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miércoles, 20 de abril de 2011

Comentario Bíblico y Pautas para la Homilía: Viernes Santo (Jn 18, 1-19, 42 ) - Ciclo A


Publicado por Dominicos.org

He aquí al hombre

Hoy más que nunca la liturgia cristiana se viste de rojo, el color del martirio, la luz del testimonio. Jesús ha nacido y venido al mundo exactamente para eso: ser testigo de la verdad. Y su testimonio culmina en la fidelidad de quien sabe entregar libremente su vida por amor.
Preside esta hora de nona la cruz de Jesús. Bien sabemos los cristianos que Dios no se complace en el sufrimiento, sino en la vida, y que nuestra vocación camina en sentido exactamente inverso al del sado-masoquismo. Besar la cruz de Jesús no es rendir homenaje al dolor, sino adorar su fidelidad, su libertad y su amor; un amor tan entero que es capaz de todo, incluso de convertirse, si es necesario (suele serlo), en cruz.

Fray Javier Martínez Real
San Gerónimo - Rep. Dominicana


Comentario Bíblico

1. Los acontecimientos en su marco histórico.

La crucifixión de Jesús es uno de los acontecimientos de la vida de Jesús más auténtico y menos discutido a lo largo de la historia.

¿Por qué la crucifixión? ¿Rebeldes contra Roma?

Sabemos que los judíos no tenían, en tiempo de Jesús, el poder de ejecutar ninguna sentencia de muerte. Podían dictar la sentencia pero no ejecutarla. Por eso Jesús fue crucificado y lapidado como correspondía a quien era acusado de blasfemia según las leyes veterotestamentarias. La crucifixión reservarse para los rebeldes contra Roma.
Pilato creyó que Jesús era un zelota o rebelde contra Roma ¿corresponde a la historia?

Así le fue presentada la sentencia del Sanedrín en la versión de Lucas 23,1ss.:"Hemos encontrado a éste alborotando a nuestra nación, impidiendo pagar tributo al César, y diciendo que él es el Mesías, el rey". Ciertamente menudearon personajes que pretendieron ser el mesías y provocaron violencia y levantamientos contra Roma. Una lectura atenta del conjunto de los cuatro relatos evangélicos impiden concluir lo mismo en el caso de Jesús. Rechazó (tercera tentación) la oferta de un liderazgo político-militar. Sus palabras contra la violencia. Sus palabras en el episodio del impuesto al César. El relato actual de los evangelios nos prohíben pensar que Jesús fuera un revolucionario político-militar. Otra cosa es cómo pudiera interpretarse su total libertad de movimientos, comportamientos e interpretaciones de la ley y prácticas de los judíos.

Las motivaciones de la muerte violenta de Jesús.

Muchas y complicadas fueron las causas que se entretejieron para desembocar en la sentencia de muerte de Jesús. Luego nos referiremos a las causas teológicas. Jesús se comportó siempre con absoluta fidelidad y a la vez libertad frente a la ley de Moisés. Mantuvo una actitud crítica frente a las prácticas judías. Denunció la hipocresía en la conducta de los maestros de la ley y fariseos. Practicó la comensalía abierta mediante la cual rompía las fronteras de los estamentos sociales entre los judíos y las normas de los adecuados distanciamientos. Se le consideró amigo de los pecadores a quienes acogía y con quienes comía gustosamente. Todas estas causas y otras complementarias confluyeron en su muerte violenta.

2. Los acontecimientos cristológicos.

Ante el Sanedrín.

Es necesario subrayar la presencia de Jesús ante el Sanedrín. Los tres relatos evangélicos (Juan lo es a su manera) son concordes en narrarnos esta escena que ciertamente está cargada de interpretación cristológica. Jesús se encuentra ante el sacrosanto tribunal de Israel compuesto, a partes iguales, entre estas tres categorías de personas: los sacerdotes, los maestros de la ley y los senadores o ancianos. Representan lo mejor de Israel. Se encuentran frente a frente los representantes de una esperanza multisecular y Jesús, el verdadero Mesías. Se trata, por tanto, de un asunto de trascendental importancia para la historia de la salvación y para la humanidad. ¿Dónde está la blasfemia de Jesús? En la perspectiva del tribunal la blasfemia consistió en que Jesús se arrogó las prerrogativas del Mesías, el enviado de Dios, cuando a todas luces no era encajaba en su imagen del Mesías. El proceder del tribunal era lógico desde su punto de partida.

