Por James Martin sj
Cada uno de nosotros manifiesta una santidad individual que construye el Reino de Dios de forma que otros quizá no puedan hacerlo. ¿Conocen el dicho tan popular de la Madre Teresa que es repetido por casi todas las personas: “Hagamos algo hermoso para Dios”? Pues bien, eso es sólo una parte de todo el escrito. El escrito completo es mucho más hermoso y se refiere a esta hermosa diversidad de la comunidad cristiana: “Ustedes pueden hacer algo que yo no puedo hacer. Yo puedo hacer algo que ustedes no pueden hacer. Hagamos juntos algo hermoso para Dios”.
La primera dificultad en descubrir la llamada universal a la santidad radica en el hecho de que mucha gente piensa que para ser santo tiene que ser otra cosa o ser otra persona. Por ejemplo, una madre joven y generosa que pasa momentos prolongados al pie de la cuna o de la cama, cuidando a su criatura, puede decirles con mucha tristeza: “Nunca seré como la Madre Teresa”. Un asociado pastoral que trabaja en una parroquia rica puede decir: “Nunca seré como Teresa de Ávila”. Y un sacerdote que se encuentra hundido en los detalles administrativos de su parroquia puede llegar a decir: “Nunca seré como Monseñor Romero”.
Pero tú no tienes que ser la Madre Teresa, Teresa de Ávila o Monseñor Romero; tú tienes que ser tú mismo. Esto no quiere decir que no puedas aprender mucho de sus vidas, pero no estás supuesto a ser ellos o ellas.
Como Tomás Merton dijo, la santidad consiste en descubrir “tu verdadero ser”, la persona que eres ante Dios, y luchar por ser esa persona.
Los problemas surgen cuando comenzamos a creer que, a fin de ser santos, debemos ser otra persona. Utilizamos el mapa de alguien para llegar al cielo cuando en realidad Dios ya ha plantado en nuestra alma todas las direcciones que necesitamos. Cuando los admiradores visitaban Calcuta para ver a la Madre Teresa, ella les decía a muchos: “busquen su propia Calcuta”. En otras palabras, florece donde te han plantado. Descubre la santidad en tu propia vida.
Los santos nos enseñan que ser santos significa ser nosotros mismos. Éste es un mensaje contundente para llevar hasta los confines de la tierra. Y un poderoso mensaje para llevar a los catecúmenos o a alguien de la parroquia o de la casa de retiro.
En el transcurso de mi vida, y con mucha sorpresa, he pasado de ser alguien sospechoso de las devociones a los santos a alguien que considera las devociones a los santos entre las grandes alegrías de su vida. Y en estos días me pregunto cuáles serán los compañeros que dentro de muy poco tiempo voy a conocer.
Me gusta pensar que todo esto es gracias a San Judas, quien durante todos esos años permaneció guardado en el cajón de mis calcetines, y que a la vez estuvo intercediendo por un niño que, después de todo, no sabía que alguien estaba orando por él.
Ahora, a pesar del hecho de que comencé a estudiar español hace más de 30 años y de haber practicado esta presentación, aun sigo siendo aprendiz. Cuando se trata de los santos, sigo siendo un aprendiz, porque diariamente me encuentro con un nuevo santo o santa.
Pero cuando se trata de Dios, todos somos aprendices. Todos aprendemos el idioma de Dios, el idioma que nos ha hablado de muchas maneras. Primero, Dios nos habló mediante las maravillas de la creación. Después, mediante los grandes hombres y mujeres del Antiguo Testamento. Dios nos habló plena y claramente mediante la historia de Jesucristo y continúa hablándonos mediante el Espíritu Santo.
Existe, además, otra manera en la que Dios nos habla: mediante los santos. Así pues, una manera de aprender el idioma divino es leyendo la historia de los santos. Sus vidas nos enseñan la gramática del amor que Dios tiene por nosotros.
