Por Jesús Pelaez
La palabra es un elemento esencial de la naturaleza humana, como lo son los gestos del amor; pero, como éstos, también la palabra puede prostituirse. Y esto sucede cuando la palabra no está respaldada por la vida y, en su máxima expresión, cuando ni nosotros mismos nos creemos lo que decimos.
NO BASTA
Jesús acaba de advertir a sus discípulos contra los falsos profetas. Se acercarán, dice Jesús, camuflados de gente buena y pacífica, pero...: «Cuidado con los profetas falsos, esos que se os acercan con piel de oveja... » (Mt 7,15).
Son peligrosos los falsos profetas, los que anuncian la salvación de Dios, pero, a la postre, sólo están interesados en sacar bocado... («pero por dentro son lobos rapaces»), para llenar su bolsillo, para satisfacer su orgullo, para afianzar su poder... Son peligrosos y pueden hacer mucho daño a la gente sencilla; por eso Jesús quiere dar a sus discípulos un criterio para distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. Y el criterio que les da es el de los frutos: «Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos... Total, que por sus frutos los conoceréis» (7,18). Son los hechos lo que importa, es la vida la prueba de la autenticidad de un profeta.
Y ese mismo criterio es el que cada uno de los seguidores de Jesús debe aplicarse para juzgar por sí mismo si es fiel al compromiso asumido con él: los hechos, la vida, no las palabras; ni siquiera cuando las palabras tienen forma de oración: «No basta con decirme: '¡Señor, Señor!', para entrar en el reino de Dios».
PALABRAS, PALABRAS...
No es difícil decir cosas hermosas, hablar de fraternidad, de derechos humanos, de justicia, de igualdad... No es difícil. El problema está en la práctica. Una hermosa doctrina sobre la libertad de los hombres se encuentra en cualquier sitio; nadie que tenga un poco de vergüenza niega hoy día la necesidad de que se respeten los derechos humanos; cualquier ideología, con excepción de los fanatismos extremos, acepta en teoría la fraternidad universal como una meta, lejana, si, pero a la que se debe tender. Pero del dicho al hecho...
¿Los derechos humanos? La frase -¡palabras!- «derechos humanos» se arroja contra los sistemas políticos comunistas (en donde, de hecho, se violan muchos de estos derechos, no lo vamos a negar, y se defienden también en teoría) al tiempo que se está pisoteando desde el derecho a comer hasta el derecho a la soberanía de los pueblos pequeños y pobres... Los derechos humanos los defienden todos, pero no se respetan, de hecho, ni en la misma Iglesia.
¿ Y la fraternidad, la hermandad? Todos estamos de acuerdo en que la fe en Jesús nos hace hermanos, y que sólo Dios es nuestro Padre, y sólo el Mesías «director» (Mt 23,8-12); ¡y cuántos hermanos que se hacen llamar y que actúan como padres, patriarcas, directores, inspectores, príncipes... en la Iglesia de Jesús!
¿Y el amor? ¿Hay alguna palabra, alguna idea de la que se hable, se cante, se escriba más que del amor? Pues, si obras son amores, ¡qué escaso está el amor en el mundo en que vivimos! ¿Y hay algo que sea más central en el mensaje de Jesús que el amor? Pues la práctica de los cristianos, o de algunos cristianos por lo menos, ha hecho que la palabra que debería servir para referirse al amor cristiano, «caridad», esté totalmente desprestigiada y sirva para indicar una determinada práctica que sirve sólo para tranquilizar las conciencias de los injustos o de los cómplices de la injusticia.
EL DESIGNIO DEL PADRE
Para Jesús lo que vale no son las palabras hermosas, ni los discursos emocionantes, ni siquiera las valientes denuncias, ni las fervorosas oraciones, sí se quedan en palabras, discursos, denuncias, oraciones...: «No basta con decirme: '¡Señor, Señor!', para entrar en el reino de Dios; no, hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo».
Jesús está explicando, estamos todavía en el sermón del monte, su programa, su proyecto. El designio de Dios es que los hombres sean felices, dichosos (5,1-12), y para ello, que sean libres, solidarios, en lugar de ser ambiciosos, insaciables en la búsqueda de la justicia, incansables en la construcción de la paz; que no se limiten al cumplimiento de la ley, sino que en sus obras tengan como única norma el amor (5,21-48); con un corazón grande capaz de perdonar para restablecer la armonía entre los hermanos (6,12.14-15) y que se mantienen fieles a ese proyecto de construir un mundo de hermanos.
No se refiere Jesús, cuando habla de entrar en el reino de Dios, a un premio futuro para recompensar nuestra obediencia o nuestras buenas acciones del tiempo presente. No es ésa la cuestión. El reino de Dios consiste en los hombres que viven de acuerdo con el designio del Padre; y es esa vida la que hace crecer el reino de Dios. Esa es nuestra responsabilidad y nuestra tarea; ése es nuestro trabajo. Pero ese trabajo se verá frustrado, como una casa mal cimentada, silo único que hacemos por el reino de Dios es hablar.
Las palabras, los escritos, los discursos son necesarios para transmitir este mensaje; pero el problema es otro: muchas veces nuestra vida desmiente, oculta e incluso contradice el mensaje que proclamamos a voces. Y los que lo escuchan, a la menor dificultad que se les presenta comparan nuestras palabras con nuestra vida y... todo se viene abajo. «¡Y qué hundimiento tan grande! »
La verdad es que si los que hablamos o escribimos del evangelio demostráramos con los hechos que nos creemos lo que decimos...
