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sábado, 8 de enero de 2011

Dom 9 1 11. Tras el bautismo de Jesús, la experiencia cristiana


Publicado por El Blog de X. Pikaza

Termina el tiempo de Navidad con la Fiesta de los Magos (6 de Enero). De pronto, este domingo, la liturgia nos pone ante el Jesús adulto, bauzado por Juan.
Por eso, este domingo suele llamarse del “bautismo”, pero de un modo sorprendente, el texto de Mateo (lo mismo que el anterior de Marcos) no habla para nada de lo que pasa en el bautismo, sino de lo que viene luego, la revelación de Dios, una vez que Jesús ha salido del agua, después de haber sido bautizado.
El texto resulta extraño, ya en Marcos, más todavía en Mateo, donde todo viene precedido por una “excusa”. Juan no “quiere! bautizar a Jesús, no se siente digno. Jesús insiste. Y en el bautismo no pasa nada… Lo que importa es lo que viene después.
Ciertamente, nos hallamos antes un hecho histórico (Jesús fue bautizado por Juan), pero lo que Mateo narra hoy no es el hecho en sí, sino un tipo de experiencia básica que Jesús tuvo después, tras salir del agua… a lo largo de su vida mesiánico, tal como culmina en la Pascua.
El evangelio no cuenta por tanto una experiencia que tuvo lugar en un momento, cuando Jesús se estaría vistiendo, tras salir del agua, sino aquello que Jesús ha venido descubriendo a lo largo de su misión, tal como culmina en la pascua. (Imagen: icono tradicional del bautismo; nótese que pone la teofanía en el mismo bautismo, y no después, como indicaremos comentando el texto de Mateo)

Texto:
Mateo 3,13-17
En aquel tiempo, fue Jesús de Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: "Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?" Jesús le contestó: "Déjalo ahora. Está bien que cumplamos así lo que Dios quiere."
Entonces Juan se lo permitió.
Después de haber sido bautizado, Jesús salió del agua… y se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: "Este es mi hijo, el amado, mi predilecto."
Y fue bautizado por Juan, en el Jordán
No se dice nada sobre el posible tiempo de su estancia junto al río, ni se indica si fue discípulo de Juan, ni si realizó él también, por un tiempo, una tarea de “bautista”, como socio e incluso como “competidor” de Juan (conforme a la noticia el cuarto evangelio: cf. Jn 3, 23-27; 4, 1).
Conforme a lo que he hecho ya, Mateo pasa por alto (silencia u omite) esos aspectos, de tal forma que da la impresión de que Jesús sólo vino a ser bautizado. Vino él (como digo), pero no para quedarse, sino para “ser bautizado” (ebaptisthê) por Juan, quien toma así la iniciativa. Jesús no vino para disponer y hacer, sino para que “hicieran” con él, es decir, para “dejarse hacer”, para que Juan le introdujera en el agua de la confesión de los pecados, en la línea de la esperanza israelita.
De lo que pasa con este bautismo no se dice aquí nada, como suponiendo que fue un rito preparatorio, que pertenece a la fase anterior de Jesús, antes de ser proclamado por Dios como Hijo suyo e investido del Espíritu Santo. En ese sentido podríamos decir que el bautismo por Juan pertenece a la prehistoria mesiánica de Jesús, de manera que no se distingue por eso de las muchedumbres que venían y se bautizaban con Juan.
En este bautismo no pasa nada que pueda ser reseñado, pues todo pertenece al mundo antiguo, con el agua de las purificaciones y del perdón de los pecados, una historia que no es todavía mesiánica (no es la historia del Hijo de Dios, que empezará después, cuando Jesús salga ya del agua). Así culmina la historia de Jesús según la carne, como diría Pablo (cf. Rom 1, 2-3; 2 Cor 5, 16).
Hasta aquí, Jesús ha sido un israelita que podía situarse en la línea de las profecías o promesas de David, un Jesús artesano, un penitente de Juan. Desde aquí comenzará su nueva etapa, como Hijo de Dios que se revela y actúa sobre el mundo, como destinatario y portador del bautismo en el Espíritu Santo.
