Por José María Maruri, SJ
1.- En medio de un desierto de piedra calcinada por el sol. Se alza tenebrosa como una amenaza a toda esperanza y libertad la fortaleza de Maqueronte. Y en una de sus mazmorras vive malamente Juan el Bautista. Hombre duro, recio como hecho de raíces de encina.
En la soledad, Juan medita las noticias que le van llegando de ese Jesús en el que él quiso reconocer el Mesías prometido por los profetas. Juan ha predicado un Mesías que viene a tomar cuentas a los hombres, a bautizar con agua y fuego purificador, un Mesías con el hacha en la mano dispuesta a cortar las raíces de los árboles podridos y sin esperanzas de vida.
Y las noticias que sus discípulos le traen de un Jesús, humilde de corazón, no concuerdan con su imagen del Mesías. No sabemos si la duda fue suya o fue de sus discípulos. Una crisis de fe no le quita, desde luego, nada de santidad. Sea como sea, envía a dos de sus discípulos a Jesús para preguntarle si Él era el Mesías o había que esperar u otro.
2.- Y contra las ideas de un Mesías justiciero, purificador, que viene a reunir a los buenos y castigar a los malos, Jesús responde a Juan: “No temas, yo soy el Mesías que tu has anunciado, pero no como lo has anunciado”. Y con palabras de Isaías --que acabamos de oír—le da la señal del verdadero Mesías. Y es que la benignidad y misericordia de Dios se ha manifestado con los que más lo necesitan, con los enfermos, con los pobres, con los ignorantes… ¡Y dichoso el que no se siente defraudado por mí!
3.- Este evangelio nos cuestiona a nosotros nuestra idea de Dios. ¿El Dios que nosotros pensamos y creemos es el que Jesús ha venido a predicar? Dios ha querido manifestarnos su verdadero rostro, su belleza, como dice Isaías, y a través de la naturaleza y luego de los profetas ha sido enseñando a los hombres. Y cuando ya ha visto que así no llegábamos a tener una imagen verdadera de Él, nos envía a su Hijo, que le conoce bien como Hijo, y que como Verbo, Palabra y Ciencia de Dios es todo lo que sabe Dios de Si mismo para que nos enseñe.
Cuántas veces nos defrauda Dios cuando deseamos su rápida intervención en el mundo para acabar con las injusticias, cuando deseamos un justo castigo para los que pensamos pecadores e indignos de vivir entre nosotros, cuando le pedimos que aclare situaciones dentro de la misma Iglesia, que no coinciden con nuestra manera de pensar. Nos defrauda Dios porque no está siempre con el hacha en alto para acabar con los malvados y los pecadores, con los que llamamos ateos.
Y el rostro que Jesús nos manifiesta de Dios es totalmente contrario:
--es Dios que deja las 99 ovejas en el redil para ir detrás de la descarriada.
--es el médico que corre a sanar al enfermo, porque los sanos no tienen necesidad de curtación.
--es el Dios paciente, el labriego que sabe que la semilla del Reino echada en tierra tarda en dar fruto, pero que al fin lo va a dar.
--es el Dios al que no le importa que le llamen comilón y borracho porque se va a comer con los pecadores.
--es un Dios que no viene a dar un grito de guerra, sino a mantenerse escondido bajo la entrañable forma de un niño recién nacido. O a quedarse en los sagrarios de nuestras iglesias.
Más aún, es un Dios que no solamente Él mismo se ha hecho hombre, sino que se ha escondido en los demás hombres y quiere que le busquemos en ellos, sirviéndolo a Él cuando servimos a los hermanos y a las hermanas. “El que recibe a uno de estos pequeños a Mí me recibe… y cuando visitasteis al enfermo, al triste, al encarcelado, a Mí me visitasteis.
Esta es la verdadera imagen de nuestro Dios y si tenemos otra distinta sigamos el ejemplo de Juan el Bautista que supo distinguir la imagen que se había hecho él mismo del Mesías, de la que era verdadera. Y creyó y dio su vida por cumplir su misión de profeta, del más grande de los hombres nacidos de mujer.
