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sábado, 2 de abril de 2011

Homilías y Reflexiones para el IV Domingo de Cuaresma (Jn 9,1-41) - Ciclo A


LO QUE CUESTA CREER EN EL CAMBIO

Recuerdo que cuando sucedió el accidente aéreo con todo el equipo del Alianza Lima, el único sobreviviente fue el piloto. El pobre hombre en vez de gozar de la dicha de sobrevivir, fue sometido a tantos interrogatorios, que en un momento exclamó con estas palabras más o menos: “Hubiera sido mejor haber muerto también.”

Yo creo que el ciego curado por Jesús sufrió tal persecución por parte de los fariseos que a toda costa querían negar el milagro de Jesús, que me imagino que en algún momento también él hubiese preferido seguir ciego. Porque mientras no veía todos pasaban a su lado y nadie se metía con él, lo veían bien así. Lo que luego no pudieron soportar es que “recobrase la visión”.

Dudaron de Jesús. Dudaron que Jesús fuese un profeta milagroso. Y lo peor, comenzaron a poner en duda la identidad misma del ciego. Hasta debieron preguntar a sus padres, quienes sí confesaron ser su hijo y que había nacido ciego, pero de ahí para adelante no quisieron complicarse la vida y él mismo, caliente de tanta duda, exclamó: “Ya os lo he dicho, ¿para qué queréis os lo diga otra vez.” “Si es pecador yo no lo sé; sólo sé que yo era ciego y ahora veo.”

¿No es esto lo que nos sucede a todos cuando alguien que ha llevado una mala vida, decide cambiar y convierte su corazón a Dios? La verdad es que no le creemos, sigue pesando su pasado sobre su presente. Todos lo conocemos por su pasado, nadie quiere reconocerle por su presente.

Por eso uno de los grandes problemas de los malos que se hacen buenos es cómo lograr que ahora la gente los acepte, descubra su nueva identidad y se olviden de lo que un día fue.

¿No es este el problema de los que algún día pasaron por la cárcel o cayeron en la adicción a la droga? ¿Alguien está dispuesto a darle trabajo, a abrirle las puertas? Y luego todos nos lamentamos de que regresen a las andadas... No es que regresen, sino que nosotros mismos no los dejamos salir de su infierno del mal y de la droga.

Por eso me encanta el gesto de Jesús. Cuando oyó que lo habían expulsado fue a su encuentro y le dijo:”¿Crees tú en el Hijo del hombre?” “¿Y quién es, Señor?” “Lo estás viendo, Él que te está hablando, ese es”. Y ahí se consumó la curación del ciego: “Creo, Señor. Y se postró ante Él.”

Ahora el que antes era ciego, ve y ve más que los demás porque logra ver lo que los fariseos no lograron ver: “A Jesús como el Hijo del hombre.” ¿No nos pasará a nosotros lo mismo, que los que un día eran malos ahora son mejores que nosotros?



VER CON LOS OJOS DE DIOS

El niño escuchó decir que le iban a operar de los ojos. Asustado, preguntó a su padre: ¿Y cuando me operen con qué ojos voy a ver? El papá queriendo tranquilizarlo le respondió: “Veras con los ojos de tu papi.”

El día que nos bautizaron también se nos dijo: “Desde ahora verás con los ojos de Dios.” Porque desde que fuimos bautizados, Dios nos regaló el don de la fe, de la esperanza y la caridad. La fe es como una participación en la visión de los ojos de Dios. Cuando miramos con fe, miramos un poco como Dios mira. Cuando miramos con los ojos de la fe, vemos más allá de lo que puedan ver nuestros ojos carnales.

El hombre de hoy pareciera que sólo tiene los ojos de la ciencia, que ciertamente ven mucho, pero no lo ven todo. La ciencia tiene sus límites como los tiene la razón. Decir que todo lo que no se explica por la razón no existe es como si la oreja dijese al ojo que es irreal lo que ve sencillamente porque la oreja no lo escucha.

“Ver con los ojos de papi”, es ver con los ojos de Dios. Cuando vemos con los ojos de Dios, hasta los huecos oscuros de la vida tienen sentido. El hombre de fe es posible que no vea todo lo que ve la ciencia, pero tampoco el hombre de ciencia logra, por la misma ciencia, ver lo que ve el hombre de fe.

La Cuaresma, como el camino del desierto, es el itinerario del aprendizaje de ver el camino como Dios lo ve. Donde ellos sólo veían arena y carencia, Dios veía la libertad en la nueva tierra prometida.





¿DE QUÉ COLOR VE DIOS LAS COSAS?

El relato de la creación del Génesis termina cada etapa con el estribillo: “Y vio Dios...”

¿De qué color vería Dios las cosas? ¿De qué color vería Dios al hombre? Me recuerdo aquel relato de E. Galeano de la niña que se acercó y seguía a un director de cine hasta que logró preguntarle: “Yo quiero saber de qué color ve Ud. las cosas.” A lo que el director respondió: “Del mismo color que tú.” La niña, muy sabia respondió: “¿Y cómo sabe usted de qué color veo yo las cosas?”