Por supuesto es un idioma que todos hablamos de manera imperfecta. Cometemos errores, olvidamos cosas, aun más, nos negamos a hacerlas. Pero, como sucede con el aprendizaje de cualquier idioma, si escuchamos atentamente a quienes lo hablan bien, pronto nos daremos cuenta de que no es tan difícil entenderlo. Y mediante la escucha a los santos, podremos hablarlo con mayor facilidad. Continuemos pues, queridos hermanos y hermanas, ese hermoso diálogo, ¡en comunión con los santos y en comunión con los demás!
La primera dificultad en descubrir la llamada universal a la santidad radica en el hecho de que mucha gente piensa que para ser santo tiene que ser otra cosa o ser otra persona. Por ejemplo, una madre joven y generosa que pasa momentos prolongados al pie de la cuna o de la cama, cuidando a su criatura, puede decirles con mucha tristeza: “Nunca seré como la Madre Teresa”. Un asociado pastoral que trabaja en una parroquia rica puede decir: “Nunca seré como Teresa de Ávila”. Y un sacerdote que se encuentra hundido en los detalles administrativos de su parroquia puede llegar a decir: “Nunca seré como Monseñor Romero”.
Pero tú no tienes que ser la Madre Teresa, Teresa de Ávila o Monseñor Romero; tú tienes que ser tú mismo. Esto no quiere decir que no puedas aprender mucho de sus vidas, pero no estás supuesto a ser ellos o ellas.
Como Tomás Merton dijo, la santidad consiste en descubrir “tu verdadero ser”, la persona que eres ante Dios, y luchar por ser esa persona.
Los problemas surgen cuando comenzamos a creer que, a fin de ser santos, debemos ser otra persona. Utilizamos el mapa de alguien para llegar al cielo cuando en realidad Dios ya ha plantado en nuestra alma todas las direcciones que necesitamos. Cuando los admiradores visitaban Calcuta para ver a la Madre Teresa, ella les decía a muchos: “busquen su propia Calcuta”. En otras palabras, florece donde te han plantado. Descubre la santidad en tu propia vida.
Los santos nos enseñan que ser santos significa ser nosotros mismos. Éste es un mensaje contundente para llevar hasta los confines de la tierra. Y un poderoso mensaje para llevar a los catecúmenos o a alguien de la parroquia o de la casa de retiro.
En el transcurso de mi vida, y con mucha sorpresa, he pasado de ser alguien sospechoso de las devociones a los santos a alguien que considera las devociones a los santos entre las grandes alegrías de su vida. Y en estos días me pregunto cuáles serán los compañeros que dentro de muy poco tiempo voy a conocer.
Me gusta pensar que todo esto es gracias a San Judas, quien durante todos esos años permaneció guardado en el cajón de mis calcetines, y que a la vez estuvo intercediendo por un niño que, después de todo, no sabía que alguien estaba orando por él.
Ahora, a pesar del hecho de que comencé a estudiar español hace más de 30 años y de haber practicado esta presentación, aun sigo siendo aprendiz. Cuando se trata de los santos, sigo siendo un aprendiz, porque diariamente me encuentro con un nuevo santo o santa.
Pero cuando se trata de Dios, todos somos aprendices. Todos aprendemos el idioma de Dios, el idioma que nos ha hablado de muchas maneras. Primero, Dios nos habló mediante las maravillas de la creación. Después, mediante los grandes hombres y mujeres del Antiguo Testamento. Dios nos habló plena y claramente mediante la historia de Jesucristo y continúa hablándonos mediante el Espíritu Santo.
Existe, además, otra manera en la que Dios nos habla: mediante los santos. Así pues, una manera de aprender el idioma divino es leyendo la historia de los santos. Sus vidas nos enseñan la gramática del amor que Dios tiene por nosotros.
Por supuesto es un idioma que todos hablamos de manera imperfecta. Cometemos errores, olvidamos cosas, aun más, nos negamos a hacerlas. Pero, como sucede con el aprendizaje de cualquier idioma, si escuchamos atentamente a quienes lo hablan bien, pronto nos daremos cuenta de que no es tan difícil entenderlo. Y mediante la escucha a los santos, podremos hablarlo con mayor facilidad. Continuemos pues, queridos hermanos y hermanas, ese hermoso diálogo, ¡en comunión con los santos y en comunión con los demás!
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