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sábado, 8 de enero de 2011

¿QUIÉN ES ESTE HOMBRE?


EL BAUTISMO DEL SEÑOR (Mt 3,13-17)
Por José Enrique Galarreta

En el comentario de la Epifanía veíamos el esquema del evangelio de la infancia de Mateo y comprobábamos claramente la intención del evangelista.

Este esquema muestra con bastante claridad la intención de Mateo: se presenta Jesús, el Esperado, de la estirpe de David (genealogía) nacido “del Espíritu Santo” (concepción virginal, sueños de José), enviado como luz para las naciones (los magos), en quien se cumplen las promesas (Egipto, Nazaret).

Ahora, terminada esa presentación de Jesús, comienza la narración de su “vida pública”, pero precedida también de una presentación: Jesús, el hombre lleno del Espíritu, al que el Espíritu arrastra a la misión, al anuncio de la Buena Noticia. Por tanto, estamos ante “la presentación de Jesús”. Jesús, el hijo amado, el predilecto, aquél en quien reside el Espíritu del Padre.

Mateo nos ofrece aquí un ejemplo perfecto del “genero literario evangelio”. Cuenta lo que sucedió y vieron los ojos (Jesús en el Jordán bautizado por Juan) y lo que sucedió aunque los ojos no lo vieron (Jesús lleno del Espíritu), empleando para ello símbolos, tomados del Antiguo Testamento (los cielos abiertos, la luz, la voz…)

Mateo no nos cuenta sólo que un nazareno fue bautizado por Juan sino también nos dice quién es ese nazareno. Lo primero lo vieron los ojos del cuerpo; lo segundo lo vieron los ojos de la fe.

El relato del bautismo en el Jordán muestra ante todo que los evangelios son fiables. Poner a Jesús como discípulo del Bautista, en la fila de los pecadores que van a recibir un bautismo de penitencia para el perdón de los pecados, no era nada oportuno para presentar a Jesús; aparte de los aspectos puramente teológicos (¿Jesús pecador?), esta presentación parecía dar razón a los que pensaban que el Bautista era el Mesías, puesto que Jesús se sometía a su bautismo.

Pero este es el acontecimiento del que parte el testimonio de los que, por eso mismo, se llamarán “los testigos”, los que estuvieron con él desde el bautismo en el Jordán. Y los evangelistas no escamotean la escena, aunque necesitan explicar en esa misma escena quién es ese Jesús que se bautiza.

En otro orden de ideas, es tendencia habitual en algunos comentaristas actuales considerar el bautismo de Jesús como el momento en que toma conciencia de quién es y de su misión. Nos encantaría poder comprender la psicología de Jesús, lo que le pasaba “por dentro”, cuál era su conciencia y cuándo la adquirió.

Estas interpretaciones se oponen frontalmente a aquellas que consideran que Jesús es plenamente consciente ya en el seno de su madre, que muestran una dudosa fe en la humanidad de Jesús y se acercan peligrosamente a la mentalidad de los apócrifos de la infancia.

Entender que es en el Jordán, oyendo la predicación del Bautista, cuando Jesús adquiere su plena conciencia de Hijo de Dios y, en consecuencia, cuando se siente llamado definitivamente a su misión, es algo que satisface a nuestra mentalidad actual.

Sin embargo, no podemos hacer que los evangelios digan lo que no quisieron decir. No es éste el mensaje. El evangelista nos dice quién es Jesús, no cuándo ni cómo adquirió la conciencia de serlo. Y aunque nos gustaría, y quizá sucedió así, no podemos atribuir este mensaje a Mateo, ni a ninguno de los evangelistas.

El mensaje es, por otra parte, claro y fundamental: Jesús es el Hijo, el predilecto, el hombre lleno del Espíritu. Es el final del mensaje de estas fiestas de Navidad, el resumen de lo que hemos celebrado estos días. Jesús, obra del Espíritu.

Esto significa la concepción virginal: que la aparición de Jesús no es solamente una obra de la biología sino una acción especialísima de Dios.

Éste es el significado profundo de todos los evangelios de la infancia: Jesús es el cumplimiento de la Promesa, la perfecta realización de la Alianza.

Y éste es la piedra angular de nuestra fe: creemos en ese hombre, creemos que en Él se muestra el Espíritu, que sus acciones y sus palabras son acciones y palabras del Espíritu.

Esto es motivo de fe, no de simple evidencia. Es bueno reflexionar sobre el itinerario de la fe de los testigos, de aquellas personas que, como se dice en los Hechos “anduvieron con nosotros desde el bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado…” (Hechos 1,21)

Anduvieron con él, le admiraron, le siguieron incondicionalmente… pero fue el Domingo de Resurrección cuando nació la fe, es decir, cuando saltaron de la admiración por un hombre fascinante, al reconocimiento de “el hombre lleno del Espíritu”, el hombre en el que podían ver y palpar la presencia del Espíritu.

Significativamente, la fe de los testigos no tiene ninguna tentación de entender la humanidad de Jesús como puro disfraz o apariencia. Han convivido con él tiempo y situaciones más que suficientes para no sentir semejante tentación.

Su tentación es la contraria: especialmente después de verle morir en la cruz, aparentemente vencido por sus enemigos, tienden a pensar que era simplemente un hombre, admirable, pero nada más. La gracia de la Resurrección consiste en hacerles descubrir en ese hombre precisamente lo que Mateo está proclamando ahora, en el principio de la vida pública: ese hombre es el hijo, el predilecto.

Ésta es la invitación que se nos hace: reconocer en ese hombre al hijo, al predilecto. Y este reconocimiento se hará a través del conocimiento de su humanidad, e incluso a pesar de su evidente humanidad, como nos sucede al verle sentir terror en Getsemaní o morir en la cruz. Pero esa es nuestra fe: reconocerle como el hijo.

Pablo completará el mensaje llamándole “el primogénito”, extendiendo a todos la condición de hijos y herederos, condición inaugurada por Jesús, el Primero de los que se atreven a llamar a Dios “Abbá”.

Los profetas tienen conciencia de enviados, Jesús tiene conciencia de Hijo. El antiguo Israel tenía conciencia de “pueblo elegido”, nosotros, gracias a Jesús, tenemos conciencia de hijos.

Cerramos el tiempo de Navidad con la invitación a revisar la esencia de nuestra fe de cristianos. Hemos recibido importantes mensajes. La Palabra ha puesto su tienda entre nosotros, hemos contemplado cómo es las obra de Dios, hemos entendido a Dios como Salvador, se nos ha invitado a la condición de Hijos, sabemos que es en Jesús donde podemos conocer a Dios y donde podemos contrastar nuestros criterios y nuestros valores.

Este tiempo de Navidad resume todos los elementos de los evangelios de la infancia y del Prólogo del cuarto evangelio. En adelante, los otros tiempos, el de Pascua y el Tiempo Ordinario, completarán el mensaje.

Y a lo largo del año se nos mostrará completo, entenderemos mejor el amor de Dios contemplando la muerte de Jesús, creeremos mejor en él viéndolo resucitado, y podremos ver la obra del Espíritu en sus acciones, sus curaciones, sus parábolas.

Así, el año litúrgico se convierte en una larga meditación en la que, domingo a domingo, se nos va ofreciendo la Palabra, recibimos la Buena Noticia.

Pero los cimientos están sólidamente plantados. Todo lo que siga se entenderá bien desde esta fe proclamada en Navidad: Jesús, ese carpintero de Nazaret, Dios-con-nosotros-salvador. Creer en él es nuestro desafío, lo que nos constituye en seguidores suyos, lo que nos define como cristianos.

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