Es importante subrayar lo que realmente estaba en juego. Toda la vida de ministerio de Jesús fue un continuado proceso del pueblo de Israel contra él. En este sentido es especialmente iluminador el relato joánico, sobre todo a partir del capítulo 7 hasta el 12. No fue un asunto aislado. Todo el comportamiento de Jesús colocó a Israel frente a una grave disyuntiva: o aceptaban su misión y tenían que cambiar ridículamente las estructuras religiosas o lo rechazaban por falso reformador. No les quedaba otra alternativa. En definitiva, la muerte de Jesús es el resultado de una comportamiento coherente.

Sería importante también insistir que hay que entrar un poco en la intimidad de Jesús para percatarnos de sus sentimientos profundos al ver cómo Israel, el pueblo de la esperanza mesiánica, le rechaza a él que era el verdadero Mesías. Israel se condena a las tinieblas al rechazar la última y definitiva revelación de Dios. Esto causaba a Jesús un sufrimiento profundo, sutil y muy superior al sufrimiento físico (limpio e importante). El rechazo de su persona y de su misión.

El proceso ante el Sanedrín es un modelo y un espejo para cuantos se sienten perseguidos, maltratados o incomprendidos por razones de justicia, de conciencia o de coherencia en los comportamientos. Es necesario que los creyentes asuman esta tarea, como Jesús, en medio de un mundo que busca poco la verdad que libera al hombre en profundidad. Los creyentes somos llamados a vivir en este mundo nuestro la prolongación de las actitudes de Jesús en su Pasión. De este modo rebasaremos los aspectos externos de estos días tan singulares, para entrar en el núcleo verdadero y en su contenido.

La Crucifixión: los personajes.

Es importante prestar atención a los personajes que se encuentran en el calvario. Cada uno de ellos representa una actitud especial. Presentando estos datos plásticamente se hace más comprensible el mensaje de lo que allí acontece. Nos atenemos a los relatos evangélicos y, por tanto, a la comprensión que de los hechos (siempre más sobrios) tuvo la Iglesia primitiva y recogieron los evangelistas. Sabemos que los relatos transmiten hechos y teología. Jesús, María, los dos ladrones, el pueblo, etc. contribuyen para encontrar el sentido de los hechos.

Conviene destacar, además de la persona de Jesús que es el centro, la figura de María. Es presentada en los relatos evangélicos como Madre de Jesús, como Madre de Dios y como una discípula de Jesús siempre en crecimiento en la fe. Toda la vida de María fue una búsqueda incansable y una profundización siempre más rica en la persona y en la obra de Jesús. El hecho de estar junto a Jesús en la Cruz revela que su discipulado ha llegado a la madurez, que ha superado el escándalo aparente de la Cruz, que su integración en la misión de su Hijo ha sido llevada hasta su término. En la versión de Juan este aspecto aparece con especial fuerza y hermosura: Jesús se la entrega como Madre al mejor de los discípulos (Juan), ella que es la mejor de las discípulas; es proclamada Madre de la Iglesia, comunidad de los discípulos de Jesús siempre en peregrinación.

Actitud de Jesús en la Cruz.

La actitud de Jesús se manifiesta en sus gestos y en sus palabras. La versión que los evangelistas nos han conservado en sus escritos nos recuerdan que Jesús debió pronunciar siete palabras. Todas ellas están relacionadas con su misión anterior. Todas ellas se pueden y se deben interpretar a la luz de su comportamiento. Los gestos y las palabras de Jesús corresponden con coherencia a su comportamiento durante los años de ministerio.

3. Significación teológica de este acontecimiento.

La Cruz expresión suprema del amor de Dios.

Esta es la raíz profunda que ilumina y da su sentido a lo que está ocurriendo en el Calvario. Así lo entendieron los evangelistas. Cristo en la Cruz es la suprema expresión del amor de Dios al mundo. Es el momento supremo de la revelación de la auténtica personalidad y misión de Jesús. La Cruz está al final de la carrera de Jesús en la visión de Marcos especialmente (aunque no exclusivamente). El poder de Dios misericordioso se revela especialmente en la Cruz. Los milagros realizados por Jesús eran sólo un pálido anticipo. Pablo nos ofrece algunos textos muy importantes para la comprensión del misterio de la Cruz: 1Cor 1 y Flp 2.