Cada uno tiene su manera de ver la realidad. Yo la veo de una manera, pero qué sé yo cómo las ves tú. Hace unos días alguien me decía angustiado: “No sé que hacer con mi hija. Dice que no sirve para nada y que lo único que le queda es suicidarse.” Esta misma mañana escuchaba en la radio cómo en un hostal un hombre apareció muertoy a su lado una carta: “Estoy harto de esta vida sin sentido.”

Me pregunto cómo seguirá viendo Dios el mundo. Al principio dijo: “Y vio Dios que era bueno”. ¿Seguirá diciendo hoy lo mismo? ¿De qué color verá Dios hoy al hombre? ¿De qué color verá hoy Dios mi corazón? ¿De qué color verá Dios hoy mi familia? ¿De qué color verá Dios hoy la Iglesia?
Cada uno ve desde su corazón. Cada uno ve desde su propia historia.

Cuando falta ilusión todo se negro y difícil.
Cuando falta la esperanza nada parece tener sentido.
Cuando falta la fe todo lo vemos con los ojos de la razón.
Y cuando falta el amor, todo se ve como un estorbo.

Es preciso enriquecer nuestra mente y nuestro corazón con los ideales y valores capaces de abrirnos nuevos horizontes porque solo cuando a lo lejos vemos el horizonte que nos llama, la esperanza pone alas a los pies y nos pone en camino. La vida tiene sentido cuando tiene valor y la vida tiene valor cuando la vemos como una oportunidad. La vida es una oportunidad cuando nuestro corazón es capaz de soñar. Nunca olvidemos que en la noche las cosas no se ven, pero siempre nos queda la certeza de un nuevo amanecer que devolverá el color a las cosas.





CIEGOS QUE VEN

Pasaba un astrónomo junto a un ciego y le echó unas monedas en el sombrero. ¿Y usted a qué se dedica? le preguntó el ciego. Yo soy astrónomo que dedico mi vida a contemplar las estrellas del firmamento. Yo también soy astrónomo, respondió el ciego.

¿Cómo es posible que usted sea astrónomo si es ciego? Sí, ya sé que usted no me va a comprender, pero yo contemplo en mi interior cada día esas estrellas y disfruto de la belleza del firmamento. No se imagine que yo me lo paso aburrido.

Hay quien no puede ver con los ojos de la cara, pero ha aprendido a ver demasiadas cosas en su interior. Es posible que no pueda ver los cuerpos físicos, pero cada moneda que suena en su sombrero le hace contemplar un corazón bondadoso y compasivo.

Hasta sabe distinguir a los que pasan a su lado.
A los que pasan indiferentes.
A los que ni le miran para nada.
A los que se detienen y meten la mano al bolsillo y dejan caer unas monedas.

No ve las monedas ni la mano que las deja caer, pero contempla el corazón que mueve esas manos y se desprende de esas monedas. Incluso hasta han aprendido a distinguir los pasos de la gente. A mí me impresionó uno que estaba sentado en una esquina por la que yo solía pasar yendo a la radio y siempre le dejaba un sol. Un día me dice: “Usted es bien bueno, siempre que pasa me deja algo.” ¿Cómo sabe que soy yo? Lo siento por sus pasos.

Es maravilloso ver con los ojos de la cara, pero pienso que debe ser un mundo mucho más maravillo cuando uno es capaz de ver y reconocer con los ojos del corazón. A veces me pregunto: ¿Y no será Jesús el que ve en su corazón? ¿Acaso no dijo él que "tuve hambre, sed, desnudo..."?





ME GUSTA A DIOS EN LA PUERTA

No sé aún porqué escondemos a Dios en el Sagrario. Lejos, muy lejos de la puerta, donde apenas puede ver a la gente que entra.

Fue grande mi alegría cuando pudimos hacer la capilla de la entrada, con la puerta de cristal y desde donde el Señor, acostumbrado a la penumbra de la Iglesia, podía ver la calle, a la gente que pasa, a los autos de los que pueden y a los menos pudientes que caminan a pie.
Ahora, Señor, Tú puedes vernos, y la gente puede verte también.

¡Cuantos, en sus prisas, se detienen, miran por el cristal, si está cerrada la puerta, o entran si está abierta! Ahora nos ves como somos, nos ves de cerca. Me encanta un Dios que no vive escondido, lejos de la vida, sino que comparte cada día el caminar de los hombres.

Me gusta un Dios que está a la ventana de nuestra casa mirando hacia el parque donde charlan sentados dos ancianos.
Me gusta un Dios que está en la ventana y ve cómo van los niños al Colegio.
Me gusta un Dios que está en la ventana y ve cómo cada hombre y mujer pasa delante de Él, cada uno con sus problemas, cada uno con sus alegrías y tristezas, sus desilusiones y sus esperanzas.

Me gusta un Dios que no es ajeno a nuestras vidas sino que las comparte, como cuando caminaba en el desierto bajo la tienda, acompañando al Pueblo camino de la libertad porque Dios no quiere estar ajeno a nuestras vidas ni a nuestros problemas porque son vidas y son problemas que Él siente como suyos.

Publicado por Iglesia que Camina

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