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domingo, 12 de diciembre de 2010

Meditación para el III Domingo de Adviento, 12 diciembre 2010


Por Angel Moreno
Is 35,1-6a.10; St 5,7-10; Mt 11,2-1

“Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
Los ciegos ven,
y los inválidos andan,
los leprosos quedan limpios
y los sordos oyen…” (Mt 11, 5)
“(Juan) se reconoció a sí mismo,
no permitió que lo confundieran,
se humilló a sí mismo.
Comprendió dónde tenía su salvación,
comprendió que no era más que una antorcha,
y temió que el viento de la soberbia la pudiese apagar.” (San Agustín, Sermón 293)

San Agustín comenta la posibilidad que tuvo Juan el Bautista de suplantar al Mesías, de especular con el plebiscito y popularidad de los que gozaba y hacerse pasar por quien no era, riesgo que tantas veces podemos correr los humanos, cuando, pretenciosos, sucumbimos por nuestros punto de honra, vanidad, protagonismo…, que en definitiva es perder la percepción sana de los sentidos.

Los textos de este domingo vertebran el argumento de que Aquel que anunciaron los profetas se ha manifestado en Jesucristo, y lo demuestran presentando en paralelo los signos identificativos que se decía que haría el Mesías y los que realizó Jesús. Y Jesús mismo, ante la duda de Juan, encarcelado, le envía las credenciales a través de los mensajeros, apelando a la conexión entre las obras anunciadas y las que Él llevaba a cabo.

Es posible que a nosotros también nos asalten las dudas porque, como el Bautista, nos encontremos ante la contradicción que hay entre el sufrimiento de tantos y el Evangelio, que afirma la curación de los enfermos y hasta la resucitación de los muertos.
Como en los tiempos del Precursor, necesitamos que nuestro sentidos sean curados y percibamos la verdad que contiene el Evangelio. Quien acoge la Palabra y da crédito a la persona de Jesús, descubrirá cómo se abren sus ojos y sus oídos, su carne se serena, se acrecienta su esperanza, se transforma su existencia.

En Jesucristo se nos desvela nuestra posibilidad de mayor plenitud, la que se representa con la naturaleza restaurada, curada, resucitada, gracias al don del Mesías.
“La Iglesia confiesa incesantemente a todas las generaciones que Él, «con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y resurrección gloriosa, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación»” (Benedicto xvi, Verbum Domini 3).

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