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viernes, 14 de enero de 2011

II Domingo del T.O. (Jn 1, 29-34) - Ciclo A: UN TESTIMONIO HONESTO Y RESPETUOSO



En este inicio del llamado “tiempo ordinario”, apenas celebrada la fiesta del bautismo de Jesús, la liturgia sigue proponiendo una nueva lectura de aquel hecho, esta vez la que ofrece el cuarto evangelio. En éste, no se narra el hecho en sí, sino el “testimonio” del Bautista, que es presentado como “precursor” y, más propiamente, como “testigo”.

De Juan se nos había dicho, ya en el Prólogo, que “vino como testigo, para dar testimonio de la luz…; no era la luz, sino testigo de la luz” (1,4-5); su misión no es otra que la de “dar testimonio” (1,15).

Por ello, es fácil comprender que la frase central del texto que hoy leemos es la que aparece justo al final del mismo: “Yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (1,34).

En esta frase, se nombran dos temas muy queridos para el autor del cuarto evangelio: la proclamación de Jesús como “Hijo amado y dócil” del Padre –de quien será el “revelador”- y la importancia decisiva del testimonio.

El testimonio, que recorre todo el escrito, se subraya expresamente en momentos decisivos. Cuando narra la muerte de Jesús, afirma que “de su costado brotó sangre y agua” –en un sentido hermosamente simbólico-, para añadir: “El que vio estas cosas da testimonio de ellas, y su testimonio es verdadero. El sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis” (19,35).

Incluso el mismo evangelio –recordemos que el capítulo 21 es un apéndice posterior- concluye con una frase que muestra sin ningún género de dudas su intencionalidad testimonial: “Estos signos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios; y para que, creyendo, tengáis en él vida eterna” (20,31).

Y de un modo similar se inicia la Primera Carta de Juan (1,2): “La vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó”.

Con todo ello, parece que la comunidad de Juan está manifestando la que considera ser su misión: dar testimonio de lo que han percibido en Jesús. Y hace también de esa misma misión la razón de ser del Bautista.

El testimonio de este último incluye varios elementos:

· Jesús es “el Cordero de Dios”: con esta imagen, se alude al cordero pascual, signo de la liberación del pueblo y del inicio del éxodo hacia la Tierra prometida; con ella, se anuncia ya, desde el principio del evangelio, la “Pascua” de Jesús, su muerte-resurrección, en clave también de éxodo y liberación.

· Jesús es el hombre sobre el que “se ha posado el Espíritu” (la imagen de la paloma evoca al Espíritu de Dios que “aleteaba sobre las aguas en la creación”), es decir, quien se halla habitado por la plenitud del Espíritu, que es Vida y Amor.

· Jesús es “el que ha de bautizar con Espíritu Santo” –a diferencia del bautismo de Juan, del que se dice reiteradamente que es únicamente “con agua”-: bautizar con –o en- Espíritu es comunicar la misma vida divina.

· Con todo ello, Jesús es nombrado como “Hijo de Dios”, aquél en quien se nos manifiesta –hasta donde eso es humanamente posible- el Rostro de la Divinidad, tal como también se había adelantado ya en el Prólogo: “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer” (1,18).

· De esta manera, Jesús es también el que “quita el pecado del mundo”. Con esa expresión, parece que el cuarto evangelio no entiende un pecado particular ni siquiera la totalidad de los pecados, sino aquella “mentalidad” –que, en otros lugares, llama “mundo”, como realidad opuesta a los valores que humanizan-, que bien podríamos identificar con la “ignorancia” o “inconsciencia”, que se halla en el origen de todo mal. No por casualidad, este mismo evangelio insistirá también mostrar a Jesús como “luz del mundo” (8,12; 8,32; 9,1-7; 9,39…).

Si “conectamos” con la misión de aquella comunidad joánica, podemos preguntarnos: ¿qué puede significar, hoy, dar testimonio de Jesús?

En un nivel de conciencia mítico, la respuesta sólo podía ser una: afirmar que Jesús es el “único salvador” y que no hay salvación posible al margen de él. De hecho, expresiones como ésta las encontramos en el Nuevo Testamento –“porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (Libro de los Hechos de los Apóstoles 4,18)-, y han sido las más frecuentes en la historia cristiana. No revelan sino el nivel de conciencia del que provenimos.

Hoy somos conscientes de que ese tipo de respuestas, no sólo son deudoras de una “perspectiva” cultural, sino que, en la práctica, generan todo tipo de exclusivismo y, a veces, fanatismo e intolerancia.

Hoy sabemos también que la comparación y la exclusión son características del yo –y del modelo mental de cognición-; en un modelo no-dual, descubrimos, antes que nada, aquello que nos une, la identidad última que compartimos, la Vida que en todo se manifiesta. Caen, por tanto, las comparaciones y rivalidades, y emerge la admiración universal ante toda expresión de la Vida.

Esto no significa afirmar el relativismo. Una tal conclusión sólo la extrae quien se halla precisamente en aquel modelo mental, que creía identificar la Verdad con la creencia. Para ese modelo, una cosa o es “verdadera” o es “falsa”, sin ser consciente de la trampa en que ha incurrido, al pretender apresar la Verdad en una propia formulación conceptual. Lo que consigue, en realidad, con ello no es sino caer en un absolutismo dogmático, tan insostenible como perverso.

Sin embargo, la alternativa a ese absolutismo no es el relativismo –igualmente insostenible y perverso-, sino el reconocimiento de la relatividad del modo humano de conocer. No disponemos de otro: nuestro conocimiento siempre será situado –relativo a un tiempo y a un espacio- y sólo podremos avanzar gracias al encuentro y al diálogo entre todos.

Pero, en contra de los temores que se alimentan desde el absolutismo, venimos a descubrir que este reconocimiento nos humaniza –porque nos hace humildes-, a la vez que es la única actitud respetuosa con los otros y con el Misterio. Habremos empezado a abandonar nuestras peores pretensiones.

Ser “testigos de Jesús”, en esta nueva perspectiva, equivale a reconocerlo como “espejo” de lo que somos todos, porque –también gracias a él- hemos empezado a ver y vivir lo que él mismo vio y vivió. Porque sólo en la medida en que lo vivimos, lo conocemos, y sólo entonces, aun sin proponérnoslo, lo testimoniaremos.

Ser “testigos de Jesús” significa ver la realidad como él la veía y verlo a él mismo en todo ser humano, porque todos participamos de aquella misma “Identidad compartida”.

Ser “testigos de Jesús” significa vivir que “el Padre y yo somos uno” (Juan 10,30), y que “he venido para que tengan vida y vida en abundancia” (10,10).


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