Publicado por Entra y Verás
El evangelio de este domingo nos presenta un episodio original y fácilmente transportable a nuestros días. La chispa de la felicidad, la sed de bienestar nos acompaña a diario pero quizá nos cueste encontrar el verdadero manantial y nos contentemos con "botellines" que nos calman por un momento pero que no nos sacian.
Los ojos de todo ser humano reflejan un anhelo insaciable. Las pupilas de los hombres y mujeres de todas las razas, las miradas de los niños, las de los ancianos; los ojos de las madres, de las abuelas y de las adolescentes enamoradas; las pupilas del policía, del empleado, del aventurero, del asesino, del revolucionario, del dictador, del sacerdote, del prófugo y del santo, todas ellas contiene la misma chispa de deseo insaciable, el mismo fuego secreto, el mismo abismo sin fondo, la misma ambición infinita de felicidad, de gozo y de posesión sin fin. En todos los ojos humanos existe, pues, un pozo profundo, que no es otro que el de la samaritana. En el brocal de ese pozo profundo está sentado Jesús como un mendigo de amor cuya petición se clava como una flecha en el corazón de la mujer: Dame de beber. Nos vamos a detener por un momento en el diálogo que se establece entre Jesús y la samaritana y vamos a ver cómo se cambian los papeles.
Ante el abajamiento de Jesús, que no olvidemos que era judío, la samaritana se siente segura y superior, porque tenía todo lo necesario para sacar agua y calmar la sed. De haber terminado aquí la historia veríamos la escena como la de una obra de caridad por parte de la samaritana que da de beber a un sediento. Jesús comienza a hablarle de otros pozos, de otras aguas y de otros deseos que comienzan a suscitar curiosidad en la samaritana lo que hace que comience a sentirse insegura, pobre y necesitada. La relación da un giro total pues ahora ella es quien pide y Jesús quien puede dar. Ella pide beber de esa agua que le ahorrará el cansancio de los caminos y le librará de tantas búsquedas y desilusiones; esa agua capaz de hacer fecundo el desierto interior pues se convierte en auténtico y potente surtidor de vida. La fuente de esa agua es Él mismo, el Salvador, el Mesías. La mujer queda totalmente deslumbrada y anuncia a sus paisanos la buena noticia para que ellos puedan también beber de esa agua de salvación: Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído.
Todos poseemos un deseo de inmortalidad, de proyectarnos más allá de lo que somos, como si estuviésemos al borde de un barranco y quisiésemos continuar andando sobre el vacío. Ese es el deseo de Dios propio de los cristianos. Sabemos que el deseo es continuo, que nunca puede apagarse, como nos dice san Agustín, buscamos a Dios para encontrarlo y cuando lo encontramos seguimos buscándolo. Podemos decir que en el evangelio de este domingo detrás de la sed y el agua, con todas sus semejanzas y paralelismos, se esconden dos actitudes fundamentales: el encuentro y la escucha. Cada sacramento es precisamente un encuentro con Jesús que derrama todo el torrente de su gracia convirtiéndonos a nosotros también en surtidores de vida para los demás. Quizá por las semejanzas podemos relacionarlo más con el bautismo pero esto podemos aplicarlo también a la eucaristía, que nos convierte en anunciadores de la buena noticia a lo largo de la semana, surtiendo de esa agua viva de la que hemos participado; la confirmación por la que adquirimos una misión; al matrimonio que un día bendijo Dios convirtiendo a cada conyugue en surtidor de vida para el otro; y en el sacramento del orden en el que la gracia recibida hace del sacerdote servidor de agua para todo aquellos que se acercan al pozo y le obliga también a sentarse en el brocal al encuentro de muchos samaritanos. En fin, cada uno conforme a su vocación.
Lo importante es que como la samaritana dejemos nuestro cántaro, símbolo de un agua envasada, estática, tranquila…, y bebamos del propio manantial que rompe con los moldes y los cántaros por que es siempre novedad e impide beber siempre de la misma forma. Jesús se sienta en nuestro brocal continuamente. ¿Tenemos sed?