Vio: Cielos rasgados, Espíritu santo
El bautismo de Juan pertenecía a un plano anterior, de confesión y perdón de los pecados, en un nivel quizá mesiánico, pero previo al bautismo en el Espíritu Santo que iniciará Jesús. Sólo después, una vez que él ha salido del agua, dejando ya de estar en manos del Bautista, empieza el tiempo nuevo de la revelación de Dios, vinculada a la bajada del Espíritu y a la voz de Dios.
Ésta es la experiencia de Jesús, la experiencia que la Iglesia ofrece a todos los cristianos, que pueden y deben descubrirse llenos del Espíritu Santo.
− Y pronto, saliendo del agua… Del bautismo como tal Mateo, bajo el agua del Jordán, Mateo no dice nada, quizá porque se trata de un rito de conversión “para perdón de los pecados” (1, 4), y lo propio de Jesús ha de ponerse en otro plano… Ciertamente, desde un punto de vista histórico se puede y se debe analizar el sentido que para Jesús pudo tener la experiencia anterior del bautismo de Juan, vinculado a la conversión y confesión de los pecados. Pero a Mateo no le importa y, por eso, aunque lo cita, lo ha dejado a un lado, para hablar sólo de aquello que Jesús vio y escuchó tras salir del agua, esto es, tras el bautismo de Juan, recibiendo su “bautismo en el Espíritu Santo”.
Es como si toda la parte anterior del mensaje de Juan (con el bautismo para perdón de los pecados) fuera algo previo. Lo que empieza a cumplirse con Jesús es el segundo mensaje: «Viene después de mi uno que es más fuerte que yo, él os bautizará…» . Ciertamente, Jesús se ha dejado bautizar por Juan, pero la iniciativa de su auténtico bautismo la tiene el Espíritu Santo que le llena y Dios que le llamo (constituyó) Hijo.
− Vio (eiden). Esta palabra marca la experiencia propia, la novedad mesiánica, algo que él ha experimentado tras la salida del agua, de manera que, estrictamente hablando, no se trata de una experiencia bautismal antigua, como la del Espíritu que baja sobre y con el agua (como en Gen 1, 2), sino de algo nuevo, propio de Jesús, en la línea de lo que Mateo ha llamado “bautismo en el Espíritu Santo y fuego” (1,11), distinguiéndolo del “bautismo de agua/conversión”. Cumplido el rito antiguo (que no tiene en sí valor de salvación), puede acontecer y realizarse la experiencia propia de Jesús, pues sólo él “vio” (eiden), pronto (euthys), tras haber salido del agua, esto es, cumplido ya el rito antiguo.
− Los Cielos rasgados (abiertos). Hasta ahora cielo y tierra se encontraban separados: Dios arriba, incognoscible; los hombres muy abajo. Pues bien, Jesús abre los ojos y descubre que los Cielos se rasgan y abren (skhidsomenos), de manera que Dios (que es el Cielo) se comunica con la tierra. Sólo Jesús lo descubre, los demás todavía no lo saben, de forma que piensan que el cielo y la tierra siguen separados. Todos ignoran lo que pasa, no han visto, no saben; Jesús, en cambio, ha visto y sabe que Dios mismo ha superado las antiguas fronteras, de manera que es Cielo (divino), siendo poder de salvación para los hombres.
Jesús obtiene así, tras el bautismo de Juan (en su nuevo bautismo mesiánico), un saber de “visión” o experiencia de Dios, de manera que, a partir de ese momento, actuará como alguien que viene cargado de una intensa “presencia”, esto es, de un Cielo (=Dios) que sale al encuentro de los hombres. Esta “ruptura” del cielo que se rasga y abre, abriendo el paso de Dios ha de entenderse a la luz de la experiencia final de los lectores de Mateo que saben que, con la muerte de Jesús, se abrió/rasgó el velo del templo de Jerusalén, que era signo de la bóveda celeste, que cerraba el paso de Dios, un Dios que ahora se comunica ya directamente con los hombres (con el mismo verbo: eskhisthê: 27, 51).
