Por Josetxu Canibe
Según una revista mexicana, si fuéramos automóviles, la cuaresma sería el tiempo de cambiar de aceite y afinar el motor.
Si fuéramos jardines, la cuaresma sería el tiempo de fertilizar nuestra tierra y arrancar las malas hierbas.
Si fuéramos alfombras, la cuaresma sería el tiempo de darles una detallada aspirada o una fuerte sacudida”.
Pero somos personas, somos cristianos, por tanto la cuaresma debe servir para renovar nuestra vida, para que la Pascua sea una realidad, para convertirnos a una oración más sincera, a una Iglesia más auténtica, a una sociedad más justa, a una vida más austera y solidaria. Para iniciar este proceso lo más acertado es partir de nuestra realidad, de lo que somos, de nuestras inclinaciones. Así lo hace el evangelio de este domingo presentándonos a Jesús en el desierto tentado por el diablo.
El diccionario define la tentación como “estímulo que induce o persuade a una cosa mala”. Hay mucha gente que se toma la tentación como algo pueril, que no tiene ninguna importancia ni transcendencia. Sin embargo, el gran literato británico, Oscar Wilde, ha escrito que:”lo que da valor a una vida son las tentaciones a las que no ha cedido”. Es decir, las que ha superado. Lo cual anula esos comentarios un tanto irónicos y despectivos de quienes atribuyen las tentaciones a espíritus débiles e infantiles.
Una película veterana se titulaba “La tentación vive arriba”. No es exacto. La tentación se traslada y vive abajo y arriba, derecha e izquierda. Tentaciones no solamente tenemos todos, sino que provienen de cualquier lado: a veces de nuestra propia familia (es aleccionador detenerse en la vehemencia con que reaccionó Jesús, por ejemplo, ante los consejos que le daban sus apóstoles; “apártate de mí, Satanás”, le dijo en una ocasión a Pedro) y, usando una expresión coloquial, nos llegan “a la carta”. Esto es, de acuerdo a como sea la persona. Si ésta es de modales finos, la tentación no se hará presente de modo grosero. No solo los individuos, también las instituciones, también la Iglesia, también la jerarquía, también los pueblos son tentados. Estas tentaciones comunitarias suelen ser más peligrosas, porque no nos sentimos interpelados personalmente. “Como todo el mundo lo hace …”, se acepta más fácilmente. Sucede que así nos encontramos con sociedades profundamente injustas y de las cuales nadie se siente culpable. Adán le culpó a Eva y Eva a la serpiente.
Jesús fue hombre y como tal sintió tentaciones. Ellas pretendían obstaculizar su camino, oponerse a su misión. El evangelio de hoy recoge algunas, pero tuvo más. Pienso que la más fuerte fue la experimentada en el Huerto de los Olivos, cuando se preguntaba por la utilidad de su sangre y cuando deseaba que pasara de él el cáliz de la pasión y muerte. A diferencia de Adán y Eva, que tropezaron y cayeron ante la propuesta de la serpiente, Jesús venció elegantemente todas las tentaciones. No coqueteó con ellas, no dio oportunidad al pecado.
En el Padrenuestro no pedimos no tener tentaciones. Esas nos corresponden, porque sencillamente somos humanos. Lo que rogamos a Dios es “no caer en la tentación”. La diferencia entre una y otra petición salta a la vista. Recordemos: si fuéramos jardines, la cuaresma sería el tiempo de fortalecer nuestra tierra y de arrancar las malas hierbas. En otras palabras, es el tiempo en el que se nos invita a crecer en la virtud, en la entrega, en los valores positivos, en “el hombre nuevo”, por un lado, y, por otro, de combatir todo lo que San Pablo llama “levadura del hombre viejo”, es decir, el egoísmo, la vagancia, el hacer solo lo que me apetece, la frivolidad. Que Dios nos ayude a “no caer en la tentación”.
Si fuéramos jardines, la cuaresma sería el tiempo de fertilizar nuestra tierra y arrancar las malas hierbas.
Si fuéramos alfombras, la cuaresma sería el tiempo de darles una detallada aspirada o una fuerte sacudida”.
Pero somos personas, somos cristianos, por tanto la cuaresma debe servir para renovar nuestra vida, para que la Pascua sea una realidad, para convertirnos a una oración más sincera, a una Iglesia más auténtica, a una sociedad más justa, a una vida más austera y solidaria. Para iniciar este proceso lo más acertado es partir de nuestra realidad, de lo que somos, de nuestras inclinaciones. Así lo hace el evangelio de este domingo presentándonos a Jesús en el desierto tentado por el diablo.
El diccionario define la tentación como “estímulo que induce o persuade a una cosa mala”. Hay mucha gente que se toma la tentación como algo pueril, que no tiene ninguna importancia ni transcendencia. Sin embargo, el gran literato británico, Oscar Wilde, ha escrito que:”lo que da valor a una vida son las tentaciones a las que no ha cedido”. Es decir, las que ha superado. Lo cual anula esos comentarios un tanto irónicos y despectivos de quienes atribuyen las tentaciones a espíritus débiles e infantiles.
Una película veterana se titulaba “La tentación vive arriba”. No es exacto. La tentación se traslada y vive abajo y arriba, derecha e izquierda. Tentaciones no solamente tenemos todos, sino que provienen de cualquier lado: a veces de nuestra propia familia (es aleccionador detenerse en la vehemencia con que reaccionó Jesús, por ejemplo, ante los consejos que le daban sus apóstoles; “apártate de mí, Satanás”, le dijo en una ocasión a Pedro) y, usando una expresión coloquial, nos llegan “a la carta”. Esto es, de acuerdo a como sea la persona. Si ésta es de modales finos, la tentación no se hará presente de modo grosero. No solo los individuos, también las instituciones, también la Iglesia, también la jerarquía, también los pueblos son tentados. Estas tentaciones comunitarias suelen ser más peligrosas, porque no nos sentimos interpelados personalmente. “Como todo el mundo lo hace …”, se acepta más fácilmente. Sucede que así nos encontramos con sociedades profundamente injustas y de las cuales nadie se siente culpable. Adán le culpó a Eva y Eva a la serpiente.
Jesús fue hombre y como tal sintió tentaciones. Ellas pretendían obstaculizar su camino, oponerse a su misión. El evangelio de hoy recoge algunas, pero tuvo más. Pienso que la más fuerte fue la experimentada en el Huerto de los Olivos, cuando se preguntaba por la utilidad de su sangre y cuando deseaba que pasara de él el cáliz de la pasión y muerte. A diferencia de Adán y Eva, que tropezaron y cayeron ante la propuesta de la serpiente, Jesús venció elegantemente todas las tentaciones. No coqueteó con ellas, no dio oportunidad al pecado.
En el Padrenuestro no pedimos no tener tentaciones. Esas nos corresponden, porque sencillamente somos humanos. Lo que rogamos a Dios es “no caer en la tentación”. La diferencia entre una y otra petición salta a la vista. Recordemos: si fuéramos jardines, la cuaresma sería el tiempo de fortalecer nuestra tierra y de arrancar las malas hierbas. En otras palabras, es el tiempo en el que se nos invita a crecer en la virtud, en la entrega, en los valores positivos, en “el hombre nuevo”, por un lado, y, por otro, de combatir todo lo que San Pablo llama “levadura del hombre viejo”, es decir, el egoísmo, la vagancia, el hacer solo lo que me apetece, la frivolidad. Que Dios nos ayude a “no caer en la tentación”.
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