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sábado, 8 de enero de 2011

EL BAUTISMO DEL SEÑOR (Mt 3,13-17): Procesión a la luz del pábilo que todavía humea

Por A. Pronzato

Isaías 42, 1-4.6-7 / Hechos 10, 34-38 / Mateo 3, 13-17

Se pregunta uno espontáneamente por qué.

El mismo Juan Bautista quedó desconcertado ante la actitud de Jesús:
-Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y acudes tú a mí? De todas formas, Jesús toma posiciones, incluso antes de que se revele solemnemente su identidad. Deja vislumbrar la finalidad de su misión. Se sitúa en donde a nadie se le hubiera ocurrido, se mezcla con unos individuos respecto a los cuales, según cierta mentalidad, debería haber mantenido rigurosamente distancias.
Había allí evidentemente un discreto número de pecadores que hacían cola en un recodo del Jordán, esperando el bautismo de penitencia.
Una ocasión favorable para descargar sobre ellos una dosis saludable de reproches y amenazas, en apoyo de las duras requisitorias del Bautista.
Pero Jesús se coloca silenciosamente a su lado; se mezcla incluso con ellos. No reivindica ningún otro privilegio, más que el de confundirse con ellos.
No se pone por encima. Ni pretende sustituirlos (nadie puede arrepentirse, convertirse en lugar de otro).
Jesús se solidariza con los pecadores.
El signo que ofrece es muy elocuente: Dios está presente dentro de una realidad de miseria. El amor está presente incluso donde hay pecado.
El hombre se aleja. Dios se acerca.
El hombre opone su negativa. Dios no cesa de ofrecer su don.

Una figura discutida
Jesús da a entender que ha venido precisamente por los pecadores. Va a buscarlos desde el principio. Sabe que no puede limitarse a esperar «lo que se ha perdido», fijar un tiempo y un lugar en donde el que se ha desviado pueda encontrarse con él. La recuperación implica la exigencia de superar las distancias, de lanzar señales, de establecer contactos. Y también, de escandalizar a las «personas decentes», arriesgando su propia respetabilidad ante sus ojos cargados de desdén.
Jesús no se apunta a los «justos», formando con ellos un enésimo club de «separados». No vacila en mezclarse con los pecadores y pecadoras, con la gente sospechosa, contagiándolos con su presencia. Una presencia que irradia luz, esperanza, misericordia.
Y entonces los cielos se abren sobre él y, al mismo tiempo, sobre esa pobre humanidad pecadora.
Los cielos abiertos permiten que se asome la mirada compasiva de Dios sobre el mundo.
El Padre, a través de su Hijo «amado», rompe el silencio, restablece los contactos, comunica con el hombre pecador, le invita a un nuevo éxodo hacia la liberación y la salvación.
En la escena del bautismo tenemos, por un lado, al mundo del pecado; por otro, a la divinidad, al Espíritu, a la santidad de Dios. La figura de Cristo parece estar tensa, desgarrada, entre estos dos mundos.
El viene de arriba («éste es mi Hijo»), pero está sumergido, más que en el agua, en la miseria de los hombres.
La legitimación solemne del cielo no pide que la tierra se lo apropie. El Padre proclama: «Jesús es mío». Pero nosotros estamos autorizados a «reconocerlo» como uno de los nuestros.
La cruz será el signo más evidente y dramático de este desgarro, de esta doble fidelidad.
La solidaridad de Cristo con los pecadores, en la cruz, se expresará en la asunción que él hace de sus pecados, de su culpa. Solamente gracias a este gesto supremo de audacia y de locura es como se reconciliarán estos dos mundos.