− (Y vio) al Espíritu, descendiendo... Del cielo abierto desciende sobre Jesús el Espíritu; no un ángel vengador o salvador (como en muchos mitos), ni tampoco una figura escatológica, como el Hijo del Hombre de las tradiciones apocalípticas (cf. Dan 7), sino el Espíritu para “llenarle” (bautizarle), esto es, para permanecer en él y realizar su obra.
− Como una paloma (y permaneciendo)Mateo sobre él. En principio, conforme a la experiencia y esperanza israelita, esta “apertura del cielo”, con la efusión/comunicación del Espíritu tiene un sentido apocalíptico (marca el fin de los tiempos) y universal (se dirige a todos los seres humanos), de manera que podría decirse que la historia ha terminado. Pero la Escritura sabe también que el Espíritu puede “adelantarse” y descender de un modo especial sobre algunos elegidos, a quienes ofrece el encargo de realizar la tarea de Dios.
El vuelo de la paloma.
Jesús “vio” que el Espíritu bajaba como una paloma (y permanecía) sobre él. Ese signo puede aludir a la paloma “sagrada” de diversas tradiciones religiosas, como ave mensajera del Dios (o de la Diosa) que desciende de forma protectora, cobijando bajo sus alas a unos hombres y mujeres que corrían el riesgo de perderse. De esa forma planea y desciende suavemente el Espíritu de Dios, sin la violencia militar del águila romana, sin el arrebato destructor de los poderes satánicos que irá mostrando el evangelio (cf. especialmente 5, 1-19; 9, 14-27). Según eso, Jesús no es un “poseso” dominado por un “ruah” o pneuma que le saca de sí (como a los guerreros y profetas extáticos del antiguo Israel), sino un hombre habitado por el Espíritu creador y salvador de Dios. Eso significa que su signo no será la guerra, ni el trance estático, sino el Espíritu de la creación y de la recreación del mundoMateo. En el contexto bíblico, esta paloma puede verse de dos formas.
(a) Como ave de la creación, que planeaba en el principio sobre el agua del gran caos, para suscitar el mundo (Gen 1, 1-2) y que desciende ahora sobre Jesús y le convierte en mesías, iniciando así la nueva creación. En esa perspectiva se puede hablar de un Espíritu/Ave que humaniza y organiza el conjunto de la creación, pero siempre en unión con la Palabra, como veremos aquí, pues al Espíritu/Paloma de Dios se añadirá su Palabra en 1, 11Mateo.
(b) Como ave de paz de Noé, tras el diluvio (cf. Gen 8, 8-11). Había pasado la inundación de las aguas, el tiempo de la destrucción y juicio ha terminado, de manera que la paloma pudo volar y volver al arca con un ramo de olivo, que es signo de paz. También ahora, superado el riesgo del juicio del Bautista, viene la paloma de la paz y la reconciliación, como signo y presencia de Dios, uniendo cielo y tierra.
Y hubo una voz…. “Tú eres mi Hijo...”
Conforme al relato de la creación (cf. Gen 1, 1-2), a la acción del Espíritu, que planea sobre las aguas del caos, se vincula la Palabra de Dios, que al principio decía «sea/hágase» (cf. Gen 1, 3. 6. 11 etc.), y que ahora dice ¡Tú eres mi Hijo Querido, en ti me he complacido!
Ésta es la “voz interior” de Dios que marca y define la identidad cristiana, frente al judaísmo rabínico y el Islam, que no reconocen ningún tipo de voces como estas, en el interior del “ser” de Dios. Aquí está en su raíz todo lo que será del despliegue de la “trinidad cristiana”, entendida como experiencia radical de la comunión de Dios, tal como se expresa en Jesús.