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
Los ojos de todo ser humano reflejan un anhelo insaciable. Las pupilas de los hombres y mujeres de todas las razas, las miradas de los niños, las de los ancianos; los ojos de las madres, de las abuelas y de las adolescentes enamoradas; las pupilas del policía, del empleado, del aventurero, del asesino, del revolucionario, del dictador, del sacerdote, del prófugo y del santo, todas ellas contiene la misma chispa de deseo insaciable, el mismo fuego secreto, el mismo abismo sin fondo, la misma ambición infinita de felicidad, de gozo y de posesión sin fin. En todos los ojos humanos existe, pues, un pozo profundo, que no es otro que el de la samaritana. En el brocal de ese pozo profundo está sentado Jesús como un mendigo de amor cuya petición se clava como una flecha en el corazón de la mujer: Dame de beber. Nos vamos a detener por un momento en el diálogo que se establece entre Jesús y la samaritana y vamos a ver cómo se cambian los papeles.
Ante el abajamiento de Jesús, que no olvidemos que era judío, la samaritana se siente segura y superior, porque tenía todo lo necesario para sacar agua y calmar la sed. De haber terminado aquí la historia veríamos la escena como la de una obra de caridad por parte de la samaritana que da de beber a un sediento. Jesús comienza a hablarle de otros pozos, de otras aguas y de otros deseos que comienzan a suscitar curiosidad en la samaritana lo que hace que comience a sentirse insegura, pobre y necesitada. La relación da un giro total pues ahora ella es quien pide y Jesús quien puede dar. Ella pide beber de esa agua que le ahorrará el cansancio de los caminos y le librará de tantas búsquedas y desilusiones; esa agua capaz de hacer fecundo el desierto interior pues se convierte en auténtico y potente surtidor de vida. La fuente de esa agua es Él mismo, el Salvador, el Mesías. La mujer queda totalmente deslumbrada y anuncia a sus paisanos la buena noticia para que ellos puedan también beber de esa agua de salvación: Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos oído.
Todos poseemos un deseo de inmortalidad, de proyectarnos más allá de lo que somos, como si estuviésemos al borde de un barranco y quisiésemos continuar andando sobre el vacío. Ese es el deseo de Dios propio de los cristianos. Sabemos que el deseo es continuo, que nunca puede apagarse, como nos dice san Agustín, buscamos a Dios para encontrarlo y cuando lo encontramos seguimos buscándolo. Podemos decir que en el evangelio de este domingo detrás de la sed y el agua, con todas sus semejanzas y paralelismos, se esconden dos actitudes fundamentales: el encuentro y la escucha. Cada sacramento es precisamente un encuentro con Jesús que derrama todo el torrente de su gracia convirtiéndonos a nosotros también en surtidores de vida para los demás. Quizá por las semejanzas podemos relacionarlo más con el bautismo pero esto podemos aplicarlo también a la eucaristía, que nos convierte en anunciadores de la buena noticia a lo largo de la semana, surtiendo de esa agua viva de la que hemos participado; la confirmación por la que adquirimos una misión; al matrimonio que un día bendijo Dios convirtiendo a cada conyugue en surtidor de vida para el otro; y en el sacramento del orden en el que la gracia recibida hace del sacerdote servidor de agua para todo aquellos que se acercan al pozo y le obliga también a sentarse en el brocal al encuentro de muchos samaritanos. En fin, cada uno conforme a su vocación.
Lo importante es que como la samaritana dejemos nuestro cántaro, símbolo de un agua envasada, estática, tranquila…, y bebamos del propio manantial que rompe con los moldes y los cántaros por que es siempre novedad e impide beber siempre de la misma forma. Jesús se sienta en nuestro brocal continuamente. ¿Tenemos sed?
Roberto Sayalero Sanz, agustino recoleto. Colegio San Agustín (Valladolid, España)
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