La Cruz no es un fracaso sino una victoria.

Los evangelistas nos recuerdan, para interpretar el misterio de la Cruz, que la muerte de Jesús fue acompañada por la presencia de tinieblas. Estas tienen un sentido simbólico a partir de algunos textos profético. Las tinieblas acompañan en la descripción del Día de Yahvé. Ahora bien, el día de Yahvé es el día de la salvación definitiva. Por tanto, cuando los narradores nos recuerdan la presencia de tinieblas en el calvario nos enseñan que en la muerte de Jesús Dios está actuando definitivamente la salvación. Que será definitivamente sancionada por la Resurrección y la donación y presencia del Espíritu. La Cruz no es un fracaso, sino una victoria.

Cuando en la celebración del Viernes Santo, la comunidad congregada canta: ¡Victoria, tu reinarás; oh Cruz tú nos salvarás!, recoge la más profunda significación de la Cruz.

Si Cristo en la Cruz es la suprema expresión del amor del Padre, es necesario anunciar a los hermanos que en la Cruz se produce el más auténtico y genuino encuentro con Dios. Que Dios a los que ama los prueba, como un buen Padre que es (Carta a los Hebreos). Por los sufrimientos, Jesús aprendió a obedecer y encontrarse con la voluntad genuina de Dios. Y eso se produce en sus discípulos. El creyente es un testigo vivo, en medio del mundo, del amor de Dios desde y en la cruz dolorosa y gozosa. Sólo el creyente puede transmitir esta sabiduría y poder del amor de Dios. Y el mundo lo necesita.

Fuerza liberadora de la Cruz.

Para la comprensión global de esta acción liberadora de Cristo en la Cruz nada más adecuado e iluminador que una lectura conjunta de estos textos: Lc 14,25-33; Jn 8,31ss; 1Cor 1,17-31; Gl 6,14-17; 1Jn 4,7-21.
De la interacción de unas afirmaciones con otras resulta esta imagen:

- Para ser discípulo de Cristo hay que renunciar a todo (incluso a sí mismo), tomar su Cruz y seguirle (Lucas);
- para ser discípulos de Jesús es necesario permanecer fieles a su Palabra que es la verdad y que es la única que proporciona la libertad (Juan);
- la Cruz de Cristo es el valor que tergiversa y subvierte todos los demás valores en los que el hombre cree encontrar su libertad y su felicidad como son el poder, el bienestar, el prestigio, la ciencia humana (1Corintios);
- conseguida la liberación, el discípulo descubre que la Cruz es un motivo de gloria, es el único valor que merece realmente su atención (Gálatas);
- finalmente, descubre que si es posible conseguir la libertad de los hijos de Dios es porque Cristo en la Cruz es la suprema expresión del amor del Padre en favor de la humanidad esclavizada por lo único que no la deja realizarse: el pecado (1Juan).

Sólo se puede amar al otro de verdad en la dimensión de la Cruz, es decir, cuando se descubre y se experimenta el amor que el Padre nos tiene a todos los hombres. Por eso podemos comprender la fuerza liberadora de la Cruz.

Cristo en la cruz nos libera de la Ley.

¿Cómo se realiza esta liberación? Descubriendo el verdadero sentido de la ley como expresión de la voluntad de Dios y el verdadero sentido de la obediencia. Cristo en la Cruz es el hombre más libre y más obediente a la vez. Vive y nos revela el verdadero origen y fuente de la libertad genuinamente humana: el encuentro con la voluntad luminosa y amorosa del Padre que engendra libertad.

Cristo en la Cruz nos libera del pecado.

Según el relato histórico-salvífico, el pecado es extraño a los planes de Dios. El pecado no forma parte (en esta visión histórico-salvífica) del proyecto de Dios sobre el hombre. El pecado destruye al hombre, en modo alguno contribuye a su humanización. Por eso Cristo se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado (Hb 4,15). Jesús nos libera del pecado al restituirnos al verdadero proyecto de Dios sobre el hombre para su realización y su felicidad.
Cristo en la Cruz nos libera de la muerte.

