por Fernando Torres Pérez cmf
Cristo será tu Luz
Avanza la Cuaresma. De las tentaciones pasamos a la transfiguración y de ahí al encuentro de Jesús con la samaritana. La liturgia, las lecturas de cada domingo nos van centrando en la figura de Jesús. Al final, toda la Cuaresma se orienta a hacer memoria intensa de aquellos días de Pascua en Jerusalén en que a Jesús le tocó vivir su Pascua personal.
La Cuaresma tiene mucho de itinerario personal de encuentro con Jesús, de descubrimiento de su persona. Es que sin ese encuentro no hay nada que hacer. Se puede hablar mucho de moral, de vida cristiana, de comunidad, de iglesia, de órdenes, de sacramentos y de muchas otras cosas. Pero la base necesaria, el punto de partida imprescindible es el encuentro con Jesús. Descubrir en definitiva que Jesús es una persona viva que hoy se sigue dirigiendo a mí personalmente e invitándome a seguirle y a participar en su proyecto del Reino.
El evangelio de este domingo marca otro hito en esta aproximación a la figura de Jesús. Trae a nuestra memoria el relato de la curación de un ciego de nacimiento. Por en medio andan los fariseos que ponen en duda no sólo el milagro sino la nueva capacidad de ver que ha adquirido el ciego. Para ellos no basta con ver, con tener los ojos bien y distinguir las figuras y las formas. Además, hay otra forma de ver, de conocer, de interpretar las formas que se ven. Los fariseos dicen que el ciego ha nacido como fruto del pecado y que por eso no puede entender con claridad lo que ve.
“Me lavé y veo”
Sin embargo, el ciego no peca de imprudente. Recupera la vista física gracias a la acción de Jesús. Es plenamente de que estaba ciego y de que en un momento determinado ha comenzado a ver. Antes no veía y ahora ve. Por eso, su primera respuesta a la pregunta de los fariseos es sencilla: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.” No hay más que decir.
Lo que pasa es que los fariseos tienen ganas de hurgar. Le preguntan lo que piensa y el antiguo ciego dice lo que es obvio. El que hace el bien, el que devuelve la vista a los ciegos, no puede ser más que un profeta. Ha dado un paso más. Dice lo que piensa, lo que ve con su sentido común, con toda libertad. Aunque eso le cueste el ser rechazado por la sociedad, por los fariseos.
Pero todavía queda un paso más. Le falta el reencuentro con Jesús. Ahí se produce un momento de diálogo entre los dos, de encuentro en la intimidad, que termina con la confesión de fe: “Creo, Señor”.
“Creo, Señor”
Así, en un breve relato, el evangelista nos ha contado todo el proceso de la conversión, del encuentro con Jesús, del descubrimiento de Jesús como el Señor de nuestra vida, como el que da sentido a todo lo que hacemos, a nuestra forma de relacionarnos con los demás, al trabajo, al compromiso político, a la relación de pareja... Jesús anima toda una forma de vivir siempre de acuerdo con el Reino. Y nosotros, habiéndonos encontrado con él, nos comprometemos a vivir de esa manera. Porque entendemos que vale la pena, que es el mayor tesoro que podemos tener en la vida, que lo demás, como diría Pablo, es basura en comparación con Cristo.
En Jesús hemos descubierto la verdadera luz, la que ilumina nuestra vida y la vida del mundo. En Jesús podemos recuperar una vista que va más allá de la de los ojos de nuestro cuerpo. En Jesús aprendemos a ver con el corazón y con la mente. En Jesús, a su luz, todo recobra su sentido.
Ahora es el momento de ir más allá de este comentario y buscar el momento y la oportunidad para encontrarnos personalmente con Jesús. No se trata de leer un libro –aunque puede ayudar–. Al final, hay un momento en el que hay que cerrar el libro y entrar en nuestro interior para dialogar con Jesús de tú a tú. Para dejar que nos cure, para rumiar sus palabras y su estilo de vida. Para escuchar cuando nos pregunte: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” Y responder con voz firme: “Creo, Señor.” Y luego salir al mundo para llenarlo de la luz de Cristo.
