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martes, 29 de marzo de 2011

La tierra del sol naciente



“La tierra del sol naciente”: eso significa Japón, como se sabe, y es la hora de recordarlo. Es seguro que no fueron los japoneses los que inventaron ese nombre, pues para ellos el sol nace en el mar del Este, en el inmenso y tranquilo Océano Pacífico que llega hasta las costas americanas que llamamos Occidente. El Oriente del Oriente es el Occidente, y el Occidente del Occidente es el Oriente. Somos el mismo planeta pequeño y redondo. El mismo sol nace para todos, y todos somos los unos para los otros la tierra del sol naciente. Cada mañana recibimos con gratitud el sol que nos viene del Oriente y cada noche se lo ofrecemos al Occidente, mientras se oculta en nuestras montañas y mares. Así es todo, y así está bien.
¿Todo está bien así? Después del terrible terremoto, después del devastador tsunami –palabra japonesa que significa “ola de puerto”–, se nos traban las palabras. ¿Y quién sabe lo que será de Fukushima dentro de dos días, cuanto se publiquen estas líneas que escribo? Todos los diagnósticos son inseguros, e inciertos todos los pronósticos. Nuestras palabras son como los haikus, esos mínimos poemas japoneses de diecisiete sílabas en tres líneas que quedan siempre como suspendidos en el aire: “¿Es primavera? / La colina sin nombre / se perdió en la neblina” (Basho). Así nos sentimos, como cuando uno es arrastrado por la ola o como cuando la tierra se mueve y se hiende bajo los pies. Esa es nuestra condición.
Y los acontecimientos se suceden con tanta rapidez y todo es tan efímero que no perdura ni siquiera la memoria de los muertos. En muy pocos días, el peligro de Fukushima y de las centrales nucleares del planeta casi nos ha hecho olvidar a los miles y miles de muertos de Sendai. ¡Qué pronto olvidamos a los muertos, y a los supervivientes, tantas veces más desgraciados que los muertos! ¿Quién se acuerda ya de los muertos y de los vivos de Haití, Afganistían y Palestina!
Todo esto es muy desolador, y los seres humanos somos el mayor peligro de la Tierra. Pero creo que precisamente la perplejidad, la inquietud y la desolación ante todas las tierras en que nace el sol nos llaman a recuperar la fe en la vida, la memoria de los nuestros que son todos, y el cuidado mutuo para que haya un futuro que necesariamente habrá de ser único para todos los seres del Oriente y del Occidente, del Norte y del Sur. Es la hora de hacer de nuevo un acto común de fe en la Tierra con sus terremotos, en el mar con sus tsunamis, en el ser humano con todos sus peligros, en la naturaleza con todos sus seres. Un acto de fe en la creación, más allá de todas las confesiones.
Cuenta el Kojiki (“Registro de las cosas antiguas”), libro sagrado sintoísta de Japón escrito en el s. VIII de nuestra era, que Izanami e Izanagi –hermana y hermano– fueron los dioses encargados de acabar la creación de este mundo. Su trabajo consistió en “completar y solidificar la tierra en movimiento”. Izanagi sumergió en el mar una lanza enjoyada y, al levantarla, las gotas de agua que cayeron de ella se convirtieron en las islas de Japón. Luego, los dos dioses hermanos crearon los kamis, espíritus o dioses que habitan en ríos, montañas, árboles y océanos y en todos los lugares.
Es urgente volver a reconocer esa visión: la naturaleza como presencia sagrada. No importa cómo se designe la sacralidad: kami o espíritu, energía o Dios, con minúscula o mayúscula. El cosmos infinitamente grande es sagrado, el átomo y su universo infinitamente pequeño es sagrado. La Tierra, con el sol que alumbra de día y la luna que alumbra de noche, es sagrada. La geografía entera es un gran santuario, y todos debiéramos hacer como hacen muchas japonesas y japoneses que, con todos sus adelantos, siguen visitando devotamente sus santuarios naturales para venerar a los kamis. Una lamparita de cera, una flor, unas manos unidas, una inclinación, una plegaria sencilla. Luego seguirá la vida, pero no estamos solos, no somos el centro, y no somos los primeros ni seremos los últimos, y no somos nosotros los que hemos creado esta Tierra sagrada, sino que nos ha sido dada, ella nos engendró y ella nos sostiene. Reconocer y venerar: eso es lo primero. Y sin eso, ningún adelanto será verdadero.
Los acontecimientos de Japón son dramáticos, pero tenemos mucho que aprender del drama. Debemos aprender que no somos los dueños y señores de la Tierra, sino hijos e hijas de la Tierra. Que la Tierra es anterior a nosotros y es inmensamente poderosa, infinitamente más poderosa que el mayor terremoto o el tsunami más gigantesco. ¿Quién no comprende ahora que, desde hace milenios, los seres humanos hayan creído que la Tierra está habitada por kamis o por espíritus y dioses, a veces buenos y a veces terribles? No, no existen los espíritus ni los dioses, pero la “Naturaleza” existe y es poderosa, y misteriosa y sagrada. También la mente humana y todos sus poderes son, en realidad, manifestación del poder de esa naturaleza. Y todas las bombas atómicas que podamos inventar y hacer estallar también están contenidas ahí, en la Naturaleza. Y nosotros somos esa naturaleza, y no podemos cuidarnos sin cuidarla.
Pero la naturaleza que nos engendra y que somos está inacabada. También esto debemos aprender. Los dioses hermanos Izanami e Izanagi aún no han terminado de “completar y solidificar la tierra en movimiento”. La creación no ha llegado aún al séptimo día bíblico. Dios no descansa todavía. El Espíritu sigue animando al cosmos y a la tierra y a todos los seres. No está fuera, está dentro. Pero no está dentro como una parte, sino como el todo en cada parte, como el alma en todo.
No sé si los japoneses devotos se quejarán de los kamis, pero nosotros, los cristianos, a veces nos quejamos de Dios, como si Dios fuera un monarca poderoso que tuviera la culpa o la explicación. No tiene sentido que, ante ninguna catástrofe, preguntemos a Dios: “¿Por qué, oh Dios?”, como si Dios estuviera fuera para dar respuesta. No hay respuesta. Nosotros debemos dar la respuesta, haciendo que la vida siga para todos, haciendo que Dios sea en todas las cosas. Dios camina en el corazón de la creación en marcha. El cosmos está en movimiento. La Tierra está en movimiento. La especie humana y todos los seres están en movimiento, como una mariposa que, rota la crisálida, acabara de echarse a volar. ¿A dónde va? “La mariposa revolotea / como si desesperara / en este mundo”, dice un haiku de Issa. Pero no desesperemos. El Espíritu de Dios sigue revoloteando sobre las aguas, sigue aleteando, sigue alentando y animando el corazón de cuanto es, hasta este nuestro pobre pequeño corazón, para que no tema la muerte.
Sendai y Fukushima nos recuerdan que somos mortales, pero que la vida seguirá. Que vamos a morir, pero debemos cuidarnos. Y que Japón se rehará, porque, como dice el admirable haiku de Shiki, “la hierba reverdece / sin ayuda de nadie. / La flor florece”. O este otro de Basho, , igual de admirable: “Los crisantemos se incorporan, / etéreos, / tras el chubasco”.
Con esa fe, insegura como una mariposa, en esta hora de inquietud y de incertidumbre, bendigo a Japón y todas sus islas, gotitas de agua verde sembradas por Izanami e Izanagi en el océano azul, poderoso y pacífico. Bendigo al Monte Fuji, a los ciruelos rojos y a todos los cerezos blancos en flor. El sol nace, la vida florece.

José Arregi


Para orar

Oh Dioses de la purificación,
creados por orden del padre y de la madre que habitan en el Cielo
en el momento en que el Dios Izanagi no Mikoto se bañó en la estrecha quebrada
de un río cubierto por árboles permanentemente frondosos en la región del Sur.
Con todo el respeto y desde el fondo del corazón pedimos que nos escuchéis,
como el espíritu que escucha nuestra intención con oídos atentos,
y que, juntamente con los demás Dioses del Cielo y de la Tierra,
purifiquéis todas las maldades, desgracias y pecados.
Miroku Oomikami, bendícenos y protégenos.
Meishu Sama, bendícenos y protégenos.
Para ensanchamiento de nuestra alma,
que se haga vuestra voluntad.
(Oración tradicional sintoísta)

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