NO BASTA
Jesús acaba de advertir a sus discípulos contra los falsos profetas. Se acercarán, dice Jesús, camuflados de gente buena y pacífica, pero...: «Cuidado con los profetas falsos, esos que se os acercan con piel de oveja... » (Mt 7,15).
Son peligrosos los falsos profetas, los que anuncian la salvación de Dios, pero, a la postre, sólo están interesados en sacar bocado... («pero por dentro son lobos rapaces»), para llenar su bolsillo, para satisfacer su orgullo, para afianzar su poder... Son peligrosos y pueden hacer mucho daño a la gente sencilla; por eso Jesús quiere dar a sus discípulos un criterio para distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. Y el criterio que les da es el de los frutos: «Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos... Total, que por sus frutos los conoceréis» (7,18). Son los hechos lo que importa, es la vida la prueba de la autenticidad de un profeta.
Y ese mismo criterio es el que cada uno de los seguidores de Jesús debe aplicarse para juzgar por sí mismo si es fiel al compromiso asumido con él: los hechos, la vida, no las palabras; ni siquiera cuando las palabras tienen forma de oración: «No basta con decirme: '¡Señor, Señor!', para entrar en el reino de Dios».
PALABRAS, PALABRAS...
No es difícil decir cosas hermosas, hablar de fraternidad, de derechos humanos, de justicia, de igualdad... No es difícil. El problema está en la práctica. Una hermosa doctrina sobre la libertad de los hombres se encuentra en cualquier sitio; nadie que tenga un poco de vergüenza niega hoy día la necesidad de que se respeten los derechos humanos; cualquier ideología, con excepción de los fanatismos extremos, acepta en teoría la fraternidad universal como una meta, lejana, si, pero a la que se debe tender. Pero del dicho al hecho...
¿Los derechos humanos? La frase -¡palabras!- «derechos humanos» se arroja contra los sistemas políticos comunistas (en donde, de hecho, se violan muchos de estos derechos, no lo vamos a negar, y se defienden también en teoría) al tiempo que se está pisoteando desde el derecho a comer hasta el derecho a la soberanía de los pueblos pequeños y pobres... Los derechos humanos los defienden todos, pero no se respetan, de hecho, ni en la misma Iglesia.
¿ Y la fraternidad, la hermandad? Todos estamos de acuerdo en que la fe en Jesús nos hace hermanos, y que sólo Dios es nuestro Padre, y sólo el Mesías «director» (Mt 23,8-12); ¡y cuántos hermanos que se hacen llamar y que actúan como padres, patriarcas, directores, inspectores, príncipes... en la Iglesia de Jesús!
¿Y el amor? ¿Hay alguna palabra, alguna idea de la que se hable, se cante, se escriba más que del amor? Pues, si obras son amores, ¡qué escaso está el amor en el mundo en que vivimos! ¿Y hay algo que sea más central en el mensaje de Jesús que el amor? Pues la práctica de los cristianos, o de algunos cristianos por lo menos, ha hecho que la palabra que debería servir para referirse al amor cristiano, «caridad», esté totalmente desprestigiada y sirva para indicar una determinada práctica que sirve sólo para tranquilizar las conciencias de los injustos o de los cómplices de la injusticia.
EL DESIGNIO DEL PADRE
Para Jesús lo que vale no son las palabras hermosas, ni los discursos emocionantes, ni siquiera las valientes denuncias, ni las fervorosas oraciones, sí se quedan en palabras, discursos, denuncias, oraciones...: «No basta con decirme: '¡Señor, Señor!', para entrar en el reino de Dios; no, hay que poner por obra el designio de mi Padre del cielo».
Jesús está explicando, estamos todavía en el sermón del monte, su programa, su proyecto. El designio de Dios es que los hombres sean felices, dichosos (5,1-12), y para ello, que sean libres, solidarios, en lugar de ser ambiciosos, insaciables en la búsqueda de la justicia, incansables en la construcción de la paz; que no se limiten al cumplimiento de la ley, sino que en sus obras tengan como única norma el amor (5,21-48); con un corazón grande capaz de perdonar para restablecer la armonía entre los hermanos (6,12.14-15) y que se mantienen fieles a ese proyecto de construir un mundo de hermanos.
No se refiere Jesús, cuando habla de entrar en el reino de Dios, a un premio futuro para recompensar nuestra obediencia o nuestras buenas acciones del tiempo presente. No es ésa la cuestión. El reino de Dios consiste en los hombres que viven de acuerdo con el designio del Padre; y es esa vida la que hace crecer el reino de Dios. Esa es nuestra responsabilidad y nuestra tarea; ése es nuestro trabajo. Pero ese trabajo se verá frustrado, como una casa mal cimentada, silo único que hacemos por el reino de Dios es hablar.
Las palabras, los escritos, los discursos son necesarios para transmitir este mensaje; pero el problema es otro: muchas veces nuestra vida desmiente, oculta e incluso contradice el mensaje que proclamamos a voces. Y los que lo escuchan, a la menor dificultad que se les presenta comparan nuestras palabras con nuestra vida y... todo se viene abajo. «¡Y qué hundimiento tan grande! »
La verdad es que si los que hablamos o escribimos del evangelio demostráramos con los hechos que nos creemos lo que decimos...
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