Por Pedro Miguel Lamet sj
La Palabra se hizo carne y se hizo imagen. Jesús se hizo imagen de amor, bondad, justicia, libertad, el reino de los pequeños y el triunfo de los débiles que María canta en el Magnificat. Su cruz y su resurrección siguen vivas. Pero ¿y la Iglesia? ¿Qué pasa con la imagen de la Iglesia?
Hoy vivimos más que nunca en un mundo de imágenes, la que nos ofrecen los medios. Un político no es nada si no cuida su imagen. Un escritor, un cantante, un pintor, una modelo, un financiero viven hoy de su imagen pública, si quieren tener éxito.
Las últimas encuestas arrojan una valoración catastrófica de la imagen de la Iglesia. Sabemos que para nosotros los creyentes esa no es toda la verdad. Que hay una Iglesia “sumergida” y silenciosa que da testimonio en todo el mundo sin aparecer en los medios. Cristianos de a pie, sacerdotes, religiosos y religiosas, gente que cuida enfermos y ancianos, personas que dan todo a cambio de nada en las situaciones extremas de la pobreza y la incultura. Pero esos no cuentan para los medios y sus campañas.
Sabemos que en la economía de la gracia son los que cargan de energía el mundo, más allá incluso de sus afiliaciones o creencias. Una sutil energía que sólo Dios y las gentes porosas saben valorar.
Pero vivimos en el mundo y es necesario valorar también un proceso que está socavando la credibilidad y la presencia de la Iglesia entre nosotros. Debemos reconocer nuestras culpas. Pero no es de recibo que un comentarista de radio, prensa y televisión, apostille sistemáticamente cada noticia de Iglesia con palabras de desprecio cada vez que salga un cura o una monja en una información. De un terrorista se dice que es un “presunto” autor de un crimen. A los curas y las monjas se les acusa ya directamente antes de juicio o constatación de los hechos.
Sin embargo esto no es lo más grave. Nuestra jerarquía sistemáticamente se ha apuntado últimamente a la condena, se ha olvidado del lado bueno de este mundo, se ha negado a sonreír. No se asoma a la ventana de este mundo para descubrir que junto a sombras hay luces, alegría, esperanza en personas de dentro y de fuera. ¿No se dan cuenta de que nos estamos convirtiendo en los Pepitos Grillos de la sociedad, los fiscales de luto que lejos de animar, condenan, los enemigos de la fiesta que Jesús protagonizó cuando se indetificaba con el novio de la boda y el flautista que pide danza?
Después del Concilio nos despojamos de la sotana para dejar de ser “los intocables” y estar cerca de la gente, en la plaza del pueblo. Ahora nos hemos vuelto a vestir de negro, más allá del hábito que no hace al monje, para vestirnos por dentro de viudos. Soñamos con las grandes concentraciones que impulsó Juan Pablo II para conseguir esa imagen de presencia que hemos perdido, pero la presencia se hace día a día con el testimonio, con la mano tendida, con el diálogo con la cultura y los increyentes, con una sonrisa que brota de dentro y no ve en el otro un adversario, sino un amigo.
Hoy en España el Ejército tiene mejor imagen que la Iglesia, que está entre las peor valoradas. Es fácil echar la culpa a los comunicadores. ¿No es hora de preguntarnos? ¿No es hora de organizar un gran debate sobre este tema? ¿No nos han dicho que la Iglesia de Juan Pablo II fue la que consiguió esa “gran presencia” en el mundo con sus viajes y movimientos de masas? Estos son los frutos de aquel sistema de propaganda ¿Nos sentaremos algún día obispos, curas, monjas y creyentes a preguntarnos sobre estos hechos?
Personalmente estoy en paz. Soy a la larga optimista con Pedro Arrupe cuando decía que cómo no voy a serlo, si creo en Dios. Pero no quiero sentarme en “mi cielo interior” en un silenció más allá del tiempo y el espacio, aunque pueda hacerlo y callar ante esta realidad, porque eso sería ocultar la luz bajo el celemín. Mi pequeña luz, este candil del que vivo, me dice que es hora de pedir un cambio de una imagen que es más que imagen.
