo de Dios encarnado. Su palabra es la misma Palabra de Dios. Leyendo la palabra sentiremos que el corazón se caldea, que la esperanza se anima. Sentiremos que Dios mismo obra en nosotros la conversión no como fruto de la amenaza sino como resultado de experimentar el amor de Dios que nos reconcilia por dentro. Porque el Dios que viene en Jesús es amor. Y nada más que amor.
Quizá fue esa experiencia de Dios la que hizo escribir al autor del libro de Isaías el texto que se lee este domingo en la liturgia. La esperanza de la venida del Mesías ilumina para el profeta un mundo nuevo, marcado por la justicia, por la lealtad y la superación de toda forma de violencia. Es casi un sueño, una utopía imposible: el león y el novillo pacerán juntos, habitará el lobo con el cordero. “¡Imposible!”, dirá alguno. Pero el que, llevado por la Palabra, ha experimentado el amor de Dios sabe que es posible y que desde ya vale la pena comenzar a trabajar para que ese mundo nuevo sea posible. Porque es el que Dios quiere para nosotros y el que Dios nos trae con su Hijo.
Ante la venida de Jesús, ante el anuncio del Mesías, funcionamos de una manera parecida. Si Dios viene, y no otra cosa es el Adviento sino la celebración del Dios que se acerca a nuestra vida, deberá ser tal y como nos lo han contado. Aquí no contamos con experiencias propias sino con lo que nos enseñaron en el catecismo o lo que nuestros padres o abuelos nos enseñaron al oído cuando éramos muy pequeños.
Por un momento tendríamos que ser capaces de vaciar totalmente nuestra mente y abrirnos a la absoluta novedad que es Dios. Porque Dios es totalmente diferente de todo lo que podamos imaginar. ¿Habría podido imaginar alguien a un Dios hecho hombre, encarnado en un niño recién nacido en una cueva?
Preparar el camino al Señor
El problema de Juan Bautista es que ante la inminencia de la llegada del Mesías da por supuesto cómo va a ser ese Mesías, deja que los prejuicios y las ideas preconcebidas le dicten sus palabras. Y habla del Mesías que está por llegar más como una amenaza que como un consuelo. Su llegada es un peligro más que ocasión de salvación. El castigo es inminente para los que no se conviertan. Hay que reconocer que está bien la llamada a la conversión pero no es bueno utilizar a Dios como amenaza. Para Juan el Mesías viene dispuesto a quemar la paja, a talar los árboles que no den fruto. Juan amenaza con sus palabras para que nadie se haga ilusiones. Lo que viene es terrible y nadie está preparado.
Su intención era buena: preparar el camino al Señor. Pero en esta celebración del Adviento conviene que veamos la realidad con una cierta perspectiva. Tenemos que preparar el camino del Señor pero nosotros ya hemos recibido su visita. Ahora lo celebramos de nuevo, como ya lo hemos celebrado tantas veces en nuestra vida. Sabemos que nos tenemos que convertir pero no porque Dios nos amenace con el castigo sino porque es gracia, y amor, y salvación, y perdón, y misericordia para nosotros.
La Palabra, fuente de esperanza
Este Adviento es una buena oportunidad para releer las Escrituras, la Biblia. Como dice Pablo en la segunda lectura, se escribieron para nuestro consuelo y enseñanza, para que mantengamos la esperanza. Porque en ellas tenemos el testimonio vivo de lo que es Dios para nosotros. Ya no tenemos que imaginar. Podemos dejar de lado todos los prejuicios. En las Escrituras tenemos el testimonio vivo de la presencia de Dios entre nosotros. Jesús nos habla al corazón y él es el hijo de Dios encarnado. Su palabra es la misma Palabra de Dios. Leyendo la palabra sentiremos que el corazón se caldea, que la esperanza se anima. Sentiremos que Dios mismo obra en nosotros la conversión no como fruto de la amenaza sino como resultado de experimentar el amor de Dios que nos reconcilia por dentro. Porque el Dios que viene en Jesús es amor. Y nada más que amor.
Quizá fue esa experiencia de Dios la que hizo escribir al autor del libro de Isaías el texto que se lee este domingo en la liturgia. La esperanza de la venida del Mesías ilumina para el profeta un mundo nuevo, marcado por la justicia, por la lealtad y la superación de toda forma de violencia. Es casi un sueño, una utopía imposible: el león y el novillo pacerán juntos, habitará el lobo con el cordero. “¡Imposible!”, dirá alguno. Pero el que, llevado por la Palabra, ha experimentado el amor de Dios sabe que es posible y que desde ya vale la pena comenzar a trabajar para que ese mundo nuevo sea posible. Porque es el que Dios quiere para nosotros y el que Dios nos trae con su Hijo.
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