Nos revela definitivamente que Dios es un Dios de vivos y para la vida y no un Dios de muertos ni para la muerte. Así nos lo había dicho Jesús en su ministerio (Mc 12). Dios nos hizo para la vida. Este texto de la Carta a los Hebreos es iluminador: "Pues como los hijos participan en la sangre y en la carne, de igual manera él participó en las mismas, para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, el diablo, y librar a aquellos que por el temor de la muerte estaban toda la vida sujetos a servidumbre (Hb 2,14-18). Cristo en la Cruz nos libera de un mal incrustado en la profundidad de la conciencia humana: el temor a la muerte y a los anticipos de la muerte como son el sufrimiento, la soledad y la incapacidad humana.

Gloriarse en la Cruz.

"Los que quieren gloriarse en la carne, ésos os fuerzan a circuncidaros sólo para no ser perseguidos por motivo de la cruz de Cristo... Cuanto a mí jamás me gloriaré a no ser en la Cruz de Cristo nuestro Señor por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Gl 6,11-14). Gloriarse es considerar el objeto en que nos gloriamos como el más preciado trofeo. En la entrada triunfal de los generales romanos cuando vuelven victoriosos de alguna campaña militar lo hacen acompañados de sus trofeos de victoria. ¡Para Pablo y para todo fiel discípulo de Jesús no hay otro trofeo de victoria, de gloria, de triunfo que la Cruz de Cristo!. He ahí la novedad radical del cristianismo. He ahí nuestro programa más ambicioso.

Fr. Gerardo Sánchez Mielgo
Convento de Santo Domingo. Torrent (Valencia)


Pautas para la Homilía

“Kénosis”: en el rastro de la Encarnación.

Siendo de condición divina, Cristo “se despojó de su rango... Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz” (2 Cor 2,7-8). En la persona de Jesús Dios ha asumido nuestra humanidad sin privilegios ni exoneraciones, con todas sus contingencias. Ni la historia es para Dios un juego ni el niño de Belén escondía ases en la manga.

La Encarnación del Hijo de Dios ha tenido lugar en una historia marcada, de hecho (que no de derecho), por la lógica sacrificial de los poderosos, acostumbrados a no detenerse ante nada ni ante nadie. Solemos referirnos a la pasión y muerte de Jesús en términos de prendimiento, flagelación, coronación de espinas y crucifixión. Quizás fuera mejor que habláramos de búsqueda y captura, de interrogatorio con tortura, de juicio amañado y de ejecución porque estos vocablos habituales podrían ayudarnos a percibir mejor los últimos sucesos de la vida de Jesús en toda su crudeza histórica.
La muerte de Jesús no fue ni natural ni casual. Fue el resultado de la voluntad de los poderosos. No se trató de una muerte sin más, sino de una ejecución y un asesinato, es decir, un homicidio cometido con premeditación y alevosía. Fue la dramática consecuencia histórica de su opción sin fisuras por el Reino, el proyecto de la fraternidad universal soñado por Dios Padre. En una sociedad profundamente incidida por jerarquías, divisiones, conflictos, exclusiones..., dicho proyecto vino a chocar frontalmente con los intereses de los poderosos, que, puestos a ambicionar, hasta pretendían tener a Dios a disposición o, al menos, de su lado. El anuncio por parte de Jesús del futuro del “hombre-hermano porque Dios-Padre” fue percibido por ellos como una amenaza intolerable. Les pareció necesario quitar a Jesús de en medio, y lo quitaron.

Dar la vida.

A Jesús, en efecto, le arrancaron la vida. No es menos verdad que se entregó a la muerte libre (Jn 10,17) y amorosamente porque, como él mismo decía, “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).

Posiblemente no habría sido tan difícil proclamar que el hombre está hecho para el sábado, maldecir a los samaritanos, aplaudir a los ladrones del templo, consentir la lapidación de otra adúltera, dejar de comer con los publicanos, no volver a tocar a un leproso, declarar bienaventurados a los ricos... nadar a favor de la corriente o cambiar de chaqueta a tiempo. Jesús, en cambio, eligió la muerte como el precio que merecía su “tesoro” (Mt 13,44), la consecuencia de una invencible lealtad al Reinado de Dios, el desenlace de su opción radical por la causa de su Padre y de sus hermanos.
Dios no se desdice y Jesús tampoco. Su cruz prolonga su vida o, mejor aún, la extrema o lleva a término. Él es, en efecto, el “Cordero de Dios” (Jn 1,29) –por eso su ejecución es presentada por el evangelista Juan en el momento de la inmolación de los corderos pascuales–, pero el suyo no es un sacrificio ritual, sino existencial; no es el que tiene lugar en el momento último y sobre dos maderos atravesados, sino a lo largo y ancho de sus días y de sus noches, sobre el altar de la vida. La entrega de Jesús culmina y sella el sacrificio de toda su persona, su entera consagración a Dios y a sus hermanos. No es sangre lo que Dios quiere, sino un corazón dispuesto a hacer siempre y en todo su voluntad (Sal 39,7-8; 50,18-19), al precio, si es necesario, de la propia vida. Jesús abrió sus brazos en la cruz como último y definitivo acto de fidelidad. Por eso su muerte es martirio: testimonia acerca de Dios, sí, pero también acerca de la persona humana.

