La fuente más antigua que poseemos sobre la vida de los primeros cristianos es un escrito redactado hacia el año ochenta. Se le llama tradicionalmente «Los Hechos de los Apóstoles». Según este escrito, los primeros que hablaron de Jesús resucitado seguían siempre el mismo guión: «Vosotros (los poderosos) lo matasteis, pero Dios lo resucitó».
Éste fue el primer esquema de la predicación pascual. Los poderosos han querido eliminar a Jesús y apagar su voz. Nadie ha de oír que los últimos son los primeros para Dios. Por eso, han interrumpido violentamente su predicación. Muerto Jesús, todo volverá al orden. Pero, inesperadamente, Dios lo ha resucitado.
Esta es la gran noticia. Dios le ha dado la razón al crucificado desautorizando a sus crucificadores. El rechazado por todos ha sido acogido. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Se confirma lo que Jesús predicaba: Dios se identifica con los crucificados.
Nadie sufre que Dios no sufra. Ningún grito deja de ser escuchado. Ninguna queja se pierde en el vacío. Los «niños de la calle», de Bucarest o Sao Paulo tienen Padre. Las mujeres ultrajadas por su pareja tienen un último defensor. Los jóvenes que se suicidan en Europa acaban su vida acompañados por Dios. Y Dios sólo quiere la vida, la vida eterna, la vida para todos. Lo vislumbramos ya en la gloria del resucitado.
Ese Dios que ha resucitado a Jesús está en nuestras lágrimas y penas como consuelo misterioso. Está en nuestras depresiones como presencia callada que acompaña en la soledad y tristeza incomprendidas. Está en nuestro pecado como amor misericordioso que nos soporta con paciencia infinita. Estará incluso en nuestra muerte conduciéndonos a la vida, cuando parezca extinguirse.
Hoy es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos, de los enfermos incurables y de los moribundos. Es la fiesta de los que viven muertos por dentro y sin fuerza para resucitar. La fiesta de los que sufren en silencio agobiados por el peso de la vida o la mediocridad de su corazón. Es la fiesta de los mortales porque Dios es nuestra resurrección.
Éste fue el primer esquema de la predicación pascual. Los poderosos han querido eliminar a Jesús y apagar su voz. Nadie ha de oír que los últimos son los primeros para Dios. Por eso, han interrumpido violentamente su predicación. Muerto Jesús, todo volverá al orden. Pero, inesperadamente, Dios lo ha resucitado.
Esta es la gran noticia. Dios le ha dado la razón al crucificado desautorizando a sus crucificadores. El rechazado por todos ha sido acogido. El despreciado ha sido glorificado. El muerto está más vivo que nunca. Se confirma lo que Jesús predicaba: Dios se identifica con los crucificados.
Nadie sufre que Dios no sufra. Ningún grito deja de ser escuchado. Ninguna queja se pierde en el vacío. Los «niños de la calle», de Bucarest o Sao Paulo tienen Padre. Las mujeres ultrajadas por su pareja tienen un último defensor. Los jóvenes que se suicidan en Europa acaban su vida acompañados por Dios. Y Dios sólo quiere la vida, la vida eterna, la vida para todos. Lo vislumbramos ya en la gloria del resucitado.
Ese Dios que ha resucitado a Jesús está en nuestras lágrimas y penas como consuelo misterioso. Está en nuestras depresiones como presencia callada que acompaña en la soledad y tristeza incomprendidas. Está en nuestro pecado como amor misericordioso que nos soporta con paciencia infinita. Estará incluso en nuestra muerte conduciéndonos a la vida, cuando parezca extinguirse.
Hoy es la fiesta de los que se sienten solos y perdidos, de los enfermos incurables y de los moribundos. Es la fiesta de los que viven muertos por dentro y sin fuerza para resucitar. La fiesta de los que sufren en silencio agobiados por el peso de la vida o la mediocridad de su corazón. Es la fiesta de los mortales porque Dios es nuestra resurrección.
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