Publicado por Ciudad Redonda
Avanza la Cuaresma. De las tentaciones pasamos a la transfiguración y de ahí al encuentro de Jesús con la samaritana. La liturgia, las lecturas de cada domingo nos van centrando en la figura de Jesús. Al final, toda la Cuaresma se orienta a hacer memoria intensa de aquellos días de Pascua en Jerusalén en que a Jesús le tocó vivir su Pascua personal.
La Cuaresma tiene mucho de itinerario personal de encuentro con Jesús, de descubrimiento de su persona. Es que sin ese encuentro no hay nada que hacer. Se puede hablar mucho de moral, de vida cristiana, de comunidad, de iglesia, de órdenes, de sacramentos y de muchas otras cosas. Pero la base necesaria, el punto de partida imprescindible es el encuentro con Jesús. Descubrir en definitiva que Jesús es una persona viva que hoy se sigue dirigiendo a mí personalmente e invitándome a seguirle y a participar en su proyecto del Reino.
El evangelio de este domingo marca otro hito en esta aproximación a la figura de Jesús. Trae a nuestra memoria el relato de la curación de un ciego de nacimiento. Por en medio andan los fariseos que ponen en duda no sólo el milagro sino la nueva capacidad de ver que ha adquirido el ciego. Para ellos no basta con ver, con tener los ojos bien y distinguir las figuras y las formas. Además, hay otra forma de ver, de conocer, de interpretar las formas que se ven. Los fariseos dicen que el ciego ha nacido como fruto del pecado y que por eso no puede entender con claridad lo que ve.
“Me lavé y veo”
Sin embargo, el ciego no peca de imprudente. Recupera la vista física gracias a la acción de Jesús. Es plenamente de que estaba ciego y de que en un momento determinado ha comenzado a ver. Antes no veía y ahora ve. Por eso, su primera respuesta a la pregunta de los fariseos es sencilla: “Me puso barro en los ojos, me lavé y veo.” No hay más que decir.
Lo que pasa es que los fariseos tienen ganas de hurgar. Le preguntan lo que piensa y el antiguo ciego dice lo que es obvio. El que hace el bien, el que devuelve la vista a los ciegos, no puede ser más que un profeta. Ha dado un paso más. Dice lo que piensa, lo que ve con su sentido común, con toda libertad. Aunque eso le cueste el ser rechazado por la sociedad, por los fariseos.
Pero todavía queda un paso más. Le falta el reencuentro con Jesús. Ahí se produce un momento de diálogo entre los dos, de encuentro en la intimidad, que termina con la confesión de fe: “Creo, Señor”.
“Creo, Señor”
Así, en un breve relato, el evangelista nos ha contado todo el proceso de la conversión, del encuentro con Jesús, del descubrimiento de Jesús como el Señor de nuestra vida, como el que da sentido a todo lo que hacemos, a nuestra forma de relacionarnos con los demás, al trabajo, al compromiso político, a la relación de pareja... Jesús anima toda una forma de vivir siempre de acuerdo con el Reino. Y nosotros, habiéndonos encontrado con él, nos comprometemos a vivir de esa manera. Porque entendemos que vale la pena, que es el mayor tesoro que podemos tener en la vida, que lo demás, como diría Pablo, es basura en comparación con Cristo.
En Jesús hemos descubierto la verdadera luz, la que ilumina nuestra vida y la vida del mundo. En Jesús podemos recuperar una vista que va más allá de la de los ojos de nuestro cuerpo. En Jesús aprendemos a ver con el corazón y con la mente. En Jesús, a su luz, todo recobra su sentido.
Ahora es el momento de ir más allá de este comentario y buscar el momento y la oportunidad para encontrarnos personalmente con Jesús. No se trata de leer un libro –aunque puede ayudar–. Al final, hay un momento en el que hay que cerrar el libro y entrar en nuestro interior para dialogar con Jesús de tú a tú. Para dejar que nos cure, para rumiar sus palabras y su estilo de vida. Para escuchar cuando nos pregunte: “¿Crees tú en el Hijo del hombre?” Y responder con voz firme: “Creo, Señor.” Y luego salir al mundo para llenarlo de la luz de Cristo.
Publicado por Ciudad Redonda
No hay comentarios:
Publicar un comentario