“Ecce homo”: la verdad sobre el hombre.

“He aquí al hombre” (Jn 19,5), indicó Pilato a los sumos sacerdotes y guardias en el momento de presentarles a un Jesús ya torturado y poco antes de entregárselo para que lo crucificaran. Es seguro que no vamos a atribuir a aquel funcionario ambicioso ninguna cualidad profética, pero lo cierto es que Pilato tenía razón, aunque fuera en un sentido por él ignorado. “Desfigurado, no parecía hombre, ni tenía aspecto humano” (Is 52,14) y, sin embargo, aquel Jesús era y es el hombre cabal, la humanidad cumplida, la persona plenamente realizada según el proyecto de Dios, cuya medida no es otra que la del amor.

Se ha dicho mil veces que “el hombre es un lobo para el hombre” y es verdad que a menudo nos comportamos como tales, pero en realidad somos otra cosa: somos hermanos. Los cristianos nos sabemos de camino: creemos que la persona humana es una vocación a “crecer en humanidad, valer más, ser más” y de buen grado afirmamos con Pascal que “el hombre supera infinitamente al hombre” (cf. Populorum progressio, 15 y 42). Pues bien, el hombre-hermano que es Jesús define nuestra meta, testimonia la verdad sobre la persona humana, “manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Lumen gentium, 22). Jesús ha nacido y venido al mundo “para ser testigo de la verdad” (Jn 18,37), la de Dios y la nuestra, la del “hombre-hermano porque Dios-Padre”.
De seguro que a nuestros propios “gentiles” el hombre-hermano crucificado ha de parecerles una enorme “necedad” (1 Cor 1,23). Stigler, uno de los economistas estrella del neoliberalismo, hacía gala de su peculiar sentido de la racionalidad en estos términos: “Creemos que el hombre es un animal maximizador de utilidad –aparentemente también lo son las palomas y las ratas– hasta el presente no hemos encontrado información para descubrir una parte de su vida en la que invoque unos objetivos diferentes de comportamiento”. Valga como ejemplo de una muy influyente visión de la humanidad con la que hemos de habérnoslas. Besar la cruz de Jesús equivale a renegar del hombre-lobo (o paloma o rata) para abrazar con todo el alma al hombre-hermano.

Una fidelidad que alienta a la esperanza.

“La copa que me ha dado mi Padre, ¿no la voy a beber?” (Jn 18,10). Semejante fidelidad de Jesús anima nuestra esperanza, que se obstina en seguir pensando que ni siquiera el desierto agota la vida: el Siervo “creció como brote, como raíz en tierra árida” (Is 53,2). Los cristianos sabemos que el desierto es fértil. Nos gloriamos en la cruz de nuestro Señor y sólo en ella reconocemos la fuente de la vida.

Por eso nos acercamos confiadamente a la cruz de Jesús. No tenemos un Señor “incapaz de compadecerse de nuestras debilidades” (Hb 4,15). Ante él llegamos con nuestros propios desiertos de soledad, de cansancio, de frustración, de abatimiento. Ante él llegamos con nuestros desiertos de inhumanidad y de pecado. Y ante él nos atrevemos a susurrar aquella osadía que aprendimos de los antiguos cristianos: “Feliz culpa, que nos mereció este Salvador”.
La liturgia del Viernes Santo termina como en punta, interrumpida en espera de ser reanudada en la Vigilia Pascual y completada por ella: muerte y resurrección son dos aspectos del único Misterio Pascual; la “hora” de Jesús es la de su muerte, pero también la de su glorificación (Jn 12,23). “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muerte, da mucho fruto” (Jn 12,24).

Fray Javier Martínez Real
San Gerónimo - Rep. Dominicana

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