En la soledad, Juan medita las noticias que le van llegando de ese Jesús en el que él quiso reconocer el Mesías prometido por los profetas. Juan ha predicado un Mesías que viene a tomar cuentas a los hombres, a bautizar con agua y fuego purificador, un Mesías con el hacha en la mano dispuesta a cortar las raíces de los árboles podridos y sin esperanzas de vida.
Y las noticias que sus discípulos le traen de un Jesús, humilde de corazón, no concuerdan con su imagen del Mesías. No sabemos si la duda fue suya o fue de sus discípulos. Una crisis de fe no le quita, desde luego, nada de santidad. Sea como sea, envía a dos de sus discípulos a Jesús para preguntarle si Él era el Mesías o había que esperar u otro.
2.- Y contra las ideas de un Mesías justiciero, purificador, que viene a reunir a los buenos y castigar a los malos, Jesús responde a Juan: “No temas, yo soy el Mesías que tu has anunciado, pero no como lo has anunciado”. Y con palabras de Isaías --que acabamos de oír—le da la señal del verdadero Mesías. Y es que la benignidad y misericordia de Dios se ha manifestado con los que más lo necesitan, con los enfermos, con los pobres, con los ignorantes… ¡Y dichoso el que no se siente defraudado por mí!
3.- Este evangelio nos cuestiona a nosotros nuestra idea de Dios. ¿El Dios que nosotros pensamos y creemos es el que Jesús ha venido a predicar? Dios ha querido manifestarnos su verdadero rostro, su belleza, como dice Isaías, y a través de la naturaleza y luego de los profetas ha sido enseñando a los hombres. Y cuando ya ha visto que así no llegábamos a tener una imagen verdadera de Él, nos envía a su Hijo, que le conoce bien como Hijo, y que como Verbo, Palabra y Ciencia de Dios es todo lo que sabe Dios de Si mismo para que nos enseñe.
Cuántas veces nos defrauda Dios cuando deseamos su rápida intervención en el mundo para acabar con las injusticias, cuando deseamos un justo castigo para los que pensamos pecadores e indignos de vivir entre nosotros, cuando le pedimos que aclare situaciones dentro de la misma Iglesia, que no coinciden con nuestra manera de pensar. Nos defrauda Dios porque no está siempre con el hacha en alto para acabar con los malvados y los pecadores, con los que llamamos ateos.
Y el rostro que Jesús nos manifiesta de Dios es totalmente contrario:
--es Dios que deja las 99 ovejas en el redil para ir detrás de la descarriada.
--es el médico que corre a sanar al enfermo, porque los sanos no tienen necesidad de curtación.
--es el Dios paciente, el labriego que sabe que la semilla del Reino echada en tierra tarda en dar fruto, pero que al fin lo va a dar.
--es el Dios al que no le importa que le llamen comilón y borracho porque se va a comer con los pecadores.
--es un Dios que no viene a dar un grito de guerra, sino a mantenerse escondido bajo la entrañable forma de un niño recién nacido. O a quedarse en los sagrarios de nuestras iglesias.
Más aún, es un Dios que no solamente Él mismo se ha hecho hombre, sino que se ha escondido en los demás hombres y quiere que le busquemos en ellos, sirviéndolo a Él cuando servimos a los hermanos y a las hermanas. “El que recibe a uno de estos pequeños a Mí me recibe… y cuando visitasteis al enfermo, al triste, al encarcelado, a Mí me visitasteis.
Esta es la verdadera imagen de nuestro Dios y si tenemos otra distinta sigamos el ejemplo de Juan el Bautista que supo distinguir la imagen que se había hecho él mismo del Mesías, de la que era verdadera. Y creyó y dio su vida por cumplir su misión de profeta, del más grande de los hombres nacidos de mujer.





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