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lunes, 7 de febrero de 2011

Sociedad individualista y privatización de la fe


Por Marcelo Barros
Publicado en ALANDAR

Una de las características de la modernidad fue la emancipación de la sociedad en relación a normas y dogmas religiosos. Hoy las sociedades se proclaman laicas. Hay religiosos que consideran la emancipación de la sociedad como una pérdida para la religión. Sin embargo, con la separación entre religión y Estado, tanto las sociedades como las instuciones religiosas ganan. Liberadas de una sociedad sólo superficialmente religiosa, las Iglesias pueden profundizar mejor en su espiritualidad y su misión. Eso no implica reducir la fe sólo a su dimensión religiosa y menos aún aíslar el compromiso espiritual del empeño social y político de cambiar el mundo. Por eso, es importante reflexionar sobre cierta “privatización de la fe y de la espiritualidad” que aparece como uno de los frutos de la modernidad laical.

La individualización de la fe no es algo nuevo. En el siglo IV, San Agustín ya decía: “Dios es más íntimo a mí que yo mismo”. En el inicio de la época moderna, la reforma protestante ha defendido la autoridad única de la Escritura y el libre arbitrio de los creyentes. Actualmente, esta supremacía de la conciencia individual no es sólo de las Iglesias evangélicas, sino que también forma parte de la cultura y de la organización del mundo moderno. Cada persona es libre de creer en lo que quiera, siempre que mantenga sus creencias en la esfera privada.

Esta actual individualización de la fe viene como reacción a una religión de masas que se imponía a la sociedad. Puede ser una buena conquista que une la sensibilidad contemporánea con tradiciones orientales. Para éstas, Dios es misterio y sólo puede ser encontrado en nuestra dimensión interior y en el universo. Sin negar este aspecto de la fe, las tradiciones monoteístas insisten en contemplarlo como Alguien y no sólo como energía o aspecto de nuestro ser interior.

Lo importante es que esta dimensión individual de la fe no se confunda con espiritualismos intimistas que piensan a Dios como si fuera sólo el mismo yo. Debemos superar toda forma de egoísmo espiritual para profundizar el camino de una fe adulta, responsable y libre de la dependencia de estructuras rígidas, pero solidaria con las personas y grupos que buscan. Como en la diáspora en relación a las instituciones religiosas, viviremos la dimensión social y transformadora de la fe.

En el siglo XX, una de las más importantes figuras de la fe cristiana fue Óscar Romero, obispo mártir en defensa de la vida de los más pobres de El Salvador (1980). Poco después de su muerte, el teólogo Jon Sobrino declaró: “Romero fue un hombre que confió profundamente en Dios”. Esta afirmación parece extraña al tratarse de un obispo católico. Sin embargo, quien conoce a algunos eclesiásticos en Roma, en países de Europa y de otras partes del mundo, sabe que tiene sentido aclarar eso. Para Romero creer en Dios significó asumir radicalmente la causa de Dios, o sea, defender la vida de toda persona y de todos los seres vivos. Pocos meses antes de morir, declaró: “Estar a favor de la vida o de la muerte. Con inmensa claridad, veo que no existe una posible neutralidad. O servimos a la vida, o somos cómplices con la muerte de muchos seres humanos. Aquí se revela cuál es nuestra fe; o creemos en el Dios de la Vida, o usamos el nombre de Dios sirviendo a los verdugos de la muerte”. En el siglo II, Irineo de Lyon había escrito: “La gloria de Dios es la vida del ser humano”. Romero aplicó esta palabra a lo más concreto de nuestra realidad: “La gloria de Dios es la vida y la liberación de los pobres”. Vivir eso es nuestra fe cristiana y ecuménica, vivida en el seguimento de Jesús, en comunión con la humanidad y en diálogo con todas las culturas y las religiones al servicio de la paz y de la justicia.

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