Por Josetxu Canibe
Aunque el revuelo se arma en torno al ciego de nacimiento, el personaje principal, el que más nos interesa es Jesús. Pues este evangelio, así como el del domingo pasado, el de la samaritana, pretende mostrarnos quién es Jesús. Y hoy lo hace sirviéndose de la imagen, de la metáfora de la luz: “Yo soy la luz”, nos dice. La luz nos ilumina, nos permite ver el camino, nos evita perdernos, equivocarnos. Vivir en la luz significa vivir en la verdad, en la justicia, en la sinceridad. Todos tenemos experiencia de lo angustioso que es, cuando material o espiritualmente nos sentimos perdidos, rodeados de sombras, y la alegría que nos invade cuando aparece la luz y vemos el camino o cómo tenemos que actuar. Como sociedad tenemos dudas, no sabemos claramente qué hacer en Libia o en el Japón, o con la pobreza, o con la inmigración o con las posibilidades actuales de paz, o con el paro … Y en el orden personal o familiar dudamos a veces qué hacer ante las mil situaciones, no tan sencillas, que se nos presentan. Necesitamos luz, queremos luz y el modo de actuar, de pensar y de sentir de Jesús es una garantía.
Ciego no es únicamente aquel que no ve cuando camina por la acera, es también el que no quiere ver, aquel a quien no le dejan ver. En esta sociedad nuestra hay personas, grupos e incluso instituciones muy interesadas en que la masa, la mayoría no esté informada y que se limite a trabajar, a consumir y a divertirse. Hay grupos poderosos que colocan a la mayoría una especie de anteojeras invisibles, pero eficaces, para que vea solo aquello que entra en los cálculos del grupo influyente. Nos tragamos fácilmente intereses disfrazados de valores. Defienden el petróleo, pero nos hacen creer que están ahí sacrificándose para proteger los valores democráticos. Es ciego también el que se cree que él solo está en la luz y los demás en las tinieblas. Es ciego el que se fija solo en el exterior de las personas y no en su corazón, el que se queda en la corteza de los acontecimientos.
La imagen o metáfora de la luz salpica toda la Biblia: tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. “El pueblo, que camina en tinieblas, vio “una gran luz”. “Gran luz” que se refiere a Cristo. No solo Cristo es luz, también nos invita a los cristianos a ser luz. En otra ocasión dijo de sus seguidores “vosotros sois la luz y la sal de la tierra”. Vivimos en una época un tanto convulsa política, económica, social y religiosamente. Conocemos ese juego de palabras según el cual no estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época. Lo cual no es malo ni peligroso, sino simplemente una llamada a estar despiertos para que la realidad que surja sea positiva.
Ver, el ver (y no me refiero solo a lo físico) es fundamental en la vida. Es conocido, sobre todo dentro de la Iglesia, el método ver, juzgar y actuar. Aplicando esta trilogía es fácil que acertemos en nuestras decisiones. Pues si bien las cegueras físicas no son frecuentes, es muy probable que nos afecten otras cegueras, como he señalado más arriba. No me olvido de lo que os decía al principio: que este evangelio pretende que le conozcamos a Jesús, que hoy se nos presenta bajo la imagen de la luz. “Yo soy la luz” y a nosotros, como seguidores suyos, nos toca serlo también.
El ciego del evangelio recobró la vista –y no solo la física-. Conoció por fuera y por dentro a todos los que intervinieron en el acontecimiento de su curación: a sus vecinos, a los fariseos, a sus padres, a Jesús. A todos los puso contra la cuerdas con su sentido común y con su lógica aplastante:”lo único que yo sé es que era ciego y ahora veo”. Y observó que sus vecinos, los fariseos, sus padres, a diferencia de Jesús, no eran fiables. Muy distinta fue la sensación que le produjo Jesús, pues “se postró ante él” diciendo “Creo, Señor”.
Cuando todo en la vida sea obscuridad y silencio, cuando el amor haya desaparecido, cuando la vida nos sonría como en primavera, que nuestra plegaria sea: que vea tus sendas, Señor, que vea tu corazón.
Ciego no es únicamente aquel que no ve cuando camina por la acera, es también el que no quiere ver, aquel a quien no le dejan ver. En esta sociedad nuestra hay personas, grupos e incluso instituciones muy interesadas en que la masa, la mayoría no esté informada y que se limite a trabajar, a consumir y a divertirse. Hay grupos poderosos que colocan a la mayoría una especie de anteojeras invisibles, pero eficaces, para que vea solo aquello que entra en los cálculos del grupo influyente. Nos tragamos fácilmente intereses disfrazados de valores. Defienden el petróleo, pero nos hacen creer que están ahí sacrificándose para proteger los valores democráticos. Es ciego también el que se cree que él solo está en la luz y los demás en las tinieblas. Es ciego el que se fija solo en el exterior de las personas y no en su corazón, el que se queda en la corteza de los acontecimientos.
La imagen o metáfora de la luz salpica toda la Biblia: tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. “El pueblo, que camina en tinieblas, vio “una gran luz”. “Gran luz” que se refiere a Cristo. No solo Cristo es luz, también nos invita a los cristianos a ser luz. En otra ocasión dijo de sus seguidores “vosotros sois la luz y la sal de la tierra”. Vivimos en una época un tanto convulsa política, económica, social y religiosamente. Conocemos ese juego de palabras según el cual no estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época. Lo cual no es malo ni peligroso, sino simplemente una llamada a estar despiertos para que la realidad que surja sea positiva.
Ver, el ver (y no me refiero solo a lo físico) es fundamental en la vida. Es conocido, sobre todo dentro de la Iglesia, el método ver, juzgar y actuar. Aplicando esta trilogía es fácil que acertemos en nuestras decisiones. Pues si bien las cegueras físicas no son frecuentes, es muy probable que nos afecten otras cegueras, como he señalado más arriba. No me olvido de lo que os decía al principio: que este evangelio pretende que le conozcamos a Jesús, que hoy se nos presenta bajo la imagen de la luz. “Yo soy la luz” y a nosotros, como seguidores suyos, nos toca serlo también.
El ciego del evangelio recobró la vista –y no solo la física-. Conoció por fuera y por dentro a todos los que intervinieron en el acontecimiento de su curación: a sus vecinos, a los fariseos, a sus padres, a Jesús. A todos los puso contra la cuerdas con su sentido común y con su lógica aplastante:”lo único que yo sé es que era ciego y ahora veo”. Y observó que sus vecinos, los fariseos, sus padres, a diferencia de Jesús, no eran fiables. Muy distinta fue la sensación que le produjo Jesús, pues “se postró ante él” diciendo “Creo, Señor”.
Cuando todo en la vida sea obscuridad y silencio, cuando el amor haya desaparecido, cuando la vida nos sonría como en primavera, que nuestra plegaria sea: que vea tus sendas, Señor, que vea tu corazón.
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