Ésta es la voz interior que todos los cristianos pueden escuchar con Jesús, descubriendo que son hijos de Dios, en experiencia personal de bautismo. Lo que Dios dice a Jesús lo dice con él y por él a todos los cristianos
− Tú eres. La palabra original del Cielo (de Dios) no es ¡Yo soy!, como en Ex 3, 14 donde a Dios se le nombra ¡Yavhé! (= Soy el que Soy), sino ¡Tú eres! Ésta es la voz de una persona que afirma y engendra a otra persona. Ciertamente, la Escritura israelita conoce esta expresión del Dios que legitima al rey o profeta, diciéndole ¡Tú eres! (cf. Sal 2, 7; Is 41, 8), pero no la considera primordial, ni la interpreta como principio de identidad de Dios y fundamento de todo lo que existe sobre el mundo. En general, la Biblia judía parte del Yo Soy (= Yahvé), que define a Dios como misterio incognoscible (aunque se manifiesta a través de una Ley). El evangelio en cambio se funda en el Tu Eres de Dios, que se dice (se expresa a sí mismo) hablando a su Hijo (¡tú eres!), fundando en esa forma el EvangelioMateo.
− Mi Hijo. Es como si dijera: Eres mío (lo más íntimo de mí), siendo distinto. Cuando la tradición antigua de la Iglesia comenta este pasaje, se atreve a confesar que antes de ese Dios no había dicho todavía “yo” (no existía previamente como sujeto), hasta que ha suscitado una relación (generación) de amor, como Padre, haciendo ser a Otro, diciéndole: ¡Tu Eres mi Hijo! Esto es lo que Mateo 1,11 ha presentado como "esencia" y base (principio divino) de todo el evangelio: Jesús ha descubierto (ha visto) cómo se abre el cielo y viene el Espíritu a llenarle y ahora escucha la voz que le llama ante todos, abiertamente, declarándole su Hijo. Ésta es una voz de engendramiento. Ciertamente, Jesús existía ya, había escuchado a Dios por la Escritura (cf. 1, 2-3) y había obedecido, dejándose bautizar por Juan; pero sólo ahora se descubre en su verdad, como Hijo o, mejor dicho, así lo descubrimos nosotros.
−El Querido (ho agapêtos). No es uno cualquiera sino el único, escogido, preferido, como aquel a quien Abrahán estaba dispuesto a sacrificar (agapêtos: Gen 22, 2.12) o como el pueblo de Israel (primogénito, elegido: Ex 4, 22-23) a quien Dios amaba intensamente. También el profeta final, Siervo Elegido (Eklektos) de Is 42, 1, aparece en la tradición judía como amado (jhjd). Pues bien, el mismo Dios llama ahora a Jesús con este nombre más íntimo y gozoso, en declaración de amor que define el evangelio: Dios se expresa y dice su verdad diciendo (=haciendo) a Jesús, Querido suyo, objeto de su afecto más profundo. Todo lo que Mateo diga después sobre la familia mesiánica de Jesús (cf. 3, 31-35; 10, 28-30) debe interpretarse como una consecuencia de esta primera declaración de amor de Dios que dice a su Hijo: ¡Mi Querido!
− En ti me he complacido. Esta expresión se vincula con Is 41, 8; 42, 1 donde se dice que Dios goza (se complace) en su Profeta/Siervo (Elegido). En perspectiva más amplia podemos evocar aquí la teología de la alianza donde el mismo Dios parece complacido, entregado, y exultante, en brazos de su esposa (cf. Os 2, 21; Is 62, 5; Ct 2, 10). En esa línea expresa nuestro texto el amor del Padre que suscita a su Hijo para descubrirle después como fuente de felicidad (de la más honda complacencia). El texto no dice: tú eres mi Hijo, “yo hoy te he engendrado” (como se podría esperar, a partir Sal 2, 7), sino “en ti me he complacido. De esa forma deja abierto el momento del comienzo filial de Jesús: si es que Dios le engendra o constituye ahora como Hijo (en clave de generación divina) o si, más bien, declara y le dice algo que ya era desde el mismo nacimiento (o en su origen divino).

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