Un latido de vida bajo el montón de escombros
El diálogo que entablan Juan y Jesús manifiesta también dos concepciones contrapuestas de la figura y de la misión del Mesías.
El Bautista la interpreta en clave de juicio severo, inexorable.
Jesús, por el contrario, la presenta en términos de misericordia, de humildad, de sumisión.
Para él el plan de Dios (el «cumplimiento de toda justicia») se realiza a través de la compasión y de la solidaridad con las miserias humanas.
En resumen, no se trata de rendir cuentas bajo el temor, sino de sembrar una extraordinaria e inimaginable esperanza para todos.
Es la propuesta, el comienzo, de un nuevo éxodo, con Jesús a la cabeza.
Por tanto, no ya la espera apocalíptica de una inminente aniquilación del mundo por causa del mal que lo domina, sino un comienzo, mediante el descubrimiento de las posibilidades de bien que hay en cada uno de los hombres.
Juan pronunció su diagnóstico catastrofista: este mundo perverso no puede durar. Sobre sus iniquidades se abate ya inexorable la espada del sacrosanto castigo divino.
Jesús, por el contrario, no utiliza la espada, ni siquiera la hoz para cortar la caña cascada. Ni sopla amenazador sobre la llama que despide una luz cada vez más mortecina.
El percibe en el corazón del hombre un movimiento imperceptible de arrepentimiento, adivina un rincón secreto de remordimiento bajo el montón de basura, lee una aspiración profunda, inexpresada, a veces incluso ignorada por el que la lleva dentro.
El mundo que ciertos profetas de desventura (Juan era un asceta célibe, pero sigue dando a luz innumerables hijos dotados de gafas oscuras...) querrían liquidar con una sentencia inapelable, ese mundo contiene frutos de justicia, de paz, de bondad, de entrega a la causa de los débiles.
El mismo Pedro (segunda lectura) descubre estas semillas subterráneas en donde antes veía probablemente tan sólo montones de escombros («Está claro...»: el primer papa acepta que lo interpele la realidad, sin partir de su propio saber, sino «partiendo de nuevo» en cada ocasión de las sorpresas del Espíritu...
¡Cuánta luz y cuánta modestia, en aquel «está claro...»!).
Ciertamente, todavía está lejos el tiempo en que «se traiga el derecho a las naciones». Pero entretanto el siervo de Yahvé puede ponerse a obrar silenciosamente («no gritará, no voceará») movilizando a unas tropas no cubiertas ciertamente de gloria, más bien desarrapadas, pero agraciadas por un amor misericordioso que abre los ojos a los ciegos, levanta la cabeza a los pobres, abre una vía de escape a los prisioneros.
Jesús y Juan parecen estar muy cerca, ligados íntimamente el uno al otro, pero también muy distantes.
Juan creía que tenía que preparar el fin. Jesús, por el contrario, lo refiere todo al comienzo.
Las aguas de muerte en que se sumerge, junto con los pecadores, no se lo tragan en las tinieblas de la noche, sino que lo hacen surgir de nuevo a la luz de la aurora de un mundo nuevo.
El lugar del Bautista es el desierto, su estación es el invierno, su estilo es la dureza.
Jesús pasa a través del árido desierto sembrando el bien («pasó haciendo el bien...»).
Desafía el rigor del invierno con el calor de su ternura («... curando a los oprimidos»), obligándolo a ceder el paso a la primavera.
La predicación de Juan Bautista va acompañada del ruido de los muros que se derrumban.
La buena nueva (¡el evangelio!) de Jesús capta y da nuevos alientos al latido de vida sepultado bajo las ruinas.
La voz celestial, en el texto de Mateo, no se dirige a Jesús, sino a los que le rodean (en efecto, está en tercera persona: «Este es mi Hijo, el amado»).
Somos nosotros los que necesitamos saber, tomar nota de la humanidad plena del Hijo de Dios. Somos nosotros los que necesitamos escuchar de nuevo esa voz, cuando nos dirige la invitación a unirnos con él para un nuevo comenzar.

La procesión
Esta es la fiesta en que hemos de preguntarnos por el significado de nuestro bautismo. Plantearnos dos preguntas esenciales: ¿qué quiere decir ser cristiano? ¿cómo se manifiesta, de qué modo se reconoce, a través de qué signos se acredita uno como cristiano?
Sería conveniente dirigirse hoy procesionalmente, empuñando una caña quebrada, al archivo parroquial. Hay allí un registro de los bautismos a nuestra disposición. ¡Adelante! ¡Hojeémoslo, sirviéndonos quizás de la candela con el pábilo ya humeante!
Veamos si está realmente nuestro nombre en aquel libro.
Quizás oigamos entonces una voz: ¿qué es lo que haces con este nombre?

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