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sábado, 8 de octubre de 2011

XXVIII Domingo del T.O. (Mt 22, 1-14) - Ciclo A: DE BODA Y SIN TRAJE DE FIESTA



De entre todas las fiestas, la de bodas es especialmente portadora de alegría y esperanza. La boda es celebración pública de amor entre dos personas que, amándose, engendrarán nuevas vidas. En Palestina la fiesta de bodas se prolongaba, a veces, hasta una semana, y estaba siempre acompañada de bailes, cantos, farándulas diurnas y nocturnas, algarabía y gozo.

Pues bien, "el Reino de Dios se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados, pero éstos no quisieron ir". Tras una nueva invitación, "los convidados no hicieron caso; uno marchó a sus tierras, otro a' sus negocios, los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos".


Al llegar a este punto, los oyentes de la parábola comenzaron a sentirse identificados: Dios era el rey que celebraba la boda de su hijo Jesús. Ellos, sacerdotes y senadores del pueblo, los convidados que rechazaron la invitación y mataron a los criados, los profetas. Andaban demasiado complicados con sus tierras y negocios para oir la llamada de Dios. Su amor desmesurado y exclusivo al dinero -tierras y negocios- fue el motivo por el que no aceptaron la invitación.


Poderoso caballero es don dinero que aparta del Reino de Dios. "No ha surgido entre los hombres institución tan perniciosa como el dinero. El dinero destruye ciudades, expulsa a los hombres de sus casas, el dinero trastoca las mentes honradas de los mortales y las induce a entregarse a acciones vergonzosas. Es él quien enseña a los hombres las malas artes y a cometer impiedades de todo género". Así habla del dinero Sófocles en Antígona. El amor al dinero engendra muerte y destrucción y acaba con la vida. Quien acapara por sistema, viviendo centrado en las cosas y no en las personas, por conservar aquéllas, acaba con éstas.


Los convidados, que rechazaron la invitación, fueron castigados por el Rey que insistió: "La boda está preparada... Id ahora a los cruces de camino y a todos los que encontréis -malos y buenos- convidadlos a la boda. La sala se llenó de comensales". Dios brinda a todos la posibilidad de entrar en su Reino, no tiene acepción de personas. Pero, de entrada, se exige una condición: llevar traje de fiesta, o lo que es igual, seguir en la vida de cada día el mensaje de Jesús, actuando de acuerdo con el Evangelio.


Al final de la parábola ocurre lo inesperado: un invitado es expulsado de la fiesta por no llevar el traje requerido.


La Iglesia, con su afán misionero -pienso- ha cumplido el mensaje de esta parábola sólo a medias. Ha invitado a todos para que entren en la comunidad cristiana, imagen visible del Reino de Dios en el mundo, y esto lo ha facilitado al máximo, hasta el punto de no exigir en la práctica casi nada a cambio. Para pertenecer a ella basta con recibir el bautismo, aunque uno no se dé cuenta. Quienes nos llamamos cristianos y católicos, para mayor "inri", hemos colocado en el baúl de los recuerdos el Evangelio de Jesús, traje de fiesta que deberíamos vestir ante el mundo, y nos hemos contentado con una religión donde los creyentes sinceros son los menos y los oficialmente católicos, los más.


De las dos partes de la parábola, hemos cumplido la primera, y nuestro cristianismo ha dejado de ser ya fiesta de bodas que hace renacer la vida y la esperanza en el corazón de un mundo desencantado.

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