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sábado, 30 de abril de 2011

Qué es la Pascua hoy



La costumbre tiende a situar los hechos en una esfera inaccesible. Una esfera situada en el pasado, con cierto impacto emocional en el presente, pero con escaso contenido transformador. Algo así, creo, nos sucede a los cristianos con la celebración de la Semana Santa. A fuerza de repetirla, lavamos su contenido.

En este tiempo, los cristianos recordamos, es decir que hacemos memoria y a lo mejor también –siguiendo la etimología del concepto re–cordare – pasamos nuevamente por el corazón. Pero, por lo general. la cosa queda ahí. Recordamos, pero no revivimos, no reactualizamos.

La celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús no es un hecho pasado. La fe de la Iglesia afirma que celebrar es reactualizar. Por lo tanto, celebramos de verdad si otra vez hacemos presente el hecho.

¿Es posible? ¿Cómo podemos hacernos presentes en Palestina en el siglo I? ¿Es eso posible? Ciertamente no. No se trata de eso.

Lo que sí es posible es hacernos presentes a la pasión y muerte del Cristo real, que sufre hoy en los “cristos” contemporáneos: aquellos que cargan con la pesada cruz de la opresión y la exclusión; los postergados en las largas colas de los hospitales públicos; los que no entienden los edictos judiciales y no saben cómo lidiar con su propio miedo de perderlo todo; los que mendigan en pos de un trabajo digno; los que son postergados a la hora del reparto; los engañados y traicionados por sus dirigentes.

Hoy también Cristo es traicionado por los Judas contemporáneos que lo abandonan en su pobreza y sus necesidades; es condenado por la incuria y comodidad de los nuevos Pilatos que, desde el poder político, se lavan las manos cuando podrían poner sus manos a la obra para evitarle la cruz.

También hoy las personas religiosas –y los líderes religiosos– tenemos la misma tentación de mirar para otro lado o condenar prejuiciosamente al inocente.

Hoy, Cristo sigue padeciendo. También cerca nuestro, en nuestras historias familiares, en los suburbios de nuestras biografías personales. Cristo sufre en el que sufre. Y es tiempo de acompañarlo, no sólo ayudándolo a cargar con su pesada cruz, sino también luchando para bajarlo de la cruz. Para que la injusticia no triunfe. Para que los que no tienen voz encuentren en nosotros un eco, una palabra, una presencia amiga que los ayude a decir sus palabras.

También hay resurrección.

Cristo comienza a resucitar en el amor que se comparte, en la solidaridad que se hace esperanza para los que cargan cruces demasiado pesadas para sus fuerzas. La resurrección es el triunfo del amor de Dios sobre el egoísmo humano.

El sufrimiento humano no es voluntad de Dios, menos aún de la de su Hijo. El sufrimiento de Jesús es consecuencia de la injusticia del poder político y de la intolerancia del poder religioso.

Al afrontar con amor ese rechazo de los suyos, Jesús asume el rechazo de todo ser humano que se siente expulsado o abatido por la intolerancia y las componendas del poder, que se defiende a sí mismo y da la espalda a los inocentes.

El mensaje de su vida –Dios es Padre de todos sin distinción y, por lo tanto, todos somos hermanos– viene a denunciar aquello que está en la base de toda opresión: la ruptura de la fraternidad entre los seres humanos. Naturalmente, por eso Jesús es condenado por hereje (la condena del Sanedrín) y por activista político (la condena de Pilatos).

Esta semana puede ser santa de verdad si revivimos más que recordamos. Si la memoria se hace vida, si nos anima a luchar para solidarizarnos más con los “cristos” reales que hoy sufren, silenciosos a veces, otras veces más ruidosos. Porque la cruz pesa y duele.

Tal vez será más santa esta semana si nos acercamos unos a otros y somos capaces de ver la cruz detrás del hombre.

La resurrección nos encontrará seguramente en el camino junto con otros cuando nos abramos al amor y descorramos la pesada piedra del egoísmo, los prejuicios y la propia comodidad.

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