Hoy vivimos más que nunca en un mundo de imágenes, la que nos ofrecen los medios. Un político no es nada si no cuida su imagen. Un escritor, un cantante, un pintor, una modelo, un financiero viven hoy de su imagen pública, si quieren tener éxito.
Las últimas encuestas arrojan una valoración catastrófica de la imagen de la Iglesia. Sabemos que para nosotros los creyentes esa no es toda la verdad. Que hay una Iglesia “sumergida” y silenciosa que da testimonio en todo el mundo sin aparecer en los medios. Cristianos de a pie, sacerdotes, religiosos y religiosas, gente que cuida enfermos y ancianos, personas que dan todo a cambio de nada en las situaciones extremas de la pobreza y la incultura. Pero esos no cuentan para los medios y sus campañas.
Sabemos que en la economía de la gracia son los que cargan de energía el mundo, más allá incluso de sus afiliaciones o creencias. Una sutil energía que sólo Dios y las gentes porosas saben valorar.
Pero vivimos en el mundo y es necesario valorar también un proceso que está socavando la credibilidad y la presencia de la Iglesia entre nosotros. Debemos reconocer nuestras culpas. Pero no es de recibo que un comentarista de radio, prensa y televisión, apostille sistemáticamente cada noticia de Iglesia con palabras de desprecio cada vez que salga un cura o una monja en una información. De un terrorista se dice que es un “presunto” autor de un crimen. A los curas y las monjas se les acusa ya directamente antes de juicio o constatación de los hechos.
Sin embargo esto no es lo más grave. Nuestra jerarquía sistemáticamente se ha apuntado últimamente a la condena, se ha olvidado del lado bueno de este mundo, se ha negado a sonreír. No se asoma a la ventana de este mundo para descubrir que junto a sombras hay luces, alegría, esperanza en personas de dentro y de fuera. ¿No se dan cuenta de que nos estamos convirtiendo en los Pepitos Grillos de la sociedad, los fiscales de luto que lejos de animar, condenan, los enemigos de la fiesta que Jesús protagonizó cuando se indetificaba con el novio de la boda y el flautista que pide danza?
Después del Concilio nos despojamos de la sotana para dejar de ser “los intocables” y estar cerca de la gente, en la plaza del pueblo. Ahora nos hemos vuelto a vestir de negro, más allá del hábito que no hace al monje, para vestirnos por dentro de viudos. Soñamos con las grandes concentraciones que impulsó Juan Pablo II para conseguir esa imagen de presencia que hemos perdido, pero la presencia se hace día a día con el testimonio, con la mano tendida, con el diálogo con la cultura y los increyentes, con una sonrisa que brota de dentro y no ve en el otro un adversario, sino un amigo.
Hoy en España el Ejército tiene mejor imagen que la Iglesia, que está entre las peor valoradas. Es fácil echar la culpa a los comunicadores. ¿No es hora de preguntarnos? ¿No es hora de organizar un gran debate sobre este tema? ¿No nos han dicho que la Iglesia de Juan Pablo II fue la que consiguió esa “gran presencia” en el mundo con sus viajes y movimientos de masas? Estos son los frutos de aquel sistema de propaganda ¿Nos sentaremos algún día obispos, curas, monjas y creyentes a preguntarnos sobre estos hechos?
Personalmente estoy en paz. Soy a la larga optimista con Pedro Arrupe cuando decía que cómo no voy a serlo, si creo en Dios. Pero no quiero sentarme en “mi cielo interior” en un silenció más allá del tiempo y el espacio, aunque pueda hacerlo y callar ante esta realidad, porque eso sería ocultar la luz bajo el celemín. Mi pequeña luz, este candil del que vivo, me dice que es hora de pedir un cambio de una imagen